He vivido tanto tiempo enojada
que llegué a creer que la rabia era mi hogar.
Me acostumbré al fuego,
a ese calor que quema sin dar abrigo,
y confundí el ardor con fuerza,
la dureza con supervivencia.
Creí que nacer ardiendo
era lo mismo que estar viva.
Pero no…
solo era una forma distinta de doler.
Decían que era fuerte,
que nada me derrumbaba,
y yo sonreía mientras por dentro me caía a pedazos.
Porque en realidad,
mi rabia era un muro construido con tristeza,
una tristeza que no sabía llorar,
que se escondía detrás del orgullo y del miedo.
Era más fácil gritar que aceptar,
más sencillo huir que admitir la herida.
Y esa herida… tenía nombre.
Era el vacío de lo que no llegó,
el silencio de una vida que no pude sostener entre mis brazos.
Un amor tan pequeño y tan inmenso
que se me escapó sin poder decir adiós.
Desde entonces algo en mí se quebró,
y esa grieta se llenó de culpa,
de la sensación de haber fallado,
como si el mundo esperara de mí algo que no supe dar.
Fracaso, me dije.
Fracaso como mujer, como hija, como persona.
Y esa palabra se quedó a vivir conmigo,
como una sombra que respira a mi lado.
Intenté seguir,
pero la frustración se volvió mi reflejo,
mi manera de existir sin mostrar el temblor que llevaba dentro.
Aprendí a esconderme tras gestos duros,
tras respuestas frías,
como si eso borrara el dolor que la familia nunca quiso mirar.
Porque también dolió la traición,
la que vino de donde más esperaba amor.
La indiferencia disfrazada de consejo,
la crítica donde necesitaba abrazo,
el silencio cuando pedí auxilio.
Y entonces me juré no volver a necesitar de nadie.
No llorar más. No confiar más. No sentir más.
Pero hay dolores que no piden permiso,
que regresan cuando el alma se queda quieta,
y te recuerdan lo que creías haber olvidado.
Así entendí que no nací furiosa,
solo herida.
Que mi rabia no era odio,
sino tristeza pidiendo ser entendida.
Que ese fuego interno no buscaba destruir,
sino alumbrar el camino hacia lo que aún podía sanar.
Y poco a poco,
he aprendido a hablarle a mi dolor sin miedo,
a dejar que me cuente lo que perdió,
lo que amó, lo que aún duele.
Ya no intento apagar la tristeza,
la dejo estar,
le hago espacio,
porque también es parte de mí.
A veces me visita la culpa,
a veces la frustración me toma de la mano,
y otras, la rabia vuelve a tocar mi puerta.
Pero ya no la rechazo.
La miro a los ojos y le digo:
“sé que eres el eco de todo lo que no pude decir”.
Y aunque aún me tiemblan los recuerdos,
ya no me avergüenza sentir.
Porque incluso rota, sigo siendo.
Incluso triste, sigo viva.
Y en medio del silencio,
he descubierto que mi furia, mi llanto y mi ternura
nacieron del mismo amor:
ese que un día dolió tanto,
que tuvo que volverse fuego
para no extinguirse.
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