Danza de Equinoccio

Danza de Equinoccio

Aura Rocha

09/05/2023

                                                                                      Sal de Ítaca, Penélope. El mar también es tuyo.


El día en que el primer barco arribó a las arenas de Suramérica, los hombres se adentraron en tierra santa, cuyos danzantes les resultaban desconocidos. Buscaban descanso después de haber descubierto aquel suelo inexplorado tras una larga navegación, y se dispusieron a explorar la exuberante selva madre que les rodeaba. Caminaron durante cuatro días hasta que finalmente llegaron a una comunidad de indígenas que habitaban las montañas de los Andes. Estos hombres y mujeres hablaban con el viento y danzaban con la nieve, y los viajeros los observaron desde lejos, viendo sus siluetas y sombras danzando en la cima de la montaña, antes de ser recibidos con miradas ajenas y forasteras.

Aunque no había certeza sobre lo que se reflejaba en los rostros de unos y otros, aquella noche los viajeros se sentaron con el pueblo, iluminados por el claro de luna que se esparcía por la neblina y el frío del aire. Estaban deseosos de compartir sus historias y conocimientos sobre cómo leer el movimiento de las estrellas. Al narrar sus travesías por el mar, describiendo cómo se sentían como danzantes con el agua y cómo se entregaban al amor con una fuerza sobrenatural que podía sentirse en los huesos, dejaron perplejos a los habitantes de la montaña.

Entre los congregados se encontraba una niña cuyo entendimiento no podía concebir cómo alguien podía moverse en sintonía con algo que no fuera la nieve de su cumbre. Resultaba incomprensible para ella cómo las plantas de los pies podían humedecerse con solo tocar las aguas saladas del océano en lugar del deshielo de la nieve que cubría la entrada de su hogar. Tampoco lograba comprender cómo la voz del viento dulce podía transformarse en una brisa salobre. La niña se encontraba en un estado de confusión constante, ya que le resultaba imposible concebir que el agua pudiera ser del mismo color azul del cielo que veía cada mañana. Para ella, el agua era un cuerpo transparente cuya vasta extensión no era más que un océano de nieve blanca. Sin embargo, era precisamente en sus enaguas azules donde encontraba ese matiz de azul que tanto le desconcertaba. Estas enaguas contrastaban de manera magistral con los tonos blancos de la montaña, donde ella, al ritmo de las sikuris que tocaban sus padres, se entregaba a la danza de la nieve.

La niña, con cierta desconfianza, se acercó al navegante y le preguntó qué sabor tenía el mar. El marinero la observó con dulzura, apreciando el brillo en lo profundo de sus ojos que le recordaba al cielo estrellado de noche por el que solía navegar. Entonces, el navegante combinó un poco de sal endurecida que traía en sus pantalones debido a sus viajes marítimos, con un puñado de nieve, ambos blancos de sal y nieve. Con su dedo, le ofreció un poco de la mezcla que llevaba el sabor del secreto, le rozo la punta de la lengua con aquella deidad y la joven sintió que comprendía los sueños del navegante.

La niña perdió su timidez y comenzó a hacer preguntas acerca de todo: qué tan caliente era, si era como el tata fuego, pues el viajero no murió; cómo eran las criaturas marinas, qué tan diferentes eran de sus llamas y ovejas, si las algas de las cuentas eran como la selva madre que la niña veía desde su montaña. Le preguntó al marinero cómo bailaba con el agua, con su mar. El viajero le explicó que se dejaba llevar, que las olas del mar golpeaban su cuerpo con fuerza y que las corrientes submarinas movían sus pies con el ritmo del palpitar del mar. No hacía esfuerzo alguno, simplemente se dejaba llevar y recibía el baile como algo que lo controlaba.

La niña comprendió el concepto de danza, pero descubrió otra diferencia más entre ellos dos. Ella controlaba su danza con la nieve, pisando fuerte para tomar impulso y saltar de nuevo, girando en el aire, moviendo brazos y cabeza con la fuerza de sus músculos para luchar contra el frío de su montaña, porque ella era amiga de la gravedad y debía entenderla para danzar, luchando con la fuerza de su cuerpo contra el centro de la tierra.

La danza poseía un matiz diverso para ambos, uno de ellos se deslizaba a través del ser celeste mientras que la otra libaba el amor con ímpetu, batallando no para aniquilar o sufrir, sino para existir.

Al alba del día entrante, los viajeros habrían de retornar al mar y emprender la singladura hacia el hogar donde forjaban sus barcos, compartiendo entre sí las nuevas travesías. El marinero sintió la dulce melancolía de los viajeros solitarios que parten hacia lo desconocido. La comunidad de la montaña de los Andes, en un arranque de afabilidad, se despidió de ellos deseándoles buen viento para emprender su viaje. Ambos sabían, sin embargo, que nunca volverían a cruzar sus caminos. Ellos agradecieron la efusividad y hospitalidad brindadas por el pueblo.

Antes de partir, la niña se acercó al navegante que le llevó el gusto del mar, regalándole un retal de su enagua azul, con un bordado de su imaginativo del mar, aquél que nunca presenció. La concebía la figura del mar como la palma de la mano del marinero que le impartió el secreto de las olas rompiendo contra orilla. El mar era él. Para ella, esta fue su verdad porque nunca pudo ver el ancha mar.

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