Raúl abrió los ojos con pesadez y sin prisa. Tardó unos pocos segundos en ubicarse en el día de la semana, pero tenía clara la fecha: cuatro de marzo. Ese día cumplía sesenta y tres años. No había hecho un plan, pero sabía que sus hijos le tendrían preparado al menos un pastel para compartir. Así que buscó con la mirada el reloj digital que adornaba su mesa de noche desde cuatro años atrás y comprobó la hora: seis cuarenta y cinco de la mañana. El despertador sonaría a las siete. Decidió esperarlo recostado, y empezó a contemplar las formas que se dibujaban en el tirol completamente iluminado por la luz que burlaba la cortina color crema de la única ventana de la recámara. Pasó los quince minutos estirándose, pensando en lo que le gustaría hacer. No tenía algún horario que cumplir, pues llevaba ya tres años jubilado, por lo que, al escuchar la alarma, inició su rutina con la mayor parsimonia de la que fue capaz. Estuvo listo a las ocho quince, y un par de minutos después sonó el celular.
—¡Felicidades, pa’!
Luciana siempre era la primera en llamarlo. Lo quería más que cualquier otra persona, y cada año intentaba hacerlo pasar un día feliz.
—¡Feliz cumple, abuelo! —escuchó de fondo la voz de Lucy, su nieta, a quien llamaba así de manera cariñosa.
Sonriente, Raúl recibió los buenos deseos de ambas, acordando recibirlas a eso de las cinco de la tarde para partir el pastel.
Terminó la llamada cerca de las nueve y se dispuso a salir para desayunar en la misma fonda donde lo hacía a diario. Antes de subir al auto el celular volvió a sonar.
—Alles Gute zum Geburtstag, Papá! —le sorprendió la voz de su hijo desde otro continente.
—¡Qué milagro! —respondió con la sonrisa enorme plasmada en la cara.
—¿Pues cómo se me iba a olvidar tu cumpleaños, pa’?
Raúl el joven llevaba tres años en Alemania, y no olvidaba cada fecha importante para retornar al país, al menos con una llamada telefónica.
Raúl padre le contó el plan de Luciana, algunas travesuras de Lucy y lo contento que se sentía de llegar a esa edad para luego, agradecido, terminar la llamada. Abordó el auto, se dirigió a la fonda y tomó el desayuno con tranquilidad. Lupita, la dueña, tuvo el detalle de enviarle un poqueño panqué con una velita encendida. Luego se reunió con un par de amigos para un café. Ya más tarde se encontró para comer con Lorena, su ex esposa, con quien mantenía una relación cordial más por la tranquilidad de sus hijos que por convicción propia. Pasó el resto de la tarde recibiendo llamadas y mensajes de cumpleaños, hasta que dio la hora del pastel. Luciana llegó con Lucy, y Lorena un poco después. Edgar, un viejo amigo de ambos, se les unió durante un rato, hasta que fue hora de despedirse y Raúl volvió a quedarse solo.
El reloj marcaba las ocho quince, pero se sentía cansado, así que decidió tomar un baño y luego meterse a la cama. Pensó que era un hombre afortunado, por la cantidad y calidad de sus amistades, porque sus hijos eran maravillosos y porque era capaz de llevar una relación de camaradería con su ex mujer. Se sentía verdaderamente afortunado.
Estuvo listo para acostarse antes de las nueve. Justo dos minutos antes de esa hora escuchó la notificación del último mensaje de felicitación del día, en realidad el único que había esperado desde que despertó: «Feliz cumpleaños, mi corazón. Te pienso y te extraño como siempre». No respondería porque no quería molestarla, ese era el único mensaje que le dirigía, cada año, el mismo día y a la misma hora. No modificaría nada con tal de mantener la ilusión de esa bonita costumbre de sentir que aquella relación que había terminado trece años atrás en realidad no había terminado.
Dejó el celular bajo la almohada. Sintiéndose afortunado, apagó la luz de la mesa de noche y cerró los ojos pintando en su rostro una sonrisa de tranquilidad que se convertiría en el rictus con el que lo recordarán a partir del día siguiente, a la hora en la que quien fuera se diera cuenta de que ese cuatro de marzo había sido su último cumpleaños.
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