Cerré tus parpados con mis dedos esa mañana de noviembre. No contemplé a mi alrededor porque sentía que mi mundo había consumado. Y al tocar tu blanca tez, recordaba aquel día en que te ví por primera vez en aquella plaza, en aquella esquina a las diecinueve horas. Recordé ese día en que no te amaba y apenas conocía tu nombre del chat. Pero nos miramos y supimos entendernos desde el primer momento, eras la pieza perdida de mi rompecabezas.
Palpé tus manos frías esa mañana de noviembre, y escuché el llanto ahogado de tu madre. Aquella mujer que tanto respetabas y a la que temías contarle tu sexualidad con miedo al rechazo. Y ahora estoy acá. Vestido de negro rodeado de perfumadas flores. Y mientras desde la puerta se asoma el sol y las personas entran y salen de esta sala, adentro de mi cuerpo el clima es otro, como si se derrumbara cada parte de mi cuerpo. Ahora se derrumban mis ojos y caen al piso mojando la laja gris de la sala, se derrumban mis manos, mi boca y mi corazón. Adentro mío hay fuego y lluvia, inundación y sequía, tristeza y agonía.
Quiero gritar y decirles que te amo, pero respeto tu última decisión. Quiero besarte, pero todos piensan que soy tu amigo. Tu madre no para de repetir que se ha quedado sola, sin su compañero, esta sedada y recostada en un pequeño sofá de esta precaria sala. Yo apenas pude beber un sorbo de café. Anoche, cuando me enteré que tus fuerzas se acabaron, que le diste fin a esa maldita enfermedad, yo recordé tu sonrisa y tus sueños. En un instante sentí tu perfume, sé que estuviste conmigo para despedirte.
Toqué tus manos frías esa mañana de noviembre y no quise soltarte, aunque ya no estabas ahí. Disimuladamente toque tus axilas queriendo generarte cosquillas para que rías a carcajadas como cuando jugábamos. Pero nada pasó. Y así, como en una fiesta de cumpleaños cuando llega la hora de finalizado empiezan a descartar a la gente, nos alejaron a todos de la sala para trasladar tu cuerpo. Y mientras todos subían a sus autos para hacer el recorrido al cementerio; yo me quede en la vereda de esa maldita cochería, encendí un cigarro y te dije adiós mirando al cielo. Ya no había nadie, ya no había nada que me impida gritar que te amo. Y lo hice como un loco enamorado gritando al cielo. Tal vez con bronca mas que dolor. Porque me habías enseñado el amor y ahora me lo arrancabas como si nada. Y llore, grite al cielo y solo llore…
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