Cuando llamaste a mi puerta

Cuando llamaste a mi puerta

Emanuel Laureano

27/04/2020

Me encuentro recostado sobre la arena húmeda, escuchando el ir y venir de una marea turbia e impaciente que recibe con los brazos abiertos a la luna llena. Cierro los ojos y me imagino nadando más allá de los límites del mar que mis ojos pueden observar, allí donde el sol se esconde cada atardecer, tras el borde iluminado por sus huellas. Pero no sabe que todos los días lo miro, que ya sé a dónde escapa. “Cuida tu espalda, porque un día de estos te seguiré los pasos hasta descubrir qué te oculta”, pienso.

De cuando en cuando, el viento sopla y pequeñas gotas son arrastradas desde la espuma que llega a la orilla hacia donde mi cuerpo yace, cubriéndome la cara como una brisa fresca, como un roce de labios. Y de pronto, escucho dentro de mí cómo se disparan los recuerdos, como un trueno que estalla en el horizonte, tomándome por sorpresa cuando camino por la playa, y corro lo más rápido que puedo porque temo que el siguiente me alcance. Salvo que en este caso no hay adónde huir. Siento una punzada en el pecho cuando en un parpadeo veo las yemas de tus dedos jugando con mi pelo. Abro los ojos inmediatamente pero ahora también te veo en las estrellas que habitan el espacio, en ese “fondo de botella”, como solías llamarlo. Escucho tu voz mientras las nombras, o mientras les pones nombre; para ese momento ya no prestaba atención a lo que decías, pues había arrancado en mi mente la marca para que te besara de una vez por todas: 1, 2, 3…

Me sacudo los brazos y flexiono los dedos para calentarme un poco. Doy una respiración profunda y mantengo el aire en mis pulmones mientras cierro los puños sobre la arena. Es solo durante un instante que los aprieto con tanta fuerza que pienso que las puntas de los diminutos cristales me atraviesan la piel, mis poros se perforan, y sangro hasta drenar mi memoria de ti; pero cuando me llevo las manos sobre la cara y las observo, solo me encuentro con algunos granos adheridos a mis palmas enrojecidas. Y la imagen de tu silueta sobre mi regazo tan clara y presente como el azul oscuro y brillante del vacío que me habita. Inabarcable, aplastante.

En noches como esta extraño tu compañía, el sabor cálido de tu voz, la electricidad de tu piel. Cada momento en que tus ojos, por coincidencia o con todos los motivos, me atrapaban en su escrutinio hasta que yo me daba cuenta, y durante esa fracción de segundo, cuando nuestros ojos se encontraban, era capaz de mirarme a mí mismo por primera vez, y de enfrentarme a la realidad que tanto temor ha despertado dentro de mí: estoy vivo.

Sin embargo, ahora que pienso en ti, alcanzo a comprender que ya no es la ausencia de tu cuerpo, de tus labios, de tus palabras, lo que revive la nostalgia dentro de mí; ahora son los recuerdos que con dolor evoco, en un intento por no olvidar cualquier gesto, cualquier sonrisa, cualquier frase que me recuerde que yo todavía no me voy. Escuchar sin escuchar, ver sin ver, sentir sin sentir… Amar sin amar.

Mas en esta ocasión, entre las siluetas escurridizas de una noche de luna llena, puedo escuchar tu voz invocar mi nombre como la primera vez. Sin aliento, observo ante mí emerger la figura de tu cuerpo, inconfundible y efímero, desde las aguas. Cuando me ves, todavía recostado sobre la arena, sonríes ampliamente con una llama en los ojos, mientras tu boca esboza mi palabra favorita: “Ven”. Sin pensarlo dos veces, corro hacia ti, y mi cuerpo –o mi alma– se derrumba sobre tus brazos, pero ninguna lágrima se derrama y el ritmo de mi corazón no se altera. Abro los ojos y tu cuerpo se vuelve aire. Entonces, todo está claro. Vacío. Cuando todo lo que creí había logrado llenarme, apenas se llamaba superficie.

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