Cuando el tiempo le ganó a las palabras

Cuando el tiempo le ganó a las palabras

Nieves Kulcar

16/04/2020

Justo en el momento cuando tenía todo el tiempo del mundo quería escribir y no tenía palabras, quería llorar y no tenía lágrimas, quería correr y no tenía espacio, quería sonreír y no tenía fuerzas. Y sin embargo le sobraban los minutos de a toneladas.

Se levantaba todos los días y posaba los dedos en las teclas. Se movían. Se frenaban. Volvían a la hoja en blanco. No había nada para decir. Y sin embargo, sobraba de todo.

Los sentimientos eran miles, tantos miles que no podía identificar cuáles eran. Si buenos, si malos, no podía distinguirlo. Esa masa amorfa que comprimía el corazón y sellaba la garganta con un cemento seco y áspero obstruía completamente toda creatividad. Y sin embargo, tenía todo el tiempo del mundo.

El tiempo del mundo literal. Porque ese mundo paralizado era una mezcla de su imaginación y también de su realidad. Cada parte del planeta estaba completamente detenida. Y nadie sabía qué decir. Pero incluso así, el tiempo pasaba.

Pasaba lento, espeso, como una nube negra llena de humo que se amontona alrededor de los cuerpos y los impregna con su amargor seco. Así seco, asfixiado estaba el mundo. Tapado con barbijos, recluido, en silencio. Todo lo dinámico de antes era ahora un acontecer incómodo, como quien se siente extraño en unos zapatos que no son de su talle. Los minutos, los días, pasaban.

Pero pasaban como retrocediendo, como una cuenta regresiva imaginaria y peligrosa. Se tachaba día por día para llegar a una meta, que podía ser tanto la vida como la muerte. De eso sin embargo no se hablaba, era un secreto que se amontonaba en la aspereza de la garganta. La garganta de todos, la garganta de ella.

Y así, cuando nada importaba y había tanto para decir como tanto para callar, el mundo esperaba. Porque el tiempo, tan lacónico e incierto, era sin embargo el único héroe.  Bajo una atmósfera de aparente tranquilidad el mundo se revolucionaba efervescente como una olla a presión a punto de estallar, pero luego se detenía y volvía a borrarse hasta convertirse, de nuevo, en una hoja en blanco. Aún así, a pesar de tanta parálisis, el tiempo, querido tiempo, seguía avanzando. Y con cada minuto, con cada pedazo de sí, iba curando al planeta. El mundo era al fin, una sucesión de segundos acompasados pero inseguros. Cada pestañear de ojos, cada suspiro, se sentía único en una tierra encarcelada y acobardada, donde parecía pasar una eternidad hasta que llegara el próximo, el que les aseguraba que seguían estando vivos.

Así estaba, aguantando el aire, contrayendo los músculos, cuando se sentaba abyecta en su desesperación a escribir y no decía nada. No había ninguna llave que destrabara ese encierro. Nada más que el tiempo, que por cierto, era el único que rebosaba de vida en las calles vacías del mundo.

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