Las manías, a veces uno no sabe cuando surgen ni por qué, pero todos las tenemos. La mía no es nada común, o al menos no conozco a nadie que la tenga.

Comencé a padecerla hace años cuando aún estaba en el instituto: mientras me aburría en clase, estudiaba o simplemente me encontraba delante de un papel con un bolígrafo en la mano, me daba por pintar cruces. Sí, cruces; sin orden ni concierto, como el que dibuja un monigote o hace garabatos. En ocasiones, sin darme cuenta, llegaba a pintar casi un folio entero; otras, llenaba por completo los espacios sin texto de los libros de clase o incluso, a veces, cuando me encontraba en un bar esperando a alguien, solía entretenerme llenando de cruces en una servilleta de papel.

Es de suponer que tal manía tenía algo que ver con mi subconsciente, me imagino, pues casi inconscientemente lo hacía. Lo más lógico sería pensar que tal acto debía de estar relacionado con un trasfondo relativo al cristianismo, quizá. Pero curiosamente no soy muy creyente, la verdad; bueno, hice la Comunión, pero a misa no voy mucho, más bien nada; es más, creo que una parte de los males de nuestra sociedad es por culpa de la religión, mejor dicho de la Iglesia . No obstante, ahora no viene al caso desarrollar un alegato anticlerical, se trata simplemente de confesar una rara manía.

Tras dejar de lado una razón ligada al estigma católico, el cual simboliza la muerte y resurrección de…, bueno, éso; según fueron pasando los años me fui dando cuenta que no sólo el papel, los libros de texto o las servilletas eran víctimas de mis cruces, y que no únicamente me servía de un lápiz, bolígrafo o cualquier utensilio de escritura para poder hacerlas. Por ejemplo, una simple piedra -si era de tiza mejor- podía valerme perfectamente para, en un momento de distracción, pintar una cruz en una pared o incluso en otra piedra. Raro, ¿no?; pues aún hay más, si me encontraba de pie hablando o simplemente esperando a alguien, y el terreno -arena normalmente- me lo permitía, dibujaba con el pie una gran cruz en el suelo.

Otro caso de mi curiosa manía era cuando fumaba; sí, desgraciadamente tenía esta estúpida y mala costumbre: al consumir un cigarrillo, tras apagarlo en un cenicero, utilizaba la colilla para hacer una cruz con la ceniza.

Puede que haya alguien que opine que un buen psicólogo me hubiera ayudado entonces a interpretar el porqué de tan compulsiva costumbre, pero como se trataba de algo que realmente no afectaba negativamente a mi vida diaria no le di mucha importancia. Lo extraño de mi manía no tenía más transcendencia que un acto curioso e impulsivo; sin embargo, con el paso del tiempo evolucionaría de la manera más inesperada.

En cierta ocasión, pasada ya mi época de estudiante, acudí al entierro de un familiar, una funesta ceremonia por la que nunca había tenido gusto, ¿pero acaso alguien lo tiene? En fin, el caso es que aquel día, y tras el entierro propiamente dicho y el afligido acto de dar el pésame y demás, me dio por recorrer el cementerio, solo, dando un paseo sin motivo aparente. Allí estaba yo, curioseando por aquí y por allá, leyendo epitafios, caminando entre muros llenos de nichos, descubriendo panteones de familias pudientes, y sin darme cuenta rodeado de un mar de cruces de diferentes tamaños y formas. Esto sin duda debió afectarme, ya que poco a poco comencé a sentir una extraña sensación, entre una plácida tranquilidad y una embriagadora excitación; algo que sin duda no había experimentado nunca antes, a pesar de haber estado en otros entierros y cementerios. Tan gratificante fue para mí la experiencia que decidí, pasados unos días, repetir la visita a ese cementerio convirtiéndose más tarde en una costumbre ir cada semana para volver a sentir lo mismo que había sentido paseando entre cruces la primera vez.

De esta forma, aquella manía de pintar cruces, de hacerlas con ceniza o marcarlas en suelo, derivaría en otra muy diferente, la de frecuentar allí donde las había a cientos; y si al principio fue un día a la semana, luego fueron dos, tres… hasta llegar a diario, y no sólo al cementerio donde descansaban mis familiares, si no a otros muchos que iría descubriendo hasta realizar un autentico itinerario. “¿Me estaré convirtiendo en alguna clase de gótico  o siniestro? ”, me preguntaba; sin embargo, ningún oscuro o avieso culto a los muertos era lo que me movía a visitar los campos santos; eran las cruces, de mármol, de granito, de hierro, de bronce, todas esas cruces a mi alrededor que de algún modo me hacían sentir bien conmigo mismo y me ayudaban a desconectar de mis problemas cotidianos. Quizá para entonces sí que debería haber acudido a un psicólogo; pero no lo hice, una vez más me decía a mí mismo que se trataba de una extraña costumbre, una afición algo extravagante pero no dañina para mi vida. Algo más tarde me daría cuenta de lo contrario cuando mis relaciones sociales comenzaron a reducirse al mínimo, y mi puesto de trabajo empezó a peligrar con tanto día libre para acudir al entierro de un familiar o conocido –era la excusa que decía-; llegó un momento en que, supuestamente, casi había enterrado a toda mi familia.

A estas alturas seguro que muchos os preguntaréis qué diablos hacía tanto tiempo recorriendo las calles y caminos que vertebran los cementerios; si os lo digo no me creeréis pero lo que más tiempo me entretenía en mis visitas era, como no, contar cruces, enumerarlas, catalogarlas y almacenarlas en mi cabeza según su tamaño, su forma, su composición, así como integrarlas en diferentes zonas: zona Norte, zona Sur, zona Este… Cada día el número de ellas, felizmente para mí y tristemente para otros, aumentaba más y más.

Tampoco he aclarado que eran las mañanas y las tardes las que mataba el tiempo entre cruces, bien es cierto porque el horario de visitas de los cementerios se limita a estos momentos del día, y por otra parte, la noche aún me daba bastante respeto como para acudir a estas necrópolis modernas. Pero este ingenuo miedo a visitarlas durante el crepúsculo pronto lo superaría gracias, en parte, al canal de la televisión Cementerio TV. Dicho canal, tras finalizar su programación de madrugada emite imágenes de cementerios por la noche grabadas con cámaras infrarrojas y con escasa luz. Huelga decir que muchas noches las pasaba en vela enganchado a este contenido, aunque lógicamente no era lo mismo que estar allí, in situ; además, yo no buscaba el morbo o el miedo que intentan provocar estos vídeos, sino el hecho de poder ver cruces. Lo curioso es que muchas de las imágenes que se ven por la tele las mandan gente anónima que quiere colaborar con el canal, e incluso instan a sus espectadores a que las manden. Esa fue la escusa perfecta para superar mi miedo y encontrar un buen pretexto para ir a un cementerio de noche. Y así lo hice, me compré una cámara digital, una cinta virgen para grabar, y decidí colarme por la noche en uno de los cementerios que solía frecuentar de día.

Me fue fácil. La noche en cuestión, tras dejar mi coche en las cercanías del cementerio elegido, me dirigí al muro que lo flanqueaba, lo rodeé alejándome de la entrada y sin mucho esfuerzo lo escalé y me dejé caer hacia el otro lado. Una vez dentro, encendí la cámara y, aprovechando la tenue luz de las farolas, comencé a filmar por aquí y por allá, esperando no encontrarme con el vigilante nocturno; aunque que tan solo había visto un par de cámaras de seguridad a la entrada -muchos cementerios carecen de guarda-. Tras la cámara, rápidamente perdí el miedo a la oscuridad y volví a sentirme tan a gusto entre lapidas y tumbas como cuando lo durante el día. Desde entonces volvería a repetir la experiencia una y otra noche ya hiciera frío, lloviera o incluso nevara, como ocurrió en una ocasión en invierno en la que calló una gran nevada cubriéndolo todo de un precioso manto blanco.

Después de cada filmación solía visionar en casa lo que había grabado, y en ocasiones lo mandaba al programa ilusionado. No obstante, si os digo la verdad, nunca logré captar una imagen extraña, alguna aparición o un ruido sospechoso; bueno sí, miento, una noche de lluvia creí ver algo moverse en la penumbra, pero a la postre resultó ser tan solo un huidizo gato merodeando entre lapidas; al parecer a estos animales también les gusta pasear de noche en los cementerios. Tal vez el no llegar a tener ninguna experiencia paranormal o no ver ningún alma en pena fue lo que hiciera que pronto perdiera el interés por filmar con la cámara: como ya dije antes, únicamente me importaba disfrutar del silencio y la quietud de estos sembrados de cruces y permanecer allí donde lograba encontrar mi paz, mi tranquilidad, el sosiego en definitiva a mi propia existencia.

Llegado a ese momento, mi antigua manía de pintar cruces y más tarde visitar cementerios se había convertido en un vicio, más aún, en una droga de la que necesitaba cada vez más. Tanto es así que comencé a pasar noches enteras en cementerios, llevándome incluso lo necesario como para no tener que salir para atender la necesidad de alimento. Empero como ya eran casi los días enteros los que me pasaba entre cruces -había ocasiones que ni siquiera pisaba por casa-, comencé a perder peso, y a resentirme físicamente debido al malcomer y al dormir poco y mal en algún banco o incómodo asiento de los que suele haber en estos lugares. Sería en uno de estos asientos, de granito para ser más exactos, donde un día al amanecer, cuando aún dormía bajo la estrecha y alargada sombra de un ciprés, fui sorprendido por el guarda del cementerio con gran susto para él y más aún para quien os escribe: cuando me desperté de repente oyendo su voz, sin dar explicaciones, salí corriendo evitando que me retuviera.

Aquel incidente me hizo desistir durante un par de días volver a ir a ese cementerio y a otros. Aunque no duraría mucho la vigilia, ya que pasado ese tiempo retomé mis visitas en busca de más cruces; eso sí, a partir de entonces tendría más cuidado y descartaría acudir a algunos cementerios por ser de menor tamaño, escogiendo los más grandes donde era más fácil perderse, o mejor dicho esconderse y huir de los constantes entierros o  la vigilancia nocturna.

No contento con estas medidas para no ser descubierto, y llevado por cierto desasosiego de que cualquier día volvieran a dar conmigo, me detuvieran o me multaran, tomé con el tiempo el hábito de, cuando el cuerpo me exigía un descanso, escoger algún nicho vacío e introducirme en él para dormir un rato; de esta forma, si amanecía y me encontraba aún durmiendo, no podrían descubrirme tan fácilmente. Sorprendentemente, y aunque se crea lo contrario, algunas de estas estrechas tumbas no lo son tanto, y bien adentro y con un buen saco dormir son bastante adecuadas para descansar; aunque desgraciadamente mi empeño por usar estos cubiles sin dueño ni huésped para echar un sueñecito, me traería unas consecuencias fatales en el futuro; ya os lo estaréis imaginando.

No sabría decir qué hora sería cuando al despertarme un día en un profundo nicho, uno doble de los que acogen a más de un féretro, me di cuenta de que no estaba sólo. En la oscuridad, noté como mis pies se topaban con un sobrio ataúd de madera, y la entrada del nicho por la que me había metido, ahora se encontraba tapada por una gruesa losa de piedra. Al principio la situación me hizo gracia, no sé, me dio por reírme al verme en aquella cómica situación, o al menos así me lo pareció en un principio. Al parecer mientras dormía se había celebrado un entierro, y de manera casi inexplicable, los de fuera habían introducido a alguien en un nicho sin darse cuenta de que estaba ocupado, pero no por un hombre muerto sino por uno vivo. Seguro que para muchos claustrofóbicos ésta debe ser sin duda su peor pesadilla, pero yo por suerte no lo soy, y mientras maldecía no haberme despertado a tiempo, me limité a moverme por el escaso espacio que tenía intentando empujar el ataúd para lograr salir de allí. Fue inútil. A continuación recurrí al móvil, una llamada de emergencia sería suficiente para sacarme de allí, pero desastrosamente para mí, la batería estaba muerta. Después, seguido por un impulso repentino de pánico –hasta entonces inexistente- comencé desesperado a patalear con todas mis fuerzas, gritando al mismo tiempo, esperando que, iluso de mí, alguien me oyera y me sacara de aquella tumba.

Tras varias horas de desesperado intento de escapar preso del pavor, desistí: no podía mover el ataúd, ni arrastrarlo, ni nada; estaba atrapado. En este momento seguro que alguno estará pensando que en realidad, tarde o temprano te tenía que pasarme algo así ; puede que tenga razón, pero en mi defensa he de alegar que yo sólo me había dejado llevar por mi extraña manía de pintar cruces y que sin darme cuenta había desembocado en una adictiva afición por visitar cementerios y cohabitar entre muertos, nada más.

No sé cuanto tiempo ha pasado desde que me sepultaron vivo, sin reloj, aquí dentro no sé cuándo es de día o de noche; no sé si llevo encerrado dos días o tres, no lo sé. Sinceramente he perdido la esperanza de que alguien me oiga y me libere. Para más inri, ni siquiera conozco el nombre del otro inquilino que me acompaña en esta tumba, ignoro si es una mujer o un hombre, si murió siendo viejo o si era joven cuando dejó de respirar; sólo pensar en cómo se va pudriendo lentamente ahí dentro, me da escalofríos.“Por lo menos no estoy solo», me digo de vez en cuando con macabra ironía. Cualquiera en mi situación desearía que me llegara la muerte lo antes posible antes de que, como dice una vieja leyenda urbana, me vea obligado a comerme mis propios dedos para sobrevivir. Pero yo aún no he llegado a ese punto, todavía hay algo que me mantiene vivo, o al menos consciente; y como no podría ser de otra forma son las cruces; sí, las cruces, ya que desde el mismo día de mi encierro y gracias a una moneda y la pobre luz de mi llavero-linterna – que a punto está de extinguirse-, me he dedicado a grafitearlas en las estrechas paredes de este cubil en el que vivo o muero, no lo sé, aprovechando cada espacio, e incluso sobre la misma madera del ataúd del finado, obligándome a hacer un contorsionismo descabellado. Luego, y siguiendo la costumbre, me entretengo en contarlas; así logro dar salida a mi afición, a mi extraña manía sin explicación que con el tiempo me ha llevado hasta donde estoy, sepultado en vida en uno de los más grandes cementerios de mi ciudad, el que tiene más tumbas, nichos y panteones; y por ende, hay más cruces.

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