Pedro no fue un niño problemático. Nunca hacía berrinches en público avergonzando a sus padres por no comprarle una bolsa de Cheetos con un tazo de mucha lucha dentro.
Era un niño taciturno con un corazón tierno. Le gustaba abrazar a sus hermanos y darle besos a su madre. Cuando su padre lo corregía con una vara de madera, Pedro lo abrazaba después del golpe. Le preocupaba que su padre creyera que, por la corrección, su hijo lo quisiera cada vez menos.
A medida que crecía, Pedro se volvía más gruñón. En preparatoria, les gritaba a sus profesores en frente de la clase corrigiendo algún error en la calificación de un trabajo o examen. Discriminaba a sus compañeros según su capacidad intelectual.
En ese entonces, Pedro tuvo su primer auto. Muchos de los alumnos de su escuela provenían de familias de bajos recursos y él se aprovechaba de esa brecha para distinguirse como podía de los demás.
Estaba obsesionado con sobresalir, ya sea por su inteligencia o su capacidad económica. Para cuando llegó el momento de graduarse, Pedro tenía resuelta la vida en su cabeza. Estudiaría en la mejor universidad y haría una fortuna en la carrera que eligiera.
Ignoraba que su preparatoria era relativamente nueva. Los programas de estudio y los profesores no eran muy buenos y eso se reflejó en su examen de aplicación.
Había fracasado peor que nunca. No pasó ningún examen para ninguna universidad y se decepcionó de sí mismo por primera vez. Se dio cuenta de cuán mal se había portado con todos en la escuela porque creía ser algo que no era.
Se esforzó en entrar el siguiente año a una buena universidad y cuando lo logró, se prometió nunca ser tan severo otra vez.
Aunque logró lo cometido, ignoraba que, dentro de sí, una semilla de amargura ya había sido plantada, y una raíz se fortalecía en su corazón. Aunque cruzaba pocas palabras amables con cualquiera en la universidad, con su familia se volvió más severo.
A los hermanos que disfrutaba abrazar ahora les expresaba con el menor tacto que le daba asco tocarlos. Le molestaban exageradamente los besos de su madre y cualquier tacto de su padre le causaba repulsión.
La amargura dentro de él llegó a tal punto que ese desprecio por el contacto humano se extendió a todo ser humano. Le molestaba que lo ignoraran entre clases, le molestaba que lo incluyeran en actividades. Cuando llegaba a casa le molestaban las preguntas sobre su día. Siempre que podía, elegía el silencio, y ese silencio lentamente se volvió desprecio.
Un día, su padre le pidió acompañarlo a la ferretería a comprar materiales para reconstruir parte de la instalación hidráulica de la casa. Pedro, sin tacto, le respondió que no disfrutaba de su compañía. Su padre fue solo sin responder la agresión de su hijo.
Mientras caminaba de regreso se preguntaba que le había pasado a su niño. ¿En qué momento se volvió en ese extraño eternamente malhumorado y despreciativo que le reclamaba nimiedades cada vez que podía? Estaba tan absorto en su dolor que no caminaba coherentemente. Cruzaba la calle en momentos riesgosos y no consultaba los semáforos para continuar. Trataba de recordar cómo era él a su edad, cómo trataba él a sus padres, qué sentía en esos años. Se preguntaba qué consejo podía darle, si era un problema ajeno o si había surgido en el corazón de su hogar, qué le había pasado a aquel niño que lo abrazaba después de corregirlo.
En casa, Pedro jugaba Assassin’s Creed en la sala. Su madre había escuchado a su esposo pedirle a Pedro ayuda con las compras de la ferretería, pero no había escuchado la respuesta de su hijo. Estaba preocupada porque había salido hace casi una hora, pero tenía miedo de pedirle a su hijo una razón de su esposo porque Pedro había sido muy sarcástico e hiriente con ella últimamente, y decidió esperar un poco más.
Para cuando se cumplieron las dos horas, su angustia había vencido a su miedo y preguntó a su hijo por su padre. “No sé” fue lo único que obtuvo por respuesta. No notó preocupación o intriga en Pedro, ni siquiera había quitado la vista del televisor al responder.
Quiso tranquilizarse con la indiferencia de su hijo convenciéndose de que su hijo no estaba preocupado porque todo estaba bien, su esposo entraría en cualquier momento por la puerta malhumorado por el trato de los vendedores de la ferretería o por la demora de sus trabajadores, pero esa tranquilidad se quebró al mirar la cara de su hijo y recordar el desprecio e indiferencia que se habían vuelto característicos en él.
Tomó sus llaves de un tazón junto a la puerta y salió en busca de su marido. Para cuando llegó a la esquina, calló de rodillas al ver una multitud rodeando un accidente. No veía mucho, no podía ver si el accidente involucraba a su esposo, pero podía ver a través de las piernas de los extraños tubos PPR en la calle. Esto la destrozo por dentro. No tenía que ver el cuerpo, sabía que su esposo, que su marido ya no estaba.
Los siguientes meses fueron fugaces. La casa nunca se había sentido tan vacía, el silencio predominaba incluso cuando alguien entre ellos hablaba. Sin embargo, Pedro parecía el mismo. Dentro de sí, se había dispuesto a confirmar que todo lo que le dijo a su padre era verdad. Quería convencer a su madre y hermanos que no quería a su padre, que estaba mejor sin él y, de esta manera, sentar un precedente para todos los improperios futuros.
Pedro creía que era más importante mostrarse honesto a su familia. No quería arrepentirse de sus actos irremediables para con ellos y su difunto padre. Prefería tener un corazón de piedra que admitir que había sido grosero con su padre sin razón. Quería convencerse a sí mismo que la muerte de su padre dolía menos porque no le agradaba. Se esforzaba en recordar todas las veces que su padre se burló de él, de las veces que su padre lo juzgó mal acusándolo de algo que sus hermanos habían hecho. Se esforzó tanto en odiar a su padre que terminó haciéndolo.
Pasados los años, el contacto con su familia se había reducido tanto que Pedro no podía recordar cuál de los guisos de su madre era su favorito. No recordaba el pasatiempo favorito de sus hermanos ni la última película que vieron juntos.
Estas preguntas le vinieron de pronto mientras conversaba con una chica en su primera cita. Ella podía ser descrita como fabulosa y, para Pedro, esa descripción se quedaba corta. De pronto una llama diminuta le devolvía calor a su endurecido corazón. Mientras ella le hablaba de su familia con la pasión y cariño de un niño, Pedro sentía más y más calor dentro de sí. Los muros que había levantado todos esos años se venían debajo de repente, victimas de las palabras sinceras de la mejor mujer del mundo.
Los ojos cristalinos de Pedro eran evidencia para su cita de que la conversación había despertado viejos recuerdos. Lejos de parar, ella siguió, permitiéndole desahogar tantos años de crueldad y dureza. Pedro sentía con cada lágrima que lograba escapar los desprecios que su familia sintió con él después de la muerte de su padre.
Súbitamente, recordó a su padre. No como el desalmado hombre que disfrutaba humillarlo y lastimarlo cuando era niño, sino su verdadero padre. El que le ayudaba en la noche a resolver su tarea, el que le enseñó a atarse los zapatos, el que le enseñó a conducir y a rasurarse. Recordó como corría carreras contra él, como jugaba baloncesto los fines de semana, y recordó también lo último que le dijo.
Pedro comenzó a llorar libre de vergüenza, no podía parar. Su corazón volvía a la vida después de tanto y era abrumador. En el abrazo de su cita pedía perdón a su padre una y otra vez recordando con más detalles quién fue su padre y lo que hizo por él.
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