La Noche de Anoche
La Lunática
Luna del Mar
La mentira de un “ser adulto”, crear esquemas cognitivos específicos, planificar un camino de vida, una ruta la cual seguir en base a una mentira dicotómica aún más grande: el tiempo. Justificar cada una de tus acciones temerosas en dicha falacia; ya sea la maldad que sugiere tus recuerdos poco favorables, o una ventana hacia lo que esperas de un futuro justo ¿justo para quién? Adultos, seres alienados de la realidad perceptible y valiosa. Y es de dichos esquemas constructivistas, los cuales causaron su extinción. Aprendí algunas palabras técnicas de los libros que dejaron en escuelas y bibliotecas vacías. He observado con detenimiento la historia que me precede y por eso escribo los acontecimientos, aunque algunos no los haya vivido en carne propia. Tengo diecisiete años, para la historia actual, se puede decir que ya son muchos, nadie pasa de los veinte, así que puedo decir con toda claridad que estoy llegando al final de mi vida. Hace ya treinta años, aproximadamente, lo que conocían como el veinte-veinte (en los libros que he encontrado se clasifica como d.C “o después de Cristo), una pandemia mató a más de la mitad de la población, entre ellos, sólo sobrevivieron los más jóvenes, un año después, cuando se creía que la enfermedad había sido controlada, las personas entre cuarenta y treintaicinco años, sufrían una combustión espontánea (otro concepto técnico que aprendí de los libros). Con la mitad de la población extinta por una pandemia, y ahora, los mayores que quedaban, muriendo en extrañas circunstancias, el mundo experimentaba un cambio radical en toda su estructura. Mi madre murió justo el día que nací, si hago las cuentas precisas, hoy en día ella tendría cuarenta y tres años, pero como he dicho antes, diez años después de Tanatos, la pandemia del viente-veinte, ya nadie llega a esa edad. Como nos quedamos sin adultos, y por ende sin científicos que dieran una explicación lógica a los eventos después del veinte-veinte, contamos historias y buscamos formas de sobrevivir, por lo menos hasta que nos llegue la hora de quemarnos por dentro ¿Cómo es que sé esto? Hace tres años que murió Clarisa, ella fue quien me cuidó al morir mi madre, Clarisa murió de veinticinco años, ahora sólo llegamos a los veinte, así que puedo considerarla una leyenda del veinte-veinte. Claro que ella era tan solo una niña cuando todo comenzó, pero gracias a ella (y a los libros que me dejó), es que sé un poco de cómo era el mundo antes, de cómo se vivía con adultos. Claro si le preguntaran a un adulto de aquellos tiempos sobre la capacidad de memoria e inteligencia de un niño, seguramente se reirían a carcajadas; pero quienes fueron niños en ese entonces, cimentaron las bases de nuestra supervivencia actualmente. Clarisa tenía diez años cuando tuvo que hacerse cargo de mí, aunque “hacerse cargo” no suena de todo cierto ¿Qué instinto materno puede despertarse en una pequeña de diez años? Pues para alguien a quien el tiempo era relativo pues en diez años había vivido literalmente en mundos paralelos, alguien que en vez de jugar a la pelota buscaba entre escombros comida y además se hacía cargo de un bebé de dos años, podríamos definir la adultez como el conjunto de experiencias y no de edad, Clarisa era entonces toda una mujer madura. Recuerdo una tarde, días antes de que muriera sola y desesperanzada por las calles a media noche del frío y antiguo Valle de León, la única persona que he considerado hasta entonces mi familia. En lo que los historiadores guanajuatenses llamaban Sierra de lobos. Clarisa, yo y otros niños habíamos llegado después de días de camino; estalactitas y troncos derrumbados, un lago helado de agua dulce y la noche plana, sin estrellas, oscura, rindiéndole culto al nombre de aquel lugar, como una manada de lobos al acecho de carne fresca, nosotros, niños asustados. Clarisa decidió juntar pedazos de madera, ramas y al encontrar un lugar cálido, decidió que pasaríamos la noche frente a una fogata improvisada. Es hasta la fecha, tres años después, que aún recuerdo su potente pero tierna y dulce voz, arrullándonos a todos esos niños asustados. -Sí, hubo un tiempo donde el cielo era azul, a veces gris. Incluso percibías tonos violetas, Violeta, mi hermana mayor, recuerdo el día que combustionó, sus ojos se hincharon como globos. Aunque siendo sincera, sólo conocía el morado-. Uno de los chicos, que tendría unos quince años, se abrazaba así mismo, como si el fuego de la hoguera no fuera lo suficientemente cálido para que entrase en calor o es que algo en la voz trémula de Clarisa lo perturbaba. Cinco formábamos el círculo, Clarisa, yo, el joven miedoso y dos niñas de unos ochos años, rubias, gemelas, o eso supuse al no encontrar diferencia si no es que mi vista me engañaba, estuve a punto de preguntar a Clarisa si ella también veía a esas dos pequeñas, pero algo me decía que no debía interrumpir su relato. Clarisa no implementaba tantos tecnicismos, es pragmática y siempre va al punto, yo sin embargo suelo caer en repetidas ocasiones en florituras y vicios del lenguaje. Yo era quien leía, ella quien actuaba. La extraño más de lo que debería, y no por mero instinto de supervivencia, como ella me enseñó, decía que el cariño y cualquier tipo de apego eran inútiles y las relaciones simplemente debían ayudarte a conseguir alimento o seguridad por las noches. Su mirada se centraba en el ulular de las llamas. –En realidad, nadie sabe qué pasó, yo tenía cinco años cuando el veinte-veinte. Tantatos mató a todos los adultos que conocía, me refiero a mis padres, porque claro, para una niña de cinco años, o al menos para mí, las personas de veinte o treinta eran adultos; es tan gracioso, si ellos estuvieran aquí, serían los niños asustados y temerosos del mañana. El chico miedoso, que ahora parecía más asustado, interrumpió –Vamos, tenemos tres días sin descansar, todo esto es una mierda y siempre que nos detenemos hablas de lo mismo, tengo quince pinches años y durante toda mi vida he luchado por vivir. C, sé que extrañas el mundo de los viejos, antes de esto, pero mañana tendremos que seguir nuestro camino y la neta ya estoy muerto de sueño.- Una de las gemelas exclamó indignada y apuntando al chico. –Dijiste la palabra con m y con pClarisa soltó una risotada y el chico de palabras altisonantes se puso como un tomate. La otra niña, se limitó a meter la mano en un morral que cargaba y sacar una botella de plástico que nos ofreció a todos, bebimos con parsimonia y a los pocos minutos comenzamos a acomodarnos para caer rendidos, cada quien en sus propios sueños. Algo me despertó de súbito, supe que era de madrugada no por el cielo diáfano, siempre sin estrellas, sino por las brasas de la hoguera a punto de extinguirse, ya al blanco vivo. Y además, todos incluyendo a Clarisa seguían profundamente dormidos. Es extraño, ya que antes del veinte-veinte (según los relatos de Clarisa y cuentos y poemas que he leído), el cielo tenía distintas facetas y tonalidades. Hoy por hoy es incoloro, el sol, tapado por nubes de gas inmensas, lo que lo hace casi imposible distinguir el día de la noche. Así que hemos aprendido a distinguir el día de la noche a través de distintos elementos, como el canto de los pájaros, o el crujir de las ramas. Intuí que aún faltaba para ver crecer el amanecer, pero como no pude conciliar el sueño nuevamente, decidí caminar por la sierra, sin alejarme, según yo, demasiado del grupo. El intenso golpe de frío se compaginaba con la humedad del lago, la naturaleza se extiende con parsimonia, ignorándome por completo, concluyendo su ciclo milenario. Si alguna vez hubo paz sobre la tierra antes de la pandemia, fue aquí, en la sierra, tan alejados de aquella maquinaria, de las construcciones enormes que funcionan con combustible fósil. Aquí yace el principio del camino, la vida. He leído bastante sobre botánica, sobre química y biología, sigo sin comprender cómo, con tanto conocimiento y métodos aplicables de forma empírica, los adultos causaron su propia autodestrucción; guerras, economía, egoísmo, muerte. Quizá simplemente buscaban sobrevivir, pero ¿a qué? Lo tenían todo, domino total de sus ser, dominio total sobre la naturaleza y aun así buscaban más. Trato de darle estructura a mis pensamientos, más que nada es una curiosidad sobre quienes pisaron la tierra antes que nosotros, antes de este evento catastrófico. También he leído muchísima historia, quizá esa sea la razón principal por la que he decidido tomar el rol de cronista respecto a este nuevo mundo. Si quiero crear un relato fiel de lo acontecido, debo separar mis emociones de la realidad, o al menos de eso se jactan los tratados deterministas que he leído ¿Por qué debería luchar con lo que siento para llegar a un resultado fidedigno? En una investigación, ser objetivo, imparcial. Pero si precisamente la deshumanización de lo humano, fue lo que llevó a mi especie a imponer su dominio sobre la naturaleza, y para cuando se dieron cuenta de esto fue demasiado tarde, los gobiernos colapsaron, el agua escaseaba, y la ciencia no pudo controlar, predecir, ni explicar un virus que parecía no tener sentido lógico. Una fuerza maligna que causaba combustión espontánea a adultos mayores y poco a poco fue expandiendo su rango de edad. Que tan diferente somos, niños, adolescentes, que luchamos día a día por sobrevivir en la incertidumbre. Me gusta pensar que soy especial, al igual que Clarisa y los otros chicos, que sobrevivimos por nuestra capacidad y nuestros deseos de continuar, pues cuando presencias la muerte de forma directa, comienzas a apreciar más la vida y sus placeres, porque ver a alguien que te importa morir, te recuerda que no importa que tan inteligente, ágil o bello seas, tarde o temprano te llegara el abrazo del fin. Y es que me pongo a pensar en los adultos del mundo viejo, que lo tenían todo, eran superficiales, egoístas, sin respeto por la muerte, tal vez si hubieran tenido un poco de empatía (leí sobre eso en un libro académico sobre ética cuando buscábamos provisiones en una escuela abandonada), tal vez hubieran estado preparados para el desastre, algo que ni la ciencia pudo contener. Rio para mis adentros al pensar que quizá los adultos de esa época se hubieran burlado de mí, llamándome “iluso” o “soñador”, pero la cruda realidad es que ahora todos están muertos y pronto lo estaré yo también. Rocas, troncos quemados y destrozados, insectos, algunos pequeños y curiosos, otros menos amistosos, como alacranes. Qué curioso, Clarisa me dijo que ese tipo de animalitos suelen abundar en tiempos de calor. Hace un frío de la chingada y he visto por lo menos cuatro alacranes en lo que va de mi caminata. Los niños de este tiempo ni siquiera saben lo que son las estaciones del año, algunos solamente tiran palabras al aire que escucharon de los más grandes que han sobrevivido. Me produce un conflicto interno saber lo que sé, quizá ya estaba escrito que Clarisa me encontrara, que despertara en mí un gusto precoz por la lectura y la historia. Intuyo que está a punto de amanecer; el cielo diáfano, como una balada de media noche, se mantiene siempre inerte, como nublado, parece que siempre hubiera sol pero este se escondiera tras inexplicables nubes de gas. No tenemos la menor idea si esto ocurre en todo el mundo, ya que el veinte-veinte, todas las redes de telecomunicaciones cayeron. Sin ondas electromagnéticas, al parecer. Hablo de esta forma tan precaria, porque como he venido diciendo, nadie sabe en realidad lo que sucedió: no hay adultos, no hay celulares, televisión, radio, incluso los medios de transporte dejaron de funcionar, lo que me lleva a pensar de nuevo en las ondas electromagnéticas. Hace tres años, en la sierra, con Clarisa y los demás, cuando deambulaba solo mientras mis compañeros descansaban, sucedió algo que al igual que todo lo que he narrado, parecería inverosímil, pero aquí estoy, escribiéndolo, y más aún extraño sería que haya alguien leyendo. Como si estuviera dentro de un sueño, desperté, sentí algo latir más allá de mí mismo, no sólo era mi corazón arrítmico, era como si todo el paisaje retumbara en una melodía siniestra, el cielo sin estrellas, el árido pastizal, la ciudad de los árboles muertos. Una descarga de epinefrina, probablemente estaba sufriendo un ataque cardiaco; con problemas del corazón, vaya que hubiera sido una noticia en el mundo de los viejos. Entonces una pantera negra apareció delante de mí, quizá a unos quince o veinte metros, pero el cruce fisiológico y cognitivo (por no llamarlo metafísico), de lo que experimentaba en ese instante, me llevaron a creer que el animal respiraba en mi cuello, que nos enfrentábamos cara a cara. Según un libro que Clarisa me dio, sobre especies que habitan el país, jamás había habido avistamientos de dicha criatura por estas tierras. Tuve esto muy presente cuando regresé al campamento cohibido por el miedo y la intriga, ya que nunca mencioné una sola palabra a Clarisa ni al resto. La razón por la que considero trascendental este suceso, es porque podría considerarse parte de la nueva historia, a mi parecer, con o sin criterio objetivo, sucesos que precedieron al veinte-veinte, podrían catalogarse de imposibles e incluso ridículos, que atentan contra las leyes físicas, empíricamente comprobadas. Como aquella ocasión en que una de las gemelas del grupo me mostró cómo manipular objetos con la mente. Esto por supuesto tampoco lo comenté con Clarisa. Carlos, el chico obstinado y yo, fuimos los únicos testigos de este suceso, él desapareció al día siguiente así que nadie más sabe lo que ocurrió. La cosa fue así, habíamos encontrado una pequeña cabaña en el bosque, donde habíamos decidido pasar la noche, quizá hasta una semana entera, tuvimos la suerte de encontrar comida enlatada en las alacenas de la casa, pero agua era lo que no teníamos. Clarisa y la gemela se dispusieron a emprender una pequeña expedición en busca de agua, mientras Carlos, Cristal (la otra gemela) y yo, cuidaríamos de nuestro hogar provisional. Habíamos acordado que sería más seguro que no se alejaran demasiado de la cabaña, así que si no encontraban un pozo o un milagro cerca del lugar, regresarían y pese a habernos ya instalado, abandonaríamos la casa todos juntos. Bien Clarisa y Gema partieron esa tarde. Carlos contaba la comida de las alacenas, yo exploraba la casa sin razón concreta, y la pequeña cristal, tumbada en un catre grisáceo, jugaba con una ramita seca que había recogido en el camino. Al ver que la casa era segura, me senté a un lado del catre donde se hallaba la pequeña Cristal. -¿Qué haces?- le pregunté, casi sin interés, ya que en mi cabeza sólo tenía la idea de pasar una noche segura, y de que Clarisa volviera pronto con buenas noticias. -Juego con esta ramita, me ha dicho que está cansada de ser tan pesada, de no poder ir de allá para acá libremente. Dejé de prestarle atención por un instante y me disponía a acostarme en el húmedo suelo de la caballa, para ver si podía conciliar el sueño, o simplemente dar una pestañeada, cuando escuché a Carlos dar un grito de asombro, aunque al analizarlo, era miedo lo que percibía en su voz. -¡NO MAMES! Al volverme vi a Cristal entornando sus manos la izquierda por debajo y la derecha arriba, como quien está apunto de aplaudir, en un gesto vertical, dejando un gran espacio entre sus manos, donde la rama seca flotaba con parsimonia. Carlos pasó su mano por el espacio libre entre la rama y las manos de Cristal, como para cerciorarse de que no hubiera algún cable o hilo que sostuviera la rama. -¿Cómo es que lo haces Cris?- le pregunté, al tiempo que sentía cómo mi corazón se aceleraba de forma incontrolada. -Escucho a los objetos, ellos me hablan, me piden cosas. Esta ramita estaba muy cansada de no poder moverse, así que la ayudé. Carlos y yo cruzamos miradas estupefactas, entonces al chico obstinado se le ocurrió seguir con aquella locura. -¿Qué más te dicen los objetos eh? -Las paredes de madera, de esta casa, truenan muy feo, me dicen que tienen… miedo
La Cantina
-La mejor parte de abusar de tus medicamentos psiquiátricos, es que nunca sabes cuándo vas a tocar fondo- me decía Aly fumando el último cigarro de la noche con prisa, la cajetilla de Baronet rojos desaparecía de sus manos, que buscaban la bolsa de basura más cercana.
-Es muy fácil convencer a los cerdos idiotas que dirigen La Cantina. Como sea, todos ahí dentro tienen sus vicios extraños. Sobre todo, a los flacuchos de cocina y los camilleros que siempre están todos ojerosos-
Habían pasado tres meses desde que dieron de alta a Aly de la clínica de rehabilitación. Ella acostumbraba a llamarla la cantina. Pasó todo un año ahí adentro, lógicamente sus padres se habían encargado de que ninguna de mis cartas llegara a la cantina, y no porque creyeran realmente lo que Aguirre (el director de la clínica) les había presentado como “relación simbióticamente enferma”, ni por nuestros aparentes problemas de adicción. Los padres de Aly tomaron la decisión de separarse unos días antes de su cumpleaños número diecisiete. Cuando su padre la llevó a cenar para contarle lo que sucedía en la familia, Aly se metió en el baño del restaurante una mezcla explosiva de benzodiacepinas con analgésicos triturados en una especie de cocaína profana. En los días siguientes sus padres pusieron una pausa efímera a sus discusiones, pero pronto regresaron en la esférica forma de la culpa: que si tú mamá tienes la responsabilidad de que tu hija sea una drogadicta por tu falta de atención. Que si tú papá nunca estas en casa y cuando estas te la pasas sentado en el sillón bebiendo.
Y ahora estábamos aquí de nuevo. Unos amigos de fiesta (que conocimos antes del internamiento de Aly) nos habían invitado a la celebración de su graduación en la casa de a lado. Llevábamos dos años viviendo juntas en un departamento compartido con estudiantes de la universidad estatal. A pesar de todo el tiempo de nuestra relación circular, cada vez que nos reuníamos con viejos amigos, nos reconocían como la pareja trágica.
La música grupera tan discorde con la tira de luces led que poblaba la sala de la casa y los más simples jugando al BearPong. Es la primera vez que vamos a una fiesta desde el internamiento de Aly. Algunas vocecitas susurraban entre risas “mira ¿qué no ella estaba anexada? Y siguen juntas esas locas”.
A pesar del sobresalto, Aly seguía enfrascada en su punto, mirándome con ojos huecos mientras un chico alto, con un sombrero negro y votas de serpiente (Aly se burla de mí al llamarlo el Gótico Buchón), nos sirve de las aguas locas en unos vasos de unicel que ya habían sido utilizados y enjuagados para su uso. Después de dos años de vivir juntas había sustituido el “amor” por Regina. Yo acostumbré a llamarla Aleta.
-Lo que quiero decirte Regina es que todos en la cantina son unos adictos, incluso los que ayudan a los adictos. Y para poder sobrellevar los tuyos, tienes que encontrar la forma de “ayudar al prójimo” ¿Sí me entiendes?
Asentí, aunque sabía el efecto que tiene el alcohol y sus palabras confusas en mí. Porque yo misma pasé por las viejas y rugosas manos de algún psiquiatra curioso. Aunque nunca fui internada en una clínica, por intervención de mis padres sobreprotectores. Las influencias de mi familia los salvaron de una demanda estatal por una hija con rasgos psicopáticos y nunca ser atendida. Negligencia le llamaron los de servicio social. Y como yo tenía dieciséis en ese tiempo, no podía hacer mucho al respeto. Aunque en ocasiones rezaba para que mis padres me internaran o buscaran ayuda para mí. Nunca fui religiosa pero el padre Judas me hacía pagar penitencia cada domingo.
La amé porque era mi crisis, como cada viernes volver a beber hasta provocarnos experiencias desagradables; en todo momento de irregularidad y exposición a la incertidumbre.
Nunca medimos el grado de codependencia con un bastón de caramelo. Pero con dulces navideños soñaba cuando Aly iniciaba sus diálogos en lo imposible, nuestro estado más vulnerable.
No pude avanzar en nuestra escritura, el golpe racional nos separó; vi a tus amigos y simpatizantes, fumando en una esquina cualquiera entre la Juárez y la Justo Sierra. Recuerdo la cantina, no tu cantina, sino en aquella donde compramos los 5 litros de pulque cien pesos. Nuestras infancias turbias nos siguieron a la ciudad sin guerra, la ciudad del silencio y el cuero de los adictos, catedrales de la culpa.
Me llaman Regina Solitaria y quienes salen de los apretujados bares de la Madero me piden que les cante La Llorona. A veces escribo en las servilletas de los puestos de tacos de perro. No soy homeless, aunque muches lo piensan. Ahora la ciudad es un lugar seguro para quienes sueñan. Dejo las servilletas en las bancas de la plaza Expiatorio, a veces claras, otras ininteligibles, siempre llenas de tachones y faltas de ortografía, aunque yo me enfocaba en una escritura diferente en la cual sólo les neurodivergentes encontraras paz.
Encripté tu nombre y el tres sagrado en aquellas servilletas que el viento alejaba de la plaza y terminaban en lugares aleatorios, la copa de un árbol, los balcones oxidados en el Valle de León o incluso en tiendas de ropa en el centro.
Grito e insisto en cada servilleta que no te amo, grito a la estrella de nuestro año nuevo juntas. Termina la canción y regreso a la fiesta con los vecinos. La música de banda se acabó y escucho Dear María Cut Me In, quienes están en la fiesta nos ven raro y nosotras reímos a carcajada. Somos la pareja trágica de la fiesta.
El viejo en el baúl
Sostenía una pipa de caoba, dando la imagen de un viejo intelectual o un científico soberbio de la mente, sentado en ninguna parte, paseando sus dedos de manera simultánea sus libros de tapa dura y hojas amarillentas por el inconcebible concepto arcaico de lo que las leyes físicas cuantifican como tiempo. Contemplo la imagen en tiempo presente; un viejo bibliotecario que ha perdido la vista. Habita en un universo sin personas, conocido como el lugar de los hombres sin tiempo.
Mis huesos sienten el peso de los años y mi columna se dobla constantemente. Ahora fumo faros, cigarros sin filtro y bebo de un café tan quemado que he perdido sensibilidad al sentido del gusto. Las tardes pasan casi siempre del mismo modo y me sumerjo en la imagen de aquel sabio bajo las hojas de ningún lugar. Está dentro de un baúl enorme en el comedor de mi casa, pues es ahí donde habita. El anciano escritor se oculta de la vista de los curiosos, pues nadie se atreve a acercarse a ese enorme compartimento de madera, con detalles metálicos oxidados, que reduce drásticamente el espacio sagrado de los alimentos, junto con el piano vertical y la barra de azulejos blancos con sus respectivos bancos.
El anciano tiene una forma particular de abstraer sus propios conceptos, dando un amplio espectro a sus procesos cognitivos, eso es lo que le permite vivir en un espacio que por lo común se consideraría inhabitable.
Dentro del baúl, fuma de su pipa y se sienta frente a la vieja Olivetti de mi abuelo, la cual mi padre lleva 5 años buscando y dio por desaparecida. Escribe unas doce cuartillas y las marcas en la piel florecen como tatuajes tribales imposibles. El cielo tiembla sobre los pulmones de la tierra; el viejo escribe y traduce el universo. Así el proceso dura mil años dentro del baúl, mientras yo en el piano improviso algunos acordes partiendo de un do sostenido menor, una atmósfera lúgubre a lo Beethoven.
Cuando el anciano muera, un escribano joven lo remplazará, y cuando este muera, otro, y otro más. O puede que nunca suceda y el texto del universo dentro del baúl termine sin punto final.
Pienso en aquel anciano escribiendo, anhelando salir del exilio, pero ¿por qué lo haría? Sigo sentado al piando, desviando la vista hacia el vacío de las notas, ya no me perturba el baúl. No me atrevo a levantarme del banco ni dejar de tocar improvisaciones banales.
Pienso o no en el baúl, me sumerjo o no en las notas dispersas, cuando de pronto aquel ente que es mi psique, recurre a la disociación; así pues me veo en un sueño, dentro de la oscuridad nocturna que emite desde el umbral de la ventana en el abarrotado comedor de mi casa.
Por fin el silencio me aborda y el canto de los grillos invisibles me incita a dejar el piano. Me llevo una increíble sorpresa al abrir el viejo baúl, y toda la habitación se ilumina de colores imposibles. Creo experimentar a través de mis precarios sentidos mundanos el balance de lo infinito. Ahora soy un anciano que fuma de su pipa caoba y escribe en una vieja Olivetti. De la noche en que abrí el baúl, han pasado mil años, y aún no llega el amanecer dentro de este universo de madera, con detalles metálicos. Poco a poco, he comenzado a asumir mi labor como escriba, y cuando termine de implementar mi estilo, otros seguirán con la meta-escritura dentro del baúl. Me toca ahora ser testigo de cada error humano, de cada cambio fenomenológico habido y por haber y dictar las bases de los principios ontológicos. Cada pandemia, cataclismo y actos de corrupción que terminan en catástrofe. Hay una pecera al borde de mi escritorio, en ella todo el océano sangrante escupe criaturas anunciadas, desde leviatanes, hasta dioses olvidados.
Todo lo que se encuentra dentro del baúl, pasará al siguiente condenado a vivir en su interior. Me encuentro en mi último suspiro y con la misma rectitud que quien me precedió dejaré todos los libros y dudas al próximo. “Recuerda –me dijo el anterior escriba–, el último método para burlarse de la tragedia, el fin, y dar un salto eterno sobre el abismo sin caer en él, es escribiendo ficción.”
Así termino el legado de mil años que me tocó, escribo ficción…
Escribo ficción
Solté palabras al aire, como en un bucle de tiempo, lo que es un tobogán sin final por donde se deslizan mis emociones en picada, lentamente y sin espasmos. A veces abuso de las florituras, rozando tus mejillas hinchadas. El color crema de las paredes que se extiende hasta el infinito de donde cuelga el foco fundido. Un cuadro al óleo gris, nos ofrece un árbol sin hojas, de las ramas crecen luces de navidad como las que adornan las casas de los ricos y un tronco de oro, apenas me muerdo las uñas al saborear los pincelazos violentos, grisáceos, extenuantes de vida y vacíos al mismo tiempo. La ventana, con aquella cortina igualmente gris encierra nuestra demencia en ascenso.
Alguna vez describí una habitación sin tiempo, en un sueño o un poema sin versos apagados y desorientados. Esa sensación de un nuevo comienzo al verte leer esa revista de chismes que tanto te gusta y poniendo a todo volumen la bocina con canciones cuyas letras no entendía por perderme en cada uno de tus tatuajes, el negro de la tinta a través de la epidermis y las flores de otoño. No trato de empatizar con tus sentimientos de septiembre. Una pandemia, más que eso, la puerta trasera a aquella habitación. Pero bien sabes que escribo sin merito, sin ese afán perdido de recompensa por el cual me pedías inmortalizarnos a besos. Escribo ficción porque no te amo, como lo he repetido dentro de mis pensamientos cada que remonto a aquella habitación perdida. Tampoco, realizo la tediosa y ególatra actividad de edición, porque a través de tus ojos verdes, me he dado cuenta en esta habitación, plagada de tus dibujos a lápiz, que nadie baila a tu lado; no necesitas a nadie a tu lado y eso me emociona. Hemos dejado a un lado la meritocracia infantil de nuestros predecesores. Hay un tercero, cuyo nombre de seis letras (igual al tuyo), utilizo para mis anagramas mentales. Jamás podré explicarme la verdadera relación simbiótica que desatamos en tu departamento. Incluso, podría escribirles, mis almas gemelas, sin romantizar la parafernalia ontológica que me desata esta relación. Alma tripartita separada del mundo físico. Una mujer y dos hombres, sin prejuicios morales, a veces perdidos por nuestros propios constructos, estructuras y esquemas.
El lobo en la pared, me ha perseguido una cantidad considerable de veces, en sueños y durante la contemplación de mis acciones a futuro. Es un poster de unos 90×60 centímetros, pegado en la puerta. La habitación no es como la recuerdo hace un año, porque siendo honesto nunca
he estado en esta habitación. Sin embargo el vaso de cristal, con un par de cubos de hielo y tequila, fungen como una lupa a través del espacio metafísico, y me trasporta con ustedes, mis guías del universo. No puedo, y trato de no permitirme, usar los lentes de la nostalgia al evocar sus sonrisas sobre la fogata de año nuevo, en ese piso de arriba, al aire libre. Bebiendo y fumando con personas igualmente increíbles, que almacenan en sus cuerpos mundos paralelos de distinta índole. Tú mujer de ojos verdes, nombre igualmente de seis letras, te veo tan auténtica como cuando salías de tu departamento resplandeciente de oscuridad. Tú hombre de seis letras, rebelde de los años, nunca te importo lo que la banda hablara de ti. En esta habitación, me cuesta pensar que vivimos juntos tantos momentos y sin embargo ausentes, aunque ninguna sustancia psicoactiva se compara a nuestras visitas al más allá, por más que lo intentáramos. Nunca entenderé los misterios del género epistolar y por ende jamás seré capaz de escribirles una carta de despedida. Pero, este domingo, lejos de mi ciudad, lejos de mi familia; estoy en una habitación que trasciende el tiempo, como ya lo he escrito tantas veces desde el inconsciente, escribo ficción, y no como un intento de consagrar las noches contigo, con ellos, en la capital del calzado, el amor verde de un león abusado, golpeado, minimizado, pero jamás domesticado. Las iglesias del mañana y los clubes nocturnos. Escribo, esta tarde, desde el estado de Querétaro, con la presencia de dualidad a flor de piel. Al cambiar de ciudad, de estado, aun panorama más amplio de la realidad actual me aborda; la presencia del individuo, la importancia de la liberación y un nuevo amanecer. Contemplamos juntos un año de cambios radicales, no culpo al destino sino a las circunstancias, el hedonismo radical, es nuestra práctica constante, sin embargo, el mundo se desmorona.
Veinte-veinte
El Portador
No puedo evitar sentarme a escribir evocando el humo que desprenden tus labios, con cada bocanada a ese cigarro que dura toda la mañana. Tus dientes perfectos, la sonrisa predestinada, fumas todos los días y aun así conservas esa frescura inocente, ese sueño adolescente. Tu habitación plagada de luces neón que cambian constantemente como mis emociones, y el sonido que produce mi estómago, ácido y fluido, tendidos entre tus sábanas moradas. Es onírico y tan presente que crea una confusión hipocámpica, dentro de cada esquema que me formo de ti. Mis manos deslizándose por tus senos acopados, la calidez de tu cabello corto, el brillo de tus tatuajes en mis ojos. Lo opuesto al amor es la indiferencia, y es ese cuadro esquemático, al poner aquella canción de The Lumineers en tu celular. Sigo atrapado entre las luces tubulares que alguna vez colgaban en el techo de tu habitación; los bordes en las paredes que nos parecen tan graciosos cuando los observamos simultáneamente y me besabas. No estoy enamorado, nunca lo estuve, y tú tampoco, porque cada vez que encendías otro cigarro opacabas el aire cargado de emociones dispersas, y eso estuvo bien por dos veces. ¿Cuántas veces nos vimos sin siquiera cruzar una mirada? Sin embargo esa noche decembrina sí compartí tu almohada, recorrimos la cama, sin una sola palabra de amor, sin entrelazar nuestras manos, al menos de noche, no le dimos ese goce a la oscuridad. Pero el día trae resaca, y yo apenas podía caminar unos metros hasta el baño y regresar a tu habitación, con el sol escupiendo cínicamente su resplandor por tu ventana, como si tu piel porcelana no fuera lo suficientemente intensa para penetrar en mi cabeza e intensificar la resaca.
Si no sentí nada aquella noche, creo que nunca sentí nada en toda mi vida. Claro que he amado, he amado de verdad, he entregado amaneceres sin siquiera intercambiar nombres, a quién le darías ese poder. A nadie, porque a ti nunca te podré amar como amo el aroma de un marlboro rojo por la mañana, esa presencia masculina que aminora el ansiedad de forma engañosa, no como estos besos acartonados de domingo. ¿Qué día es? Realmente tu piel alteró mi percepción, o simplemente había llegad predispuesto a perder mi realidad. El sol nunca tocó tu ventana; atesoré por semanas el sonido de tus tacones al bajar por las escaleras del departamento y correr saltarina hacia la tienda, un par de botellas de agua y otra cajetilla de cigarros. Presente, cada cigarro, cada desviación de la etapa oral, en distinta escala. Es curioso como la precepción es un dios sádico y engañoso. Quisiera preguntarte cómo viviste esa mañana, ¡CLARO QUE NO ES AMOR MALDITA SEA! Todo lo contrario, me engaño al creer que una fuerza superior a mí me llevó hasta tu departamento por segunda vez. Es increíble cómo el sufrimiento transforma en fortaleza hipócrita las memorias. “Nadie le gana al destino”, una canción de Alex Soto, una que seguramente no te gustaría, pues no tiene nada que ver con tu personalidad. ¿Entonces que nos llevó a despertar juntos una vez más? Trato de decidir qué es lo que más odio de ti, el hecho de haberte conocido, puesto que nada tengo que ver contigo, no te conozco, no conozco tus delirios de grandeza, y no te amo como la primera vez que leí un texto de Cortázar. Esas luces cambiantes, no pueden ser el reflejo de tu interior, sino el mío, que te visualiza, desnuda, cada uno de tus tatuajes, tus piernas verticales. ¿Qué acaso no conocía suficiente los placeres del sexo opuesto? Incluso aquellas tardes de experiencias homosexuales donde el éxtasis se tornaba primigenio. Probé la muerte, seguiré fumando hasta terminar con este esquema de amor gótico. Voy a inmortalizarte para mí mismo, porque tu arte lo vale, porque no te amo como la amo a ella, o como amé a aquel hombre que me fotografió con ropa de mujer, triste y desolado, buscando el éxtasis de la plenitud. Todo, que sucede en un año sin precedentes, el apocalíptico veinte-veinte.
El aislamiento social, nunca nos detuvo, para mirar más allá de nosotros, quisiera congelar este año de mierda, para decirte una y otra vez que no te amo. Te irás, vas a largarte del país, “sáquenme de Latinoamérica”. No odio el hecho de que te vayas y no volverte a ver jamás, odio que no estarás aquí para decirte lo mucho que no te amo, lo mucho que te odio por no poder amarte. Y es que a cuando llega el momento de encender otro cigarro, pienso que al terminar la última bocanada de humo podré despertar de nuevo con tu piel porcelana en mi pecho, pero no quiero hacerlo, y escupo, del asco que me provoca mirarte; porque cada que te veo, veo lo mucho que amé alguna vez en el pasado, y mi incapacidad de hacerlo en este momento. Pasaré lo último que queda de este año de mierda contigo, con ellos, con todas esas sombras que odio porque me permiten verme a mí mismo. Estamos muriendo, como muere el año, como muere la gente adulta, como mueren los enfermos de coronavirus. Si en el 21, la vacuna comienza a salvar vidas, no quisiera estar ahí para verlo, el planeta agoniza y yo sólo espero que en el infierno pueda tocarte una vez más y volver a decirte lo mucho que te odio.
«En 2020, las mujeres han desmentido a Nietzsche cuando escribió ‘En tanto que los hombres tienen ideales, las mujeres sólo tienen ilusiones.»
Y si bien el hartazgo de la opresión, ha creado en aquellas chicas adolescentes (que se tiñen el cabello de colores fantasía y dejan entrever a los hombres que el crecimiento de su vello corporal, es símbolo intrínseco de la naturaleza), una ilusión utópica. Las mujeres del nuevo milenio estás dispuestas a morir por sus hermanas -lazos fraternos más allá de la sangre-. La soledad del mexicano está a punto de romperse y la fuerza femenina es sólo el comienzo. Somos los hijos de violaciones a indígenas ‘hijos de la chingada’ (Octavio Paz). Descendientes de la brutalidad.»
¿Dónde quedó el amor?
Espectro de híper-racionalidad
El calendario marca primero de abril, otorgo calma a mis pensamientos y aquella danza turbia que surge sin estilo propio, el paquete de cigarros que he comprado hace unas horas ¿Tanto he fumado? No contemplo la ignorancia de una tarde más bien perdida, y con esto no pretendo plasmar las actividades cotidianas y englobarlas en una nada ontológica. Sin embargo puedo procesar casi sin desearlo (de hecho no quiero hacerlo), que una fuerza mayor me imposibilita medir el peso de mis recuerdos, – ¿Existen? ¿Hay algo fuera de texto?–; quiero decir que una traducción errónea plagada de sesgos cognitivos, mis propios sesgos e introyectos, todo vicio de lenguaje y mala praxis – ¿importa?-.
Unas paredes blancas, rugosas, rugosas y blancas, ¿puede lo tangible ser un pleonasmo en sí mismo? Ahora me pregunto directamente, el hielo se deshace, el vaso de cristal no, – ¿Eso es cierto?-, pero el amargo liquido reduce su peso en este plano relativo. Soy tan real como el alcohol que ya no está en este vaso, más allá de mi nombre, o lo que hago constantemente – ¿Qué hago?¿Qué soy a través de este vaso, o de estas paredes? –. Caigo lentamente en la nada; puedo caer entonces ¿O es que la nada ya dejo de ser? Invertí demasiado tiempo entonces, tardes de marzo, leyendo, visitando, viéndolos a ellos. No sólo mis lecturas apasionadas, sobre lógica aristotélica y demás textos académicos, inflados, elegantes, pedantes. Sin embargo, recuerdo claramente el principio metafísico de Anaximandro. ¿Cuántas veces no entregamos saberes sin abrir nuestras bocas? Muñeca de ojos verdes, fácil acceso al infierno. Mi quinto en discordia, el más allá de este más acá ¿Sabré de lo que hablo cuando estoy junto a ti? ¿Sabré pensar cuando nos enraizamos en una dialéctica que no comprendemos? Nos sentamos tantas noches, ya no puedo cuantificar como fantasía personal nuestros encuentros prolongados, en tu cuarto, en tu sala, la música, el espejo alargado, el gris, las olas en el techo. ¿Hace un año? Más bien iniciando septiembre ¿Los primeros cinco días?
Encuentro un sentido creativo en disociarme, claro que no lo aprendimos juntos, pero hemos perfeccionado la técnica. Cada que fingimos besarnos, formulo a su vez un estado catártico llamado alienación cultural: esto sucede cuando te escucho cantar en inglés, te sigo con una sonrisa no menos perdida, y saboreamos cada pieza, como si comprendiera qué sucede.
¿Cómo partimos de esta esquizofrenia natural? Mayéutica mal intencionada, mera justificación de nuestros encuentros imprecisos. Por eso leo, por eso me pierdo en este contexto. ¿Tú querida, haces lo mismo cuando cantas en varios idiomas? ¿Hace un año? No, nos conocimos en plena peste, ¿Septiembre dijimos? Nos valió madres la cuarentena, el aislamiento social ¿Te hubiera conocido de no ser por esta enfermedad? ¿Lo hubiera conocido a él? ¿Ella, ellos, todos nosotros en un mismo lugar, sabiendo que lo “correcto era nunca haber estado juntos?
Mi falta de expresión artística nos lleva a un ciclo vicioso, irracional, a su vez, tan emotiva. La conexión espiritual, incluso material (tal como Tales de Mileto se expresaba del agua, como origen), peligra, se extingue ¿Por eso ese afán de vernos todos en tu departamento? Si esta peste no es más que un mero grito de auxilio de un plano fenomenológico llevado a su agonía por un pensamiento híper-racional, el movimiento acelerado. DATOS, DATOS, MÁS DATOS. La nueva cuantificación del valor de las “cosas”, un exceso de información que colapsó en pánico. ¿No era esa nuestra manera de escapar de esta nueva normalidad? ¿Cuántas veces veíamos el celular cuando nos reuníamos? ¿Nos preocupaban las horas, los minutos, los likes en Facebook? Nuestro acto de rebeldía nos hizo parte del algoritmo, la música, los silencios hasta el tope de nuestras cabezas. Fuimos nosotros quienes destapamos la caja de Pandora, los tres. ¿Por qué limitarnos por nuestros nombres? Si como fuimos él, tú y yo, pudieron haber sido otros, de hecho fueron otros, y así siguen siendo, actuando en nuestros pasos, confundimos hacer con entender. Nuestros ejercicios de cuestionamiento siempre nos dejaron en las mismas ¿Acaso si hubiéramos aprendido algo estaría aquí escribiendo ya no desde el recuerdo sino desde el mero acto frenético de escribir? No me mal entiendan, puesto que al igual que todos, me encuentro condicionado a las estructuras lógicas de cada uno de los procesos cognitivos que ahora no comprendo. ¿Por qué ese afán de individualidad? Fuimos tres, y al mismo tiempo fuimos tantos, al igual que los días y noches no expresadas; nuestro supuesto ser individual.
Parto de la premisa interesantísima de mis esquizofrenia natural (que el concepto no sea malinterpretado con la literatura psiquiátrica hacia un ente patológico debido a diversas variables puestas a su etiología psicodiagnóstica), sino a mi principio –sólo mío–, de disociación como acto de rebeldía a los supuestos binarios en las ya mencionadas estructuras lógicas.
Esto bajo un supuesto de que existe ya un nuevo orden en esta sociedad caótica post-pandemia. Mi esquema de alma tripartita (no se tome esto como una hipótesis de ningún tipo), nace y muere constantemente. Esto es un poco como escuchar una obra repetitiva de Erick Satie. Minimalismo cognitivo en su máxima. Reproducir un video tras otro en youtube, tik tok, Facebook. Pensar demasiado es no pensar ¿Buen momento para hablar de Ouroboros? Reproducir un video tras otro en youtube, tik tok, Facebook…
María
Aún hoy, tantos años después de la búsqueda incansable de una ciudad perdida “Dragüt”, sigo despierto de madrugada, contando historias entre días nublados, todos los relatos de aquellos tiempos se acumulan sin causa a mi consciencia. Todos mis caminos posibles siguen almacenados en una especie de arcoíris gris; hace tiempo que oigo su voz dictando penitencia, no más que las letras suspendidas de esas canciones que nos emocionaban en esas noches de búsqueda. A la par de la penumbra entre las luces de la ciudad (vaya contradicción, en una ciudad tan iluminada, la oscuridad es progresiva), nuestras voces se proyectan en paredes de concreto; sonidos guturales entrecruzados por el humo de nuestros cigarros ¿Qué cigarros comprabas en aquel entonces? ¿Chesterfield? ¿A caso eran Montana? Hablando de días extraños, me aborda el día que estuvimos sentados al borde de tu cama, contemplando las luces neón que colgaban de tu repisa. Dejaste en una ocasión tu ventana abierta y el contenido del cenicero en el suelo de tu habitación, matizó el ambiente en un gris de nostalgia. Fue en tu departamento donde tomé consciencia sobre el crescendo agresivo de la violenta atmósfera que presenta la sinfonía anacrónica de nuestros encuentros. Ya no en tu cuarto, si no las noches también en que recorrimos la ciudad como dos locos sin ambición. Contemplamos el fin de una especie con el estoicismo que nos daba cada trago de ron que bebimos juntos. Así pues, todas esas noches el hartazgo transmutaba a espasmos turbulentos de nuestras sombras danzantes, que fuman, ríen y cantan. Desde tu celular, haz puesto “Dear María cut me in”. Mi cabeza está dividida por la botella de ron que acabamos entre los dos, como si no hubiera límites. Me limito a describir el universo sin eufemismos, ni tampoco la vergüenza previa de caer en lo irracional. Tus ojos verdes atraviesan todos mis conceptos preestablecidos; y cantas y fumas, y ves tu celular buscando cualquier otra canción. Entonces me repito vagamente, viéndote actuar: “fue sólo un beso”. ¿Por qué he llegado a ese pensamiento? Regreso al momento y me percato que has puesto “Mr. Brightside” de The Killers, y prosigo “fue sólo un beso.”
Me siento atrapado en esa interfaz que comenzó a describirlo todo; recuerdos de noches como esa y muchas otras. Maldito Jean-Paul ¿Nos equivocamos acaso en la existencia? En el caso de nuestras citas, el alcohol como esencia; siempre sumergidos en la tormenta de haber bebido toda la noche. Las marcas en nuestros cuerpos, aquellas que nunca conocimos el uno del otro. Fuimos extraños; todo suena mejor de madrugada, incluso nuestra ausencia de espíritu por el alcohol ¿Racionales o emocionales? Y me viene de nuevo la primera canción que pusiste, la canto en voz baja para que no puedas escucharme: “There’s a story att the bottom of this bottle. And i’m the pen”. Entre movimientos bruscos y caricias pausadas, un último beso.
Después de eso, no volví a comprar cigarros, hasta esta noche…
Montana
Una esfera de plástico subyace de la coladera a contra esquina de la calle 20 de enero. Estoy parado bajo una farola que apenas alumbra mis manos. No me parece una buena hora para estar parado como si nada fumando un Montana. Cuenta la leyenda que la llorona tiró los cuerpos de sus hijos aquí en el mero malecón del río. Camino sin prisa por el bulevar López Mateos dejando colillas a mi paso, voy al parque Hidalgo, en busca de un aire nostálgico, frente al parque, de lado que da a la calle Francia, observo el viejo edificio blanco donde pasé mis años de preparatoria, antes de irme a la Ciudad de México por seis meses. ¿Cómo llegué de la 20 de Enero hasta el viejo edificio del Colegio Patria? Ni siquiera me atrevo a mirar el móvil, y no por miedo a que pasara alguien en una italika amenazándome con una pistola (o podría incluso ser un cuchillo cebollero), y me arrancara el celular por las malas. Frustración: me molesta este proceso efímero, tan irracional. Me doy cuenta que ni siquiera puedo dejarlo fluir con el estoicismo tan característico de estar frente a las puertas de mi viejo instituto. Encontrarme aquí de nuevo, es símbolo de la mala praxis de conceptualizar. El árbol a un costado del edificio entona mis anhelos de hace años, cuando salía a fumar cigarros después de clases, los comprábamos en la tiendita de abarrotes frente al parque. Ese árbol, me hace contar las hojas ya amarillentas que habitan el asfalto –un árbol entre el asfalto–; una, dos, tres…
Puedo sentir el proceso de fotosíntesis poblando la atmósfera. Sé lo que es la fotosíntesis, pero si me lo preguntas, entonces no lo sé. Es exactamente como la esfera que vi en la coladera ¿cuánto ha pasado, una hora?
Las hojas golpean el silencio ¿Las escucho? Evoco la imagen de hace un rato, la esfera de plástico expandiéndose, me produce una especie de asco retroceder con la mente a ese momento específico. El cielo está completamente despejado y no puedo visualizar ninguna estrella, sólo las luces de la ciudad me traen un poco de calma. ¿Deben ser las 11:00 pm? ¿Hace cuánto que no miro la hora en celular? Pienso en el ser y me culpo al recordar las clases de filosofía en el colegio Patria. Enciendo otro cigarro. A una cuadra de la escuela, hay una farmacia Guadalajara, ¿Cuántas cajetillas y preservativos llegué a comprar cuando era estudiante? Le hago honor a mi nostalgia y cruzo la calle, ahí sigue la parada pasa la oruga, la casa de empeño y el local de pizza Lupillos, la gasolinera, el taller mecánico, y un puesto de tacos de canasta. Por fin llego a la farmacia, que parece ser el único local con vida a esta hora. Ya no pasa la oruga, la pizzería y el puesto de tacos me saben a abandonados por el tiempo. La gasolinera desierta. La luz de mi ciudad de me produce flashbacks de ácido. Cruzando la calle, del lado de la farmacia, un vagabundo orina a diestra y siniestra los setos del parque Hidalgo. Entre el mareo y la confusión, la escena me produce bastante gracia. La puerta de la farmacia está cerrada, pero por una pequeña rejita me atiende una señora de avanzada edad. Trato de no llamar tanto la atención, disimulando el desenfrenado ataque de risa que me ha provocado el vagabundo de hace unos segundos. Rápido le pido una cajetilla de Montana con 25 cigarros. El vagabundo se ha ido, cruzo hacia el lado del parque y me siento en una de las bancas entre los setos, prendo otro cigarro y conecto con mi ansiedad existencial. Ni siquiera puedo percibir el olor de la orina, los setos húmedos se encuentran a menos de un metro de la banca en la que me encuentro. Me hundo en mi esquema: De nuevo pienso en una ensalada de palabras (¿pienso en palabras?), tratando de llegar a la fuente ¿la fuente del parque? Ahogo un grito desesperado, pues me frustra no poder recordar los 4 procesos causales de Aristóteles. Creo que ha llegado el otoño, pues los setos y los árboles que me rodean están casi pelones. La desesperación aumenta y de nuevo me atiborro de esta ensalada sin sentido ¿Sirvió de algo la frustración?
Ahora recuerdo los 4 procesos: causa eficiente, causa material, causa formal y causa final. Relaciono la primera causa con los principios ontológicos. Rememoro mis lecturas sobre la metafísica de Anaximandro.
Hace diez años que no duermo, que estoy atrapado en este momento, en este parque. No puedo ir más allá de la calle Francia, ni tampoco puedo cruzar el bulevar López Mateos, ni escapar por las calles paralelas que llevan a la colonia Industrial o la Moderna.
¿Hace cuánto que estuve en la 20 de enero? ¿Por qué dije diez años? Me siento despertar de un sueño turbio para caer en la pesada realidad una noticia desgarradora al tomar las riendas de la vigilia.
Sigo sentado en esta banca de piedra, el cielo nocturno me quema las pupilas. Paso mis manos por el pelo y la barba, crecidos de una forma inconmensurable. El pelo me llega hasta los hombros y la barba al pecho ¿de verdad llevo diez años atrapado en este bucle?
Eso quiere decir, que hace diez años no duermo ¿lo habrán notado ellos? Los tres que conformábamos un alma tripartita. Si pasaron diez años, en los que he estado atrapado en este parque, y yo apenas sentí que pasaron unas horas, ellos ya deben estar muy lejos de aquí, ¿pero qué es aquí? No estoy en ningún lugar. Un charco en el asfalto presenta mi reflejo, es más que obvio que he envejecido más de diez años.
Él y ella, quienes siempre estuvieron en mi proceso existencial, ahora no sé dónde podrán estar. Yo he envejecido por estar atrapada en este error dimensional. ¿Cómo lucirán ellos ahora?
“Pequeña muerte me sacaste un susto”, puedo recordar esa canción mientras mi reflejo en el charco parece envejecer cada vez más. Otra vez soy todo y nada. Si estoy atrapado en el tiempo ¿Por qué me obsesiona tanto la teoría Sapir-Whorf?
Como un nuevo flashback, pienso en mis lecturas del génesis: Los hijos de Cam, aquellas criaturas sin rostro. Una luz blanca me encandila. Despierto en la sala de mi casa, empapado de sudor, jadeando, los ojos me arden. Casi por inercia toco mi cara, no hay barba, paso por mi cabeza, siento el pelo corto. Me levanto del sillón sin pensarlo corro hacia el baño, sólo para encontrarme en el espejo, el reflejo liso pero cansado, he vuelto a ser joven de nuevo. Pero al sonreír frente al espejo ovalado puedo definir una sonrisa arrugada que proyecta cansancio, a diestra y siniestra. Necesitaré otro paquete de Montana.
Tardes de café y los descendientes de Set
A penas abro los ojos una mañana cualquiera, me doy cuenta que caigo paulatinamente en mi condena, que es la cotidianeidad indiferente. Nunca intento actuar al margen de una estética: simplemente corro, expulsando toda retórica cuando la lucha se vuelve contra mí; algo que parece tan fácil, tan simple, es la función del presente, la cual no ayuda contra el sentimiento de abandono y la falta de creatividad. A veces me gustaría poder creer en algo, no me importa ponerle nombre a esos espacios de ausencia. Es momento de analizar y tomar consciencia, que tarde o temprano las palabras irán en mí contra ¿Qué tan grande debe ser el ego humano para escribir sin razón? Pero escribir, es una razón en sí misma. A veces, sentado en el sofá café donde murió tu madre, me propongo a tirar al azar palabras como cartas, cartas como palabras. Siguiendo esta dinámica cada que voy a tu departamento, me engaño a mí mismo pensando que llegaríamos una vez más a septiembre: no importa el año, siempre para esas fechas algo sucede que trastorna mi existencia ¿te suena a crisis de ansiedad justificando el exceso de pasado?
De nuevo ese suspiro de alienación ¿En qué mundo el lenguaje configura los aspectos fenomenológicos de nuestra realidad? Un pequeño espacio para el cielo y la tierra. Vamos por un café o compramos cigarros sueltos en el quiosco azul de plaza mayor. Todo es azul, cera que d ti es el color que ilumina dichos momentos ¿Por qué todo tiene que ser tan azul? Blue, y ya no sé si hablo del color o de melancolía ¿Qué diferencia habría?
Todo está esquematizado, configurado a nuestros pensamientos; pensamiento y lenguaje, ligados a una eterna llama de origen. Te veo, me ves, fumamos y tomamos el café, sin decir absolutamente nada. Pienso: “conceptos, abstracciones –no sabes de lo que hablas, porque no hablas, abres la boca pero no hay palabras–“. ¿Pienso en palabras? Tus ojos verdes, las curvas perfectamente remarcadas de tus labios, la extensión perfecta de tus brazos tan largos como varas. Tomamos café, fumamos, una vez más ¿Qué quieres decir? Tú dices una cosa, yo asimilo otra, es parte de nuestra comunicación imperfecta, signos y expresiones sin sentido. Tus dedos tiemblan; ¿Quiénes son estas personas? Los viejos amigos de una fiesta, compañeros de la preparatoria y aquél que es tu hermano, pero no por algo tan fortuito como la sangre, sino por elección: todo lo que nos queda es elegir a nuestra familia.
Lo amas, es algo que he notado estos meses, puede que esa palabra se quede corta, para todo lo que ese hombre te hace sentir. Estoy seguro de que él te ama, tanto como tú a él, y yo nunca podría competir con eso, pero ahora veo en los dos una presencia intangible que tarde o temprano colapsará, sólo soy un espectador entre ustedes dos. ¿Por qué postergar lo inevitable? Queda una semana, tal vez dos, probablemente un mes para que te vayas del país. Te vas, y no te escribo como un ejercicio de preparación, ni porque crea tanto en el poder de las letras, como para hacer que estas te obliguen a quedarte. Ni siquiera yo quiero quedarme, tampoco creo ya (aunque todos estos meses me lo planteé), que tú, él y yo naufragásemos como alma tripartita, unidos por el “destino”. No puedo negar mi presencia como agente de cambio, pero sí puedo expresar con la poca memoria que me queda de aquellos días, el amor preexistente entre ustedes dos. Te vas, y él se queda, yo me quedo. ¿Quién va a explicar lo que nos pasó? Así que a raíz de nuestros encuentros, comencé a buscar en la literatura, la mitología e incluso teología. Me gusta pensar en los hijos de Cam; Cam, hijo de Noé, a su vez hijo de Lamec. Todos estos a su vez, descendientes de Set. El tercero, padre de la humanidad, tercer hijo de Adán y Eva. El regalo supremo, la sangre de Set.
Cam el maldito, segundo hijo de Noé. Padre de criaturas unificadas por una sola lengua. Aquellos bastardos quienes intentaron construir su torre, por encima de las estrellas de Dios, ese quien no soportó la unidad, así que los dividió por lenguas, países y territorios tan distintos, para que nunca más pudieran unificar la palabra, así nacieron los idiomas.
Alcohol, drogas, sexo, emociones dispersas ¿Esos fueron los signos que conformaban nuestro idioma, nuestra lengua y puerta? Los hijos malditos de Cam: tú, él y yo, los tres, o quizá (parto de nuevo de la premisa que yo sólo fui un agente de cambio) tú y él. Sólo fui un visitante, soy y seré.
Somos siete en esta mesa, es este café, en esta plaza, pero yo sólo pienso en él y en ti, muñeca de ojos verdes. Los otros cuatro ya ni siquiera los reconozco. Así que vuelvo a la momento presente, quiero detener todo y no depende de mí, probablemente nunca pueda retener todo lo que hemos construido (o lo que ustedes construyeron), en ningún texto.
Nunca me centré realmente en la importancia del tres, sin importar cuanto juré pertenecer, aún hoy, no puedo verme al espejos sin pensar en lo mucho que he cambiado. Cruel es el humo en la noche de mi espíritu. Reitero antes de finalizar, nunca ha sido mi intención acatar las normas prestablecidas de conceptos tan arcaicos como la estético el estilo poético, mi intención sólo es abrirme al misticismo, de lo que fuimos testigos, los tres la noche de año nuevo. Vimos a través del espejo de la noche, el regalo de Set…
Dan (Y el boceto de un ser cisgénero)
La última carta desbordaba el corazón de tinta: que toma forma dentro del razonamiento excesivo y los pensamientos plurales de Dani, quien como chico se identificaba; en apariencia tranquilo, lo que en esta era del lenguaje llamado igualitario, podría sonar ridículo tratándose de un “hombre cisgénero.
En otro aspecto más acordes a la generación de piedra (desde Boomers hasta los llamados niños del milenio); Dani posee un gusto particular por los antidepresivos sin receta y dudosa procedencia, así como los antiquísimos cocteles de drogas y métodos disociativos tan del siglo XX. Perteneciente pues a los niños del milenio, de escasos e invisibles años de aquel alienado siglo (80’s -85-, 90’s), precedidos por los X, aquellos que todo el sistema de aquel tiempo -nublado por guerras no conclusas, que hoy son libradas por internautas (la {única población vigente)-, creía que pasarían desapercibidos: más fueron ellos quienes nos introdujeron de lleno a esta era digital, dando paso a quienes venían después del milenio.
Ni tan cercano a la generación desapercibida (X), ni tan lejano de los emergentes cristales. Dani, como tantos otros de su generación milenaria, honraba su título con la ley del mínimo esfuerzo de la cual los boomers serán siempre críticos y aumentarán con la exposición del gen Z emergente. Un dibujante, estudiante promedio en la universidad de Guanajuato, que había aceptado la relación ambivalente con su entorno, una casa en lo alto de los estrechos callejones ocultos del que sólo puedes entrar por un puesto de artesanías en el mercado Hidalgo. La casa estilo colonial, era el hogar de muchos otros estudiantes, algunos de posgrados extraños. Parecía surreal que tantos locales marginados y foráneos pintaran de colores hermosos las raídas paredes del castillo refugio de los estudiantes. A partir de su fugaz estancia como estudiante entre X, Milenials y ahora los nuevos gen Z, Dani había vuelto herramienta de creatividad (junto con su narcisismo), el forzarse a las siluetas simples, rotas, que pasan algunas noches sin nombre por su habitación en el castillo entre callejones. Les alumnes de primero y segundo semestre, eran un ejemplo claro de lo que Dani concebía como sus bocetos principales. Denominados tan ambiguamente con el binarismo hegemónico por los rectores (imaginarios y boomers) del campus. Dani incluso se perdía en estos conceptos ahora sustituidos. Pero su técnica de dibujo, cuestionada por sus maestros, consistía en comenzar trazos irregulares formando manos de todos los tamaños, algunas con dedos pequeñitos, gorditos y uñas perfectamente recortadas. Otras eran de dedos afilados y largos como los de la otra madre (referencias a películas en stop-motion y libros infantiles para milenials). Después, unos círculos perfectamente trazados, eran botones característicos en los ojos de los personajes de Dani. No quería ni pretendía llamarse artista original, pues el mismo siempre recalcaba a quienes veían sus dibujos que tomaba la literatura de Neil Gaiman como referencia. Aunque esto sólo era un dejo de su narcisismo, pues él había visto la película de Coraline, mucho antes de tener la menor idea que estas podían provenir de libros y novelas. Sus mezclas entre los estudiantes de grados inferiores y personajes de su infancia, la obra de Dani no podía sino reflejar ese salto entre las generaciones. Casi a ninguno de sus dibujos le permitía esa función proyectiva, quedándose así con los detalles necesarios para la construcción arquetípica de cada generación, sin enfocarse exclusivamente en la suya. Sí, podría decirse que esto era lo que hacía de su infravalorada obra, algo especial. Aún así, el eterno retorno le hacía recordar que como la suya, tantas otras obras habían y habrán de pasar su mismo proceso. Una tira de luces led, entre la pared y el techo agrietado rozando el marco de la ventana en su pequeña habitación del castillo vagabundo de estudiantes, despide una gama de 15 colores con sus respectivos primarios. El control remoto de las mismas, permitían activar una danza casi epiléptica en la que la paleta de colores se entremezcla. El contraste entre la pintura de un corazón de tinta en óleo, sobre un caballete de madera astillada y clavos oxidados, y el coctel estimulante de las luces led es una reafirmación de no pertenencia. Y eso Dani lo tenía bastante claro. Roja, violeta violenta y la recaída hacia el delirio amarillo y el verde insignificante. Después, no por su neurodivergencia ni el exceso de pintura estimulante, esperaba la llegada del azul y finalmente; el espectro silencioso del blanco.
Dani cae de nuevo a su realidad de clases en línea y equipos de trabajo por whatsapp. Había admirado el trabajo de sus compañeros los artistas digitales, per su miedo a la utopía le dictaba seguir con sus acuarelas ¡¿Cuántas técnicas?! Su gusto por el dibujo anatómico se desarrolló a partir de una experiencia denominada por los pachecos de la universidad como Pálida. Lo que sucedía cuando se activaba la depresión del sistema nervioso autónomo por consumo de cannabis, esta definición tan fachera de intoxicación, había llevado a Dani a empezar un proyecto ilustrado con prólogo y comentarios del Doctor Aguirre, un psiquiatra y neurocirujano alcohólico que daba conferencias secas en la facultad de filosofía. Dani, como estudiante de artes, había conocido al doctor Aguirre por algún mimbro del movimiento pro-progresista estudiantil, fumador frecuente de la planta ganga que acostumbraba a repartir boletines de las conferencias sosas de Aguirre, entre los estudiantes habitantes del castillo entre callejones.
La ilusión de que sus dibujos cobrasen vida y bailaran y cantaran las canciones de moda, tanto aquellos a los que hacía a estudiantes género fluido de primer y segundo año, como las muñecas de trapo con ojos de botón y manos puntiagudas, como ahora los tan técnicos dibujos anatómicos. Dani creía estar experimentando una sobredosis, pero esto no podía ser cierto ya que él sostenía una fuerte política antidrogas, debido a experiencias previas con compañeros de la secundaria; no bebía alcohol ni fumaba tabaco. Recordó incluso aquella ocasión en que un chico flaco y con rastas (muy estereotipado), había dejado una nota en el refrigerador de la cocina advirtiendo lo que los pastelitos de chocolate contenían.
Cómo podía sentir entonces aquella sensación, estar casi convencido de ello: estar muriendo por una sobredosis, de algo…
Los dibujos en la pared, sobre todo los de los estudiantes de primero y segundo año, tomaban fotos y escribían enérgicos en sus móviles. “Sólo son mis dibujos”, se repetía Dani hasta el cansancio. Qué manera de morir cibernéticamente humillado por sus dibujos.
Dayana, quien contrario a lo que psicoanalistas entusiastas y el propio doctor Aguirre interpretaron como una proyección (algunos escribieron fijación), del Edipo invertido: bisexual de un paciente clínico. Esto lo comentó Aguirre en una de las conferencias en el auditorio del campus.
¿Por qué le sonaba tanto el nombre de Dayana? Sus dibujos remontaban a ese ser, a quién identificaba como compañera en alguna clase de tronco común con toras carreras. Dayana, el gran amor fuera de sus bocetos.
¿Hace cuánto tiempo que no veía a Dayana? Salieron juntos, el primer año (claro, cuando las clases aún compartían tronco común). Había olvidado por completo a esa chica de primero, habían pasado ya tres años, pues ya en su último y cuarto año, sus dibujos, el proyecto con Aguirre y la entrega próxima de su tesis lo alienaban de sus recuerdos divergentes. Cómo pudo olvidarla, si cada noche prende aquella tira de luces led, las mismas que protagonizaron los abrazos nocturnos de una pareja soñadora de primer año. Entonces Dani percibió objetos en su habitación que hace tres años había olvidado, como el espejo roto del mal, frente al que Dayana se desnudaba cada mañana, donde posaba aproximadamente 15 minutos antes de que la alarma en su celular le recordaba que llegaría tarde a clases.
Y ahora estaba en el auditorio del campus, escuchando los desvaríos del doctor Aguirre sobre un caso clínico. ¿Sería su misma Dayana? Lo dudaba, aún así su mente permanecía inocua en aquella su habitación en el castillo entre callejones. Un estudiante de psicología, a dos lugares de Dani, tomaba apuntes eufóricos en una libreta gris y delgada, que tenía aspecto de que le habían arrancado varias hojas sin remordimiento. El doctor Aguirre presentaba el caso ya sin interés. Pareció haber un corto circuito y las intensas luces blancas del auditorio parpadearon por unos segundos. Dani salió por un momento de su ensimismamiento, no por el parpadeo macabro de las luces, sino por el énfasis del doctor Aguirre al pronunciar el nombre de su antigua amante olvidada.
Al terminar la conferencia, subió, bajó y osciló por las estrechas y surreales callejas del centro de la capital del estado, del campus, hasta el mercado Hidalgo, hacia la tienducha de artesanías que conducía al refugio de estudiantes marginados. Dani llegó a la habitación que tenía desde hace tres años y no pareció reconocerla en absoluto.
No reconocía el caballete, ni la pintura de un corazón de tinta desangrado. Tampoco las repisas con algunos libros de la colección Editores Mexicanos Unidos, una lapicera, una lata de refresco vacía y dos sombreros grises. Y aquello que más llamó su atención un estuche negro de cuero, brochas y maquillaje, sombras, un enchinador de pestañas, un plumón delineador sin tapa, ya seco, el rímel hecho piedra. El maquillaje que ella había dejado en la habitación de los dibujos de los estudiantes no binaries. Entonces recordó, a Dayana, recordó porqué dibujaba a todos los estudiantes no binaries, género fluido y los ojos de botón.
Ella se veía al espejo cada mañana, después de haber jugado toda la noche con Dani a invertir los roles de género. Ella tan alta y guapa, orgullosa de su cuello de jirafa y porte masculino, transgredía usando los trajes, gorras y sombreros de Dani. El ritual de verse desnuda cada mañana después de haber jugado a la pareja heterosexual con su amante hacia los roles invertidos, era su forma de comprobar los resquicios de masculinidad en su esencia. Hacían el amor interpretando los roles opuestos de sus géneros.
El día que Dani rompió el espejo frente al librero, las luces led estaban apagadas y el maquillaje de Dayana había desaparecido. Rompió el espejo del mal cuando se dio cuenta que al verse lo único que veía era la silueta desnuda de Dayana en lugar de su propio reflejo.
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