Compañía

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RJP FGR

03/05/2020

Me quedé parado en la vereda de enfrente, contemplando la entrada del hospital, con las manos en los bolsillos de la campera tratando de resguardarlas del frío. La verdad, no recuerdo cuánto tiempo estuve mirando el edificio, por lo menos quince minutos. Me pregunté por qué el paso del tiempo no me facilitaba esas visitas mensuales al hospital, considerando que ya llevaba casi un año de tratamiento. Lejos de ser más sencillo, cada vez que llegaba a la puerta, los sentimientos de desesperanza, angustia, miedo e injusticia se intensificaban más y más. Pero por sobre todos los sentimientos, recuerdo el de soledad. Me hubiese encantado tener a alguien que me acompañe para distraerme. O aunque sea para que se siente al lado mío, sin decir nada. Un bastón, un apoyo. Y aún así me negaba a contarle a mi papá o a mis amigos. ¿Por qué? Un enfermo es una carga, y las cargas son problemas. Y yo no quería ser un problema para nadie. No, mejor me las arreglaba sólo. Algún día se iba a terminar.

Junté coraje, crucé la calle y entré al hospital. Ascensores del fondo, quinto piso, ala derecha, así me había informado una recepcionista cuando pregunté por el sector de quimioterapia el primer día que llegué al hospital. De forma tan autómata que me estremeció. Esperaría un poco más de humanidad en un hospital, luego comprobé cuán equivocado estaba. Uno es la enfermedad que tiene, no es uno. Yo era un cáncer de pulmón, mi vieja había sido un cáncer de mama. Los cánceres van a los ascensores del fondo, quinto piso, ala derecha.

Cuando llegué, la sala de espera estaba abarrotada de gente. Me quedé ahí parado, contemplando la escena. De la misma forma que me había quedado contemplando la fachada del hospital. Niños, adolescentes, adultos, ancianos. Todos cánceres. Pero yo no veía cánceres, yo veía personas. Y para acentuar mi sentimiento de soledad, noté que la mayoría estaba acompañado por alguien. Charlando, riendo, jugando, esperando, de a dos, de a tres y hasta cuatro personas. Divisé un asiento al fondo y fui a sentarme.

La señora que tenia a mi lado debía llevar mucho tiempo esperando, porque apenas me senté, la llamaron. Juntó sus cosas y se fue a recibir su tratamiento. Su lugar lo ocupo un señor corpulento, o al menos así lo hacían parecer los mil y un abrigos que llevaba puestos. No pude notar si el hecho de que no tenga ni un solo pelo en su cabeza se debía al tratamiento o a los años que no se preocupaban en esconder su innumerable cantidad de arrugas. Daba igual, todos los que estaban en la sala se iban a quedar pelados tarde o temprano. Incluso yo.

– ¿Qué tenés? – Me preguntó el viejo, de la nada. Sin un “buen día, ¿cómo estás?”. No, “¿qué tenés”. Casi me escupió la pregunta. Ni siquiera me miró cuando me habló.

– Cáncer, ¿no es obvio? Como todos en la sala – le devolví la cortesía de no mirarlo y mantuve la vista en el respaldo del asiento de adelante, igual que él.

– No me refiero a tu enfermedad, me refiero a tu cara. ¿Qué te pasa que tenés esa cara desde que entraste? – no entendía a dónde quería llegar con esa pregunta, pero por cordialidad le contesté que estaba cansado por el tratamiento.

– ¿Viniste sólo? – sus preguntas me desconcertaban e incomodaban. Y esa pregunta me molestó sobremanera.

Levanté la vista y la posé en sus ojos. Tan diminutos y cubiertos de piel, que apenas pude ver un destello en su mirada. Él también me miró y por unos instantes nos quedamos así, en silencio, mirándonos. Y durante el instante que duró esa mirada, el sentimiento de soledad desapareció. Asentí a su pregunta y el viejo volvió la vista al frente. Yo hice lo mismo. Me preguntó por qué, le pregunté por qué, qué. Que por qué viniste sólo, me aclaró. Le dije que nadie me podía acompañar y cuando comenzó a sugerir personas (tu padre, tu madre, tu novia, tus amigos, tu vecino) inventé una excusa para todos. Mi padre, trabaja. Mi madre, falleció. Mi novia, no existe. Mis amigos, en la facultad. ¿Vecinos? No tengo vecinos.

– Bueno, entonces yo te voy a hacer compañía – me dijo el viejo, con una dulzura que me abrumó.

Su sugerencia me sorprendió. Pero más me sorprendió el alivio que me provocó. Sentí que me sacaban una mochila de la espalda, que respiraba aire fresco. Sentí una alegría inexplicable, primero en el estómago, después en la garganta y por último en los ojos. Mientras mi alegría rodaba por mi mejilla, un médico gritó mi nombre. Volví a mirar al viejo, que me sonrió alentándome. Me dijo que vaya, que lo espere cuando termine así me llevaba a mi casa. Intenté explicarle que no hacía falta, pero el viejo insistió. Le agradecí y me dirigí hacia la habitación donde me harían la quimio.

– Ah, Santiago– me llamó el viejo. Me di vuelta, respondiendo al llamado. – Si yo fuera tu padre o un amigo, querría acompañarte a tus sesiones, pero no podría hacerlo si no sé lo que te pasa.

Asentí, con la mirada desconcertada. ¿Tan transparente soy?, pensé.

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