Como guardias y gatos

Todos hemos tenido un momento en la vida en que el mundo parece detenerse y mostrarse tal como es: hermoso, y con un sentido que muchas veces nos es esquivo y de pronto comprendemos.

No conozco al ex guardia de la estación. No sé su nombre, si tiene esposa, hijos, si tuvo una infancia feliz —o el recuerdo de ella—, ni si se siente pleno con su vida. Pero puedo asegurar que ronda los sesenta, subido de peso, con los achaques propios de la edad y de una profesión pasiva, a veces cansina.

Sin embargo, hay algo que siempre pude deducir cuando lo veía “parar el tiempo”. Esos ojos suyos eran los de alguien en paz: los de un guerrero al final de una larga y gratificante batalla, los ojos frente a la hoguera donde descansan los caballeros. Tenía calidad, pero no la calidad productiva y mercantil, sino esa calidad interior que nos hace sentir menos solos cuando la reconocemos en otro ser humano.

No era solo el guardia de la estación. Convivía con otros guardianes, de cuatro patas: los gatos del lugar. No cobraban salario, pero sus horas de descanso en horario laboral parecían justificar esta injusticia. Sin embargo, por las noches no se veía una sola rata corriendo entre los tachos de basura de la Perito Moreno. Formaban un equipo perfecto. El guardia aportaba su presencia, que espantaba a los amigos de lo ajeno; los gatos, su instinto cazador, que mantenía alejadas a las alimañas propias de las obras y los movimientos de suelo.

Como en la paradoja, nunca supe si fue el guardia quien llegó primero y adoptó a los gatos, o si los gatos, atraídos por su presencia y a cambio de unas croquetas sabor pollo, le permitieron ejercer su trabajo sin sufrir los típicos manotazos traicioneros que ellos suelen repartir.

Pero estaba claro: entre ellos había una relación de protección mutua.

El humano cuidaba de los gatos, y los gatos del humano. Podríamos hablar de un beneficio de supervivencia compartido, sí, pero la magia ocurría cuando todo se volvía desinteresado. La confianza mutua se transformaba en amor, y ese amor hacía olvidar la simple lógica biológica del instinto.

El tiempo pasó. La obra terminó. El guardia fue trasladado, pero los gatos continuaron allí, fieles a su tarea y a su modo de vida. Ellos no trabajaban por dinero ni por obligación, sino por dignidad, porque su ser dependía de seguir cazando, vigilando, viviendo. Si debían morir, que fuera persiguiendo a la rata más gorda y peluda de Buenos Aires. Y solo así su espíritu entraría al Valhala de los michis y hallaría descanso eterno.

Quizás uno anda con sensiblerías —o tal vez simplemente estuve atento—, y por ello la vida me regaló un momento eterno. El guardia regresó, como de costumbre, a visitar a sus viejos colegas felinos. Increíblemente, los gatos, siempre esquivos con los vecinos, salieron a recibirlo. Con él mostraban sus colas erguidas, sus panzas descubiertas y sus roncos ronroneos. Lo reconocían: era uno más de la tribu.

Yo observaba desde lejos, sabiendo que jamás lograría acariciar a la tribu de michis, ni me permitirían acercarme a ellos. Pero lo que veía era suficiente. Allí estaban, sentados en la plaza interna del complejo, compartiendo un silencio sagrado. No podían comunicarse con palabras, pero algo en ellos conversaba. Era ese su momento eterno, su comunión.

Esto le hace pensar a uno: ¿Quién no querría detener el tiempo así, con un ser querido? En un abrazo, en una caricia.
Y entonces comprendí que aquello no era magia ajena: todos podemos expandir nuestros pequeños instantes si los vivimos con plena consciencia, si habitamos el presente.
Por unos segundos, bastó solo eso para parar el tiempo.

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