Como si fuera de la nada, veo a mi alrededor y trato de ubicarme en el tiempo y espacio. Pasan unos segundos y se me hace imposible. Me domina una sensación de desasosiego; algo dentro de mí me dice: corre. Vuelvo a mirar a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy dentro del hall de algún edificio, sentada en un sofá. Mi ropa sí me es familiar; llevo un buzo gris y un polerón con capucha del mismo color, debajo de él una camiseta blanca. Por algún motivo mi ropa está completamente húmeda. Siento que estoy en busca de algún refugio, pero no sé de qué. La gente va de un lado a otro enfocada en sus propias diligencias. Nada ni nadie me parece familiar. Así que decido salir del edificio rápidamente en busca de una alguna pista. Al ponerme de pie me doy cuenta de que mi cuerpo se siente pesado, lánguido, torpe. Mi vista a ratos se pone medio borrosa y no me es posible dar pasos ni ver con claridad. Tal vez esa era la razón por la cual estaba sentada en primer lugar. Cuando logro caminar y salgo al exterior, me doy cuenta de que hace frío y que probablemente llevo muy poca ropa puesta; debe haber sido esta lluvia la que me mojó. Salgo y al dar la vuelva en la primera esquina, decido seguir por una calle que está en una pendiente muy pronunciada. A pesar de lo débil que me siento, intento dar un paso tras otro. Por la vereda del frente, veo que hay una iglesia enorme. Me llaman la atención su magnificencia y la multiplicidad de colores en sus vitrales. Sigo caminando como puedo. Ya me voy sintiendo un poco mejor, pero ahora es el cansancio lo que me abruma. A un par de metros, diviso una especie de asiento de algún auto abandonado. Está en un callejón medio escondido, bajo un rústico techo. Parece el refugio perfecto. ¿De qué? No tengo ni la más mínima idea, pero algo dentro de mí me dice que tengo que ocultarme. Entonces me siento y echo mi cabeza hacia atrás. Siento un fugaz alivio. Cierro los ojos por un momento. En medio de la quietud siento que una de mis muñecas está algo resentida. Me llevo una mano a ella y siento un dolor punzante. Me toco la otra y está igual. Me las miro y descubro una marca roja alrededor de ellas. Un segundo. Treinta segundos. Un minuto y por más que intento, no puedo recordar el cómo me las he hecho. Recliné mi cabeza hacia atrás en un gesto de resignación. Trato de enfocar mi mente, de aclararla, apaciguarla. Inhalo profundamente y exhalo. A lo lejos escucho las voces de varios niños hablándose animadamente entre sí, mas no entiendo lo que dicen. Entran al callejón y se percatan de mi presencia de inmediato. Se dirigen a mi directamente y con una expresión poco amistosa uno de ellos apunta hacia el asiento que ocupaba. Luego se golpea el pecho, haciéndome saber que era suyo. Tenía la cara sucia, el pelo alborotado y la ropa medio rasgada. Seguro yo era la invasora del lugar en vivían. Me levanto con las escasas energías que pude recobrar durante el corto descanso y salgo del callejón. La lluvia ahora es más copiosa. Apenas doy un par de pasos, cuando me viene una necesidad imperiosa de ir al baño. Mi vejiga estaba llena y casi no me podía contener. Me apoyo sobre una pared para pensar hacia dónde dirigirme, cuando recuerdo haber visto una señal de “baño” en el edificio del cual salí. Comienzo a recorrer mi camino de vuelta cuando siento mis pies muy fríos, empapados: descubrí que estaba descalza. Descalza en medio de la lluvia. Genial. Entré en el edificio y una recepcionista pareció notarme. En eso toma el auricular de su teléfono para llamar. No saca sus ojos sobre mí. Bueno, no la culpo. No llevo zapatos y estoy empapada. ¿Dónde habré dejado mis zapatos? Me abro paso por el pasillo de manera decidida, pues necesito llegar. Ahora no son solo las ganas de orinar; también siento unas nauseas horribles. Sigo recorriendo el pasillo y diviso la señal que buscaba. La gente pasa por mi lado, pero al parecer vuelvo a ser invisible. Me sentí a salvo. Una vez adentro, descargo mi vejiga y en los dos segundos siguientes me encuentro de rodillas abrazando el retrete, y comienzo a vomitar. Al parecer no he comido hace tiempo, puesto que la sustancia que expulso es totalmente líquida. Me siento un poco más aliviada y me reincorporo. Abro la llave del agua y miro mi reflejo en el espejo. Wow. No llevo maquillaje; ni máscara, ni labial. Luzco horrible. Me gasto unos treinta segundos examinándome fijamente, ensimismada. Pero al segundo siguiente algo me saca de mis lastimeras cavilaciones. Algo me dice que debo salir lo antes posible de ese lugar. Entonces abro la puerta y me dirijo a la salida. Mientras doy unos pasos se me viene la imagen de mi papá a la cabeza. Papá… quisiera saber dónde estás. Quisiera saber dónde estoy yo… Me trae a la realidad el choque de hombro con una señora alta que me clava la mirada. Yo me pongo mi capuchón, miro hacia el suelo y sigo mi camino. Voy caminando por la misma calle inclinada y siento mis piernas pesadas, sin fuerzas nuevamente. Aun así, sigo. Y sigo… De repente una silueta conocida capta mi atención a lo lejos ¿Será? ¿Papá? La silueta delgada y más nítida abre sus brazos hacia mi, como diciendo “ven”. Salgo proyectada; corro hacia él ¿Papá?… Los pocos metros que nos separan me parecen interminables, pero finalmente llego y me echo sobre sus brazos – ¿Papá? ¿Dónde estoy? – Y me echo a llorar como una niña. De miedo en un principio y de alivio después, pues sé que ahora todo estará bien. – No te preocupes, cariño, tranquila – Siento su abrazo sincero, pero hay algo extraño. No parece estar feliz de verme ¿Por qué tus ojos están tristes papá?… Auch, siento que algo me ha picado en el cuello. ¿Qué pasa? De pequeños destellos blancos, ahora todo es oscuridad.

Aún estoy en la oscuridad, mas escucho voces a mi alrededor. Escucho una voz familiar… ¿Mamá? ¿Por qué lloras? Comienzo a oler también. Huele a alcohol y a limpieza. Más voces que no logro distinguir. Ahora intento activar mi vista y al abrir mis ojos diviso una silueta. Un señor alto vestido con una bata blanca que trata de consolar a mi madre. No logro distinguir frases completas, pero le oigo mencionar “escapó”, “crisis”, “psicótica” y otras que mi memoria no retiene. Ahora comienzo a tomar consciencia de mi cuerpo. Estoy tendida. Mi cabello tapa parcialmente mi rostro; me molesta. Intento llevar una de mis manos a mi rostro para despejarlo, pero no puedo. Mis muñecas están fuertemente atadas a las barras de una cama. Me invade una sensación de desesperación. Tiro de las amarras fuertemente una y otra vez y grito de frustración. Cuando siento que me arden las muñecas de tanto tironear, paro mis intentos infructuosos. Las miro. Ahora entiendo el porqué de las marcas rojas alrededor de ellas.

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