Esa vez no despertaría, pues a excepción del cuerpo ensangrentado de su padre, el resto de sus creaciones desaparecían al despertar. Tenía 10 años cuando al ver la cara horrorizada de su madre, quién se alejó de él y nunca más le contó sobre las historias de esos animales gigantes que existieron hace 230 millones de años, comprobó lo potente de su imaginación.

Durante su infancia la posibilidad de otros mundos y otros seres lo alimentaron. Allí conoció a Coelophysis que se lo llevaba a jugar en esas tierras remotas las noches en que el cuerpo sudoroso de su padre lo despertaba. Pero, después de aquella escena sangrienta, el pequeño dinosaurio desapareció. No volvió a verlo ni sentir su piel verde y dura, tan diferente a la suya que se llenaba de moretones rojos ante cualquier contacto. Pistas que su madre vio, pero no captó. Al igual que su cuerpo delgado, su falta de apetito y su cama mojada algunas noches. No, ella solo miraba sus ojos verdes aceituna sin brillo, le tocaba el cabello negro y lo abrazaba. Él la recuerda siempre callada y llorando, en especial el día después del suceso; cuando lo llevó a un psiquiátrico, pidió que lo mantuvieran sedado y desapareció.

Ahora, dos años después, Coelophysis ha vuelto a aparecer, se lo ha llevado a jugar. Mientras, el nuevo enfermero, cuyas visitas le recuerdan a las de su padre, aún no se da cuenta que el cuerpo que manosea ya no respira.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS