De vuelta a la calle y con el sol rayando en el horizonte, las luces de la ciudad palidecen, a lo lejos se escuchan voces, unos pasos vienen a prisa y así mismo se van.
Un halo hace de este espacio algo extraño, algunos miran y pasan de largo, otros se detienen, pero quieren evitar problemas: la curiosidad es una flor que crece en los abismos y que, si bien muchos ven al pasar, muy pocos se atreven a mirar.
Alguien yace en un extremo de la calle. Hasta ayer era, hijo, empleado, hermano, padre. Las miradas atentas lo califican como una chica, alguien presume que ayer paseaba en el parque, que es la hija de algún conocido, persona desafortunada que estuvo en el lugar y hora macabras.
¿Quién será? ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué está en ese lugar? Nadie se atreve a tocarle, nadie quiere involucrarse y lo único que saben es que tiene una cicatriz en su pie que ha quedado expuesto y con el frío de la noche se tornó color turquesa.
Pasan los minutos y la gente sigue apresurada yendo a sus lugares, pensando en mil cosas, acumulando cicatrices en el alma y sin tiempo para preguntarse sobre el sentido de todo esto: simplemente transitas una rueda que gira y gira y no te deja parar.
Por fin, alguien que pasaba por la calle se atrevió a acercarse, después de una inspección decidió aventurarse y descubrir el rostro de aquel ser infortunado. Tiene frente a sí el rictus de la muerte, la mueca inconfundible, los gestos de la ausencia, la flacidez de la carne.
Quien hasta ayer era alguien, ahora es un completo desconocido. La existencia se escurre ante el abrazo de la muerte, la identidad huye y el sentido común sugiere cubrirle. Lo único que sobra es la bondad, la compasión… precisamente porque ya es muy tarde.
Sólo la evidencia, el crudo golpe de la realidad ha logrado juntar las voces, detener los pasos, atender los rumores. La luz cae de manera perpendicular, de a poco se forma un círculo alrededor del desconocido quién sin pensarlo cuenta con un séquito y con el eterno absurdo: “descansa en paz”.
Aparecen los organismos oficiales, tratando de hallar indicios, de identificar al ahora occiso y certificar la vida y la muerte de una víctima, aunque eso solo aumente las cifras estadísticas sin pensar siquiera en el problema vital. Como indicio inconfundible se busca un número para determinar la identidad.
Lo único que encuentran son unas cicatrices, ese es el rastro de una verdad ahora desconocida, de una lección para aquellos que aún transitan por el extraño camino de la vida, para quienes yendo de un lado a otro evitan la ocasión, la curiosidad, el pensar más allá de lo que parece real.
Se develan las cicatrices, visibles para aquellos que se fijan, que transitaron los vericuetos, que a su manera rumiaron esos argumentos, aquello que llaman sentido de la vida, el por qué del existir. No era nada extraño para quienes cada mañana transitaron esas calles, como voces, como pasos escurridizos, como huellas que dejan cicatrices en aquello que llaman existencia pues nadie pasa desapercibido en su breve estancia en este planeta al que llamamos hogar.
Los forenses intentan recoger más indicios, nada más difícil cuando la muerte se ha cebado con un sacrificio que nadie quiere protagonizar. Declaran el cuerpo como “no identificado” y a quién lo encontró como principal testigo, en un desenlace que cada uno de nosotros pone en escena, justo antes del acto final.
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