¡Chaaales, Coronavirus!

¡Chaaales, Coronavirus!

Miguel Ángel

28/11/2020

¡Buenas tardes, damita, caballerooo! En esta ocasión te vengo ofreciendo el cubrebocas N95 para protegerte del coronaviruuus, ya que cuenta con alta tecnología para protegerte a ti y a tu familiaaa. Para que no lo pagues en la calle y centros comerciales en su precio regular de ciento treinta pesooos, te lo vengo ofreciendo en la cantidad de veinte pesitooos. Veinte pesos te cuesta, veinte pesos te valeee.

Sergio Oropeza García, alias el Chueco, apodo que contiene un juego de palabras derivado de su nombre de pila «Checo», y de su cojera debido a una caída que tuvo cuando era niño. Su familia: un padre de oficio albañil, con depresión porque la época dorada de su vida se resumía en recuerdos, porque sus piernas eran un desastre a causa de problemas de circulación; pasaba horas en un sillón viejo, empachándose de películas. Una madre, otrora secretaria, que en la mañana se dedicaba al comercio informal afuera de un mercado, por la tarde a hacer limpieza en el metro —pues necesitaba el seguro social y le aseguraba una pequeña jubilación— y muy noche ayudaba en un puesto de garnachas.

—¿Cómo vas, Chueco?, ya la hiciste, ¿verdá? —preguntó un compañero vagonero con la intención de calcular sus ventas.

—Ni te creas, Pelón. Esto ta’ canijo —respondió de inmediato pero con cierta inseguridad que notó su colega.

—Pinche choro que eres, Chueco. A ver tu morral —alzó su mirada intentando ver la mochila que lleva en la espalda Sergio.

De niño Sergio admiraba a su padre, pero él deseaba ser piloto profesional de Fórmula 1. Tenía una avalancha con la que emulaba acelerar a más de 300 km/h, y competía con amigos del barrio. Pero creció y se dio cuenta de su mundo. Eligió una secundaria técnica porque escuchaba a su padre que «los electricistas se llevaban una lanota en las obras». Tristemente, no tuvo idea de la conjugación del pretérito pluscuamperfecto, las náuseas provocadas por los fluidos en las disecciones de ranas y pájaros en el laboratorio de biología, y la principal razón, la disciplina del plantel, lo hicieron huir en medio del segundo año.

—Yo también te guaché, Chueco —afirmó Rosy, quien vendía cortauñas. Si me doy cuenta cómo te mareas a las personas. Por esta —haciendo un símbolo de cruz con sus dedos índice y pulgar– que deberías haber sido político.

—¡Oh, que no, chingá! Ya pónganse a chambear mejor.

—No te encabrites, güey. Si no’cierto pos pa’ qué te pones así —le dijo el Pelón intentando calmarlo.

Era temprano y la estación Pino Suárez del Metro fluía con tranquilidad. Se escuchó el pitido que avisa a los pasajeros lo cerca que está de cerrarse las puertas.

—Ah, ¿ya vieron lo que hicieron? Mmmta madre, ‘ora esperar el otro –Sergio lo dijo con falsa molestia.

—Cálmate, princeso, —le respondía Rosy –‘orita anda esto rápido.

—El tiempo es oro, y hay que pagar la cuota. No llevo ni la mitad —justificó Sergio su actitud.

—Ya no seas pinche chillón, Chueco, ja ja ja —era la risa del Tornillos, vendedor de música ranchera en formato mp3 acercándose; apodado así por las incoherencias que en ocasiones decía por tanto resistol que inhaló en su adolescencia.

—¿Vas también con la misma cantaleta? —reviró Sergio con hartazgo del tema.

—No me vas a marear como a tus víctimas, te lo advierto —le dijo alzando su mano. Yo sí te he escuchado cómo vendes tus cubrebocas de —alzó sus manos indicando comillas «alta tecnología»: quesque son los mismos que usan en Europa, que están probados en laboratorios americanos. La otra vez a una chavita le dijistes que unos doitores te habían hecho un pedido para evaluar pacientes con Covid, sí te pasastes, güey, ja ja ja.

—¿Y si’cierto eso, Chueco?, ¿te crees lo del coronavirus? —le preguntó Rosy con sincera intriga.

La carrera de Sergio en el comercio inició en las escaleras del Metro. Entonces su primo Gustavo vendía discos de música pirata. Ahí mismo se enteró de que se hacía lo que se podía para vivir —o ¿sobrevivir? —a este triste mundo. Resultó ser eficiente para las ventas, pues él era «entrón» con la gente y no se ponía nervioso cuando hablaba en público.

—No sé, no sé. Ya dejen de’star chingando con tanta pregunta —respondió Sergio malhumorado.

—Pos ya dinos entonces, ¿qué piensas? —contestó Rosy, quien era una mujer respetada porque su principal talento era escuchar a los demás.

—¡Cómo creen que me voy a tragar eso de que esta chingadera —levantaba uno de sus cubrebocas de alta tecnología– me va a salvar de un dizque bichito mortal!

—Güey, la esposa de mi sobrino fue a una fiesta y le dio eso —intervino el Pelón murmurando para no ser notado. Deveritas que sí. Empezó con una simple tos y a los quince días se fue pa’ urgencias. Y en tres semanas chupó faros. Dejó un par de chavitos.

—¡Eso es lo que más me repatea de esto! —soltó Sergio de manera enérgica, cual si estuviera impartiendo clase y sus alumnos no comprendieran la ecuación. —¿Se dan cuenta? Lo ponen como en las películas, algo mortal, que con un pinche tosido ya valistes madres, y que con esto —mostrando de nuevo el cubrebocas— ya la hicistes, ¡no manchen! Ta’ clarísimo que nos ven la cara. A ver, Pelón, dinos cómo estaba la salud de la esposa de tu sobrino. Seguro que ni la visitabas pero sólo porque un güey con bata dice que murió por eso, hay que creerle.

—En el terremoto del ’85 yo fui a apoyar personas. Mi casa no se cayó —habló el Tornillos, por supuesto, sin tener sentido lo que decía.

El paso por las aulas de la calle, llevó a Sergio a descubrir, contrario a lo que se podría pensar, una realidad diáfana, práctica. No hacía caso a rumores: como buen graduado de la universidad de la supervivencia, él había aprendido a comprobar, a preguntar, a no creer hasta palpar y ver con sus propios ojos.

—Oh, pos sí puede que tengas razón, mano —se puso la mano en la barbilla Rosy en manera de reflexión —pero mientras son peras o manzanas mejor cuidarnos, ¿no crees?

—¿Cuidarnos con estas cosas?, ¿te recuerdo dónde chambeamos todos los días, pinche ciega? —le preguntó Sergio en tono sarcástico. —¿Y aplicar lo de susana distancia aquí? Se supone que el chingado virus vuela, ¿siono? Tendríamos que tener una de estas madres nuevecita —de nuevo mostrando su mercancía— diario. Piénsenle, ¿o qué no carburan?

Con esa buena visión para los bisnes —como Sergio decía—, se adelantaba a los eventos y realizaba sus propios «estudios de mercado». A principios del 2020, en el canal de facebook «Casos insólitos» empezó a leer sobre un virus asiático que se contraía, supuestamente, por haber comido animales exóticos. Se dedicó a seguir esa noticia un par de semanas. Notó lo que pocos: cubrebocas en todos los videos. Con sentido común supo que la gente viajaba y pronto podría haber casos de este lado del charco. Ingresó a internet a comparar precios a mayoristas de cubrebocas. Compró varios lotes chinos que le costaron una ganga.

Llegó, después de unos minutos, el otro convoy. Sergio entró y comenzó con su perorata de venta. Una señora le compró un par de cubrebocas y preguntó si estaban reforzados.

—Sí, jefa. Vienen calados desde Estados Unidos. Traen tecnología europea. Le duran varias semanas. Con esto se protege y protege a su familia —afirmó enfáticamente.

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