El cuarto no cambió.
Sigue oliendo a encierro y tabaco,
a vino oxidado y a ropa que ya no recuerda el jabón.
La bombita cuelga del techo como un suicidio a medias,
y la luz que escupe es tan triste
Tenue y sin alma
que ni las cucarachas se atreven a cruzarla.
Él se sienta frente al cuaderno,
el mismo de siempre,
con las tapas blandas, palabras tachadas y las hojas manchadas de tinta,
de morapio,
de noches que no llegaron a ser poema.
No escribe.
Hace rato que no escribe.
Solo pasa las páginas como quien hojea un cadáver.
Ella se hacía llamar Rosa.
Pero no era su nombre.
Él lo supo desde el primer trago.
Nadie se llama Rosa y fuma así,
con esa calma de quien ya no espera nada.
Era un nombre prestado,
una flor de plástico para tapar la mugre.
Rosa era una puta de la calle.
Y él, un bohemio vencido.
Dos náufragos que se cruzaron en una esquina mugrienta,
cuando la ciudad ya había cerrado los ojos.
Ella le pidió fuego.
Él le ofreció un verso.
Ella se rió con la boca manchada de rouge barato.
Y se quedó.
No hablaban mucho.
Ella venía, se sacaba los tacos,
se servía un trago sin preguntar,
y se tiraba en la cama como quien cae de un sexto piso directo al vacío.
A veces lloraba sin ruido.
A veces se reía de cosas que él no entendía.
Y él la miraba,
como se mira una herida vieja que nunca termina de cerrar.
Nunca le preguntó su nombre real.
No por respeto.
Por cobardía.
Porque si lo decía en voz alta,
capaz se deshacía la magia.
Y Rosa, con su perfume barato y su risa rota
Y esa libertad que él encontraba entre sus largas piernas
era lo único que le quedaba que no fuera mentira.
Un día no volvió.
No dejó nota, ni excusa, ni promesa.
Solo la bufanda de piel sintética colgada en la puerta
y un encendedor con una flor dibujada con esmalte de uñas
Él lo guarda en el cajón,
como quien guarda una bala que no se anima a usar.
Ahora vive entre cenizas y morapio,
con el cuaderno abierto y la cabeza cerrada.
A veces escribe su nombre de mentira,
solo para ver cómo sangra en el papel.
Aquel papel manchado con morapio
y entre las cenizas que se mezclan con su nombre
Rosa.
Rosa.
Rosa.
Y se pregunta si alguna vez supo quién era ella.
O si alguna vez supo quién era él.
Y si no fueron, en el fondo,
dos formas distintas de la misma derrota.
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