Catherine y el almuerzo de las 12 pm

Catherine y el almuerzo de las 12 pm

Catherine y el almuerzo de las 12:00 pm.


Eran las nueve de la mañana y ella estaba sentada en su cama, frente al espejo, mirándose a los ojos y preguntándose qué sería del resto del día. Su nombre era Catherine y tenía veintiocho años. Tenía el pelo negro azulado y lacio como una cascada de agua, largo hasta un poco más arriba de la cintura, piel de porcelana y ojos oscuros.

Mientras se miraba intensamente a los ojos sentía un aroma a café recién colado que venía de la cocina, había olvidado que estaba preparando eso: el café de todas las mañanas; el cual era una especie de ritual, al igual que sus píldoras para la depresión.

Catherine había sufrido de depresión durante su infancia y adolescencia pero no fue diagnosticada hasta su juventud, a la edad de 27 años cuando habían pasado tres semanas sin bañarse y siete días sin comer. Ethan, su pareja en ese momento, entró por la fuerza a su casa y apenas la vio de esa manera comenzó a tirar el centenar de libros que se encontraban en la mesa de la sala de estar. Catherine era escritora, y cada tanto se sumergía en lo profundo de la literatura, supongo que para engañar a su mente del grosor de su adolorida existencia. Estaba deprimida, eso seguro, pero no se odiaba tanto como para seguir despedazándose por Ethan; entonces le arrojó un florero que había hecho en las clases de cerámica que su analista le recomendó para tratar su depresión. En el momento en que vio y oyó al pequeño florero hacerse polvo en el antebrazo del desgraciado de Ethan, se dio cuenta de lo absurdo de unas clases de cerámica para tratar una dolencia de esa índole, como la suya.

Volviendo al momento del aroma del café, Catherine se puso de pie de un sobresalto, como si estuviese por fin decidida a algo que ni si quiera ella sabía. El café es un buen antídoto para los pantanos espirituales, pensó; pero su efecto dura tanto como la superflua felicidad de un domingo por la tarde: nada. Entonces, tiró a la basura el café a medio hacer que había comprado la tarde anterior en el almacén de la señora Jensen, quien siempre tenía algún comentario oscuro y perturbador acerca de la soltería de Catherine; cada tanto le recordaba que era mucho más apetecible pasar la vida con un hombre, sin importar lo aborrecible que podría llegar a ser, a quedarse sola.

Tomó su pastilla para la depresión y mientras le recorría por la garganta pensaba en el color de la misma, azul, como el florero que le arrojó a Ethan, y en el maravilloso sonido, también azul, del cerámico partiéndose en mil, como su existencia. ¡Pero qué dramática! Se dijo a sí misma, recordando que la televisión cada tanto le pinta un lienzo con colores oscuros de eventos “verdaderamente” dramáticos del mundo, y que por lo tanto ella no posee los fundamentos suficientemente trágicos como para quejarse o deprimirse, lo cual la llevaba a casi todas las noches a un laberinto mental lleno de culpa por tragarse todas las mañanas las pastillas azules, azules como su dolor.

Recordó que tenía un almuerzo familiar a las doce en punto, en punto, porque su tía era una obsesiva con la puntualidad, pero no de esas obsesiones útiles que hacen que uno llegue a tiempo a un lugar, sino una verdadera patología, que la llevaba a convertirse en un manojo de nervios si alguien llegaba después de un minuto de la hora acordada, sí, un minuto. La locura parece ser algo que se hereda, pensó; la locura debe ser un legado familiar importante, volvió a rumiar; no como esos aburridos y desgastados anillos de bodas que se transmiten durante generaciones enteras; no, esto era, sin duda, algo bastante original. Más entretenido que la vida de su hermana Teff, en donde hasta sus mucosidades nasales son de color rosa (¿o eran acaso hemorragias y Teff escondía una enfermedad terminal?); su vida era exagerada y ridículamente normal, y al parecer eso enfurecía un poco a Catherine, pues se asustaba un poco con las personas sin problemas existenciales. Se asustaba porque consideraba que sin problemas, no germinaba la creatividad, y la creatividad era como la hija que todos le reprochaban no tener; su falo, dirían los interminables e inentendibles libros de psicoanálisis de su abuela que, alguna vez en solitario, leyó en una de sus polvorientas bibliotecas después de su muerte.

Su muerte (¿la de su abuela o la de Catherine?) fue en otoño, cuando las hojas se rompían como vidrios de botellas de vino abandonadas, maravilloso sonido, pero terrible momento. Aún recuerda el olor del césped recién cortado del cementerio, de los rostros sollozantes de esas mujeres que se tomaron el trabajo de llegar sólo para lucir sus exóticos atuendos negros, de luto por supuesto. Es tan curioso que los funerales sean casi siempre de atracción al público, todos afirman haber compartido un preciado vínculo con el muerto o muerta, hacen un esfuerzo por soltar aunque sea un pequeño lago de lágrimas para demostrar que en verdad esa vida, que se apagó, les interesaba, y ponen las manos en el fuego de que fue un excelente ser humano. La abuela Jeaninne no era con exactitud lo que se llamaba un “excelente ser humano”, no era el tipo de persona que uno quisiera al lado; tenía un lenguaje especialmente obsceno, sin filtros y sentía una enorme afición por criticar la vida, cosa que no resulta atractiva para el resto del mundo, pero a Catherine sí; sentía una conexión muy especial con aquella mujer con escasos modales, por eso el momento de su muerte tuvo un sabor muy amargo, como beber vinagre de manzana, pero con el alma.

Jeaninne se fue definitivamente de la vida de Catherine cuando ella tenía veintisiete, exactamente el mismo día en que su psiquiatra le diagnosticó depresión “profunda”, diría Cat, pero el término adecuado es “mayor”, es decir la mayor de las depresiones, ¡la depresión de las depresiones!. Cualquiera podría suponer que invirtió todo su día para llorar y desahogarse, pero no; estaba acostumbrada a convivir con los nudos en su garganta y en su mente. Así que sólo escribió, escribió toda esa noche y no se le resbaló ni una sola lágrima. Insensible, le decía su madre, para quien, el afecto debía ser demostrado con hechos empíricos.

No fue hasta exactamente un año después de aquél momento, que Catherine sintió con fuerza la ausencia de la única persona que había logrado comprenderla; y esa ausencia irrumpió, irrumpió con tanta fuerza que intentó ingerir dos de sus pastillas azules (azules como su dolor) y hacer que de repente su cerebro se inundara de tanta serotonina que pudiera por fin hacer añicos ese doloroso recuerdo de muerte (¿la muerte de Jeaninne o la suya propia?). Pero lo único que consiguió fue una desastrosa migraña.

Ya eran las 11.49 y por supuesto Teff estaba invitada al almuerzo familiar, pues al parecer siempre les hacía falta una presencia que diera la sensación de lo ordinario, de lo sencillo y de lo simple, y claro Teff, era la indicada para ese puesto.

Estefanía, alias Teff, siempre había tenido lo que la familia de Catherine llamaba “vida blanca”, es decir, una vida perfecta, sin nada que irrumpiera en la “pureza” de lo blanco, de su vida. Tenía a la familia perfecta, hijos perfectos, el matrimonio perfecto y nunca se había mostrado frustrada. Teff era la luz de sus vidas, supongo que para compensar la oscuridad de Catherine. Curiosamente esto no afectaba a Cat, ya que tenía un aprecio muy grande por su hermana, y viceversa; seguramente porque en algún punto ambas se complementaban.

11:55 y Catherine llegó a la casa de Amelia, su tía; sí, la obsesiva. Saludó a todos los que ya estaban presentes, sus padres: Jane y Tom, su hermana, y claro, Jinksy, el gato de angora de Amelia, perturbadoramente obeso.

Accidentalmente al sentarse en una de esas sillas exageradamente antiguas, golpeó una repisa y se cayó un antiguo reloj de sobremesa de los años sesenta. Hasta aquí uno puede darse cuenta de que la tía Amelia tenía una gran afición por los objetos antiguos, y no es muy difícil descifrar porqué: Robert, su marido falleció en el año 1999 de un infarto, durante una discusión con él, acerca de si botar o no las antigüedades que el coleccionaba, porque irritaban a Amelia. Desde ese entonces no pudo deshacerse de ningún objeto, por más viejo y polvoriento que estaba; creo que era una forma de canalizar la culpa que le causó la muerte de su gran amor. Supongo que creía que conservando todo eso, conservaba una parte de él. La muerte puede provocar estragos en el alma.

Retomando el momento del reloj caído y, claro, hecho pedazos, se pudo ver en los ojos de la tía Amelia un mar de emociones quemadas, un desierto de soledad, un vacío por un amor adolorido y un último adiós a Robert. Es impactante todo lo que se puede ver en un segundo en los ojos de una persona; la frase “los ojos son la ventana al alma” no es un simple decir.

¡Tremenda vergüenza, Catherine!; es lo que imagino que se dijo a sí misma en ese momento. Ser la parte oscura de la familia, y además romper el recuerdo más preciado de su tía, no era una combinación muy atractiva. Sintió vergüenza y ganas de salir corriendo, y eso le hizo recordar la noche en la que intentó suicidarse en la bañera de Amelia. Se encerró en el baño con una hoja de afeitar y se cortó por todo el brazo, pero no fue exitosa al encontrar sus venas, así que sólo fue un mal rasguño. Pero lo peor pasó cuando su tía entró al baño por la fuerza, vio toda el agua teñida en sangre y comenzó a gritar mientras intentaba alzarla (pensaba que estaba inconsciente pero en realidad no), toda desnuda y ensangrentada, mientras pedía auxilio. Eso, y el sermón que tuvieron que darle, fueron las cosas más humillantes que pudo haber sentido. Le humillaba que los demás supieran que se quería morir.

Durante el almuerzo, no podía parar de recordar ese momento, y de preguntarse si todos en la mesa estarían pensando que se quiere morir. “Me quiero morir”, pensó, “pero se supone que debía ser un secreto”, se replicó. ¿Por qué el sufrimiento nos provoca tanta vergüenza? ¿Por qué Amelia no pudo soltar ni una lágrima cuando se rompió el reloj?

  • – Estamos constipados emocionalmente. Dijo en la mesa como escupiendo las palabras.
  • – ¿De qué estupidez hablas, Catherine? Preguntó su madre, sarcásticamente riendo.

Mientras comían en ese silencio incómodo, todos se preguntaron internamente: “¿Querrá suicidarse de nuevo? Cat se caracterizó por tener el defecto (o ¿cualidad?) de expresar sus emociones de forma fuerte y clara, tanta claridad que incomodaba a los otros, con los ojos acostumbrados a las penumbras. Claramente la frase “constipados emocionalmente” tenía sentido, y mucho.

Cada bocado se volvía más y más tenso, inquietante, hasta que se pusieron a hablar de la vida de Teff, del maravilloso talento de sus hijos, y de lo feliz que se siente. Teff era el velo de “normalidad” que los cubría, y los hacía sentir seguros, seguros a todos menos a Catherine.

Ésta sintió una profunda ansiedad y opresión en el pecho, la invadían otra vez esas ganas de salir corriendo, esas ganas de morir. Estoy segura de que hubiera deseado morir en el mismo instante en el que la dejó la abuela Jeaninne, estoy segura de que debe haber querido morirse aquella vez en la bañera; “qué imbécil, ¿cómo diablos no encontré mis venas?” se reprochó.

Los sonidos se volvían fuertes, las voces ásperas, los tenedores y cuchillos irritantes; entonces se levantó, hizo a un lado la silla, acomodó su servilleta en la mesa y les dijo a los demás un sospechoso y alarmante “enseguida vuelvo”, provocando miradas preocupadas en los que quedaban en la mesa.

  • – Iré al baño y luego a ver si está bien. Dijo Teff.
  • – Hija, recuérdale que tome sus píldoras. Le ordenó su madre.
  • – Temo que un día la encontremos muerta en su casa. Dijo Tom, en tono nostálgico.
  • – Creo que deberíamos vivir con ella, por un tiempo, hasta que se estabilice. Agregó Jane.
  • – Dudo seriamente en que alguna vez pueda recuperarse, quizás deberíamos prepararnos para lo peor. Dijo Amelia, como siempre optimista claro.

Los demás siguieron su conversación en la mesa, y Amelia recomendó a Jane que la llevara a una nueva consulta con otro psiquiatra, el psiquiatra que la atendió cuando Robert murió.

De pronto muchos recuerdos comenzaron a aparecer, recuerdos de Catherine cuando era niña y cuando era adolescente. Recuerdos oscuros, claro, pues todos coincidían en que ella cursó todas esas etapas vestida de un profundo dolor, y muy problemática.

Pasaron unos 30 minutos hasta que se dieron cuenta de que Teff y Catherine no regresaban y tampoco se sentía el eco de sus voces en las habitaciones de arriba. Les pareció extraño y decidieron subir, para ver qué sucedía y para consolar a Catherine en lo que sea que le haya estado ocurriendo.

Mientras subían, las escaleras rechinaban y el viento cerraba las ventanas violentamente, las primeras habitaciones de un pasillo interminable estaban vacías, como si nadie nunca hubiera dormido allí. El baño tenía la puerta de madera blanca y agrietada, cerrada con llave. La situación empezó a volverse por demás extraña y sospecharon que Catherine estaría ya desangrada en el baño, por lo que su madre comenzó a gritar y a llamar a Teff.

Tom fue a buscar en el garaje las herramientas de Robert, y encontró un hacha, subió nuevamente las escaleras, pero esta vez muy de prisa, por lo que rechinaban aún más. Tras escasos intentos logró romper la puerta, y finalmente se encontraron con la escena más terrorífica que nunca pudieron haber imaginado.

Era Teff, colgada de una corbata verde en el resistente mango de la cortina de baño. La corbata era una de las favoritas de Robert. Amelia comenzó a gritar desesperadamente, aún no sé si por la corbata o por Teff colgando de ella.

Se suicidó, Teff se suicidó. Sin previo aviso, sin signos concretos, sin conductas obvias. Definitivamente todos estaban constipados emocionalmente.

De pronto se despertó en la oscuridad, el enfermero le abrió las cortinas y el sol entró como un intruso. Sintió un pinchazo en el brazo, fue muy rápido, sus ojos se apenas se despegaron. Todo fue un sueño, un terrible sueño, Catherine nunca existió, sino que cobró vida en el sueño de Callie. Jeaninne nunca existió, tampoco Tom o Jane, ni Amelia, ni mucho menos Teff. Todo fue una existencia finita a lo largo del sueño de una noche, un mundo paralelo que nunca existirá.

Callie era huérfana, tenía una pésima relación con su abuela aún viva, nunca tuvo una hermana llamada Teff, no recuerda haber sido tan consciente de una vida fuera del manicomio, siempre estuvo internada, inyectada. Era escritora, eso sí.

De inmediato pensó que ese sueño, bastante perturbador, sería una buena historia, de sus tantas historias escritas. Creó una vida en tan sólo un sueño y pudo olvidarse de las cuatro paredes que la rodearon desde sus quince años, aunque nunca pudo recordar qué es lo que la trajo ahí. No podía recordar su primer brote esquizofrénico, cuando tomó un vaso de agua en la cocina de su abuela, y de repente sintió que el “demonio” se le había metido con el agua.

¿Por qué no podría recordarlo?, ¿habrán sido efectos secundarios? ¿Habría soñado esa vida o estaría soñando que estaba internada?, ¿cómo sabría qué era verdad y qué era falso, si, de todas maneras por lo visto, estaba enferma? ¿Cómo se yo, qué cosa era verdad si quizás también estoy enferma?

Lo cierto es que nunca pude saber quién era Catherine, ni quien era Callie con exactitud.

Eran las nueve de la mañana y ella estaba sentada en su frágil cama, frente al espejo, mirándose a los ojos y preguntándose qué sería del resto del día mientras su enfermero, Ethan, preparaba otra dosis de medicación.

Florence

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