Mercedes, huyó del campo, del hambre, del abuso del padrastro. Cruzó fronteras, corrió desiertos, tomó trenes y buses de Gray Hound.
En un tiempo vivió en la casa de una tía lejana, otra vez le rentó el cuartito hecho en un garaje sin permisos de la ciudad a la comadre de una vecina de su pueblo.
Tres veces le cortaron la luz por no poder pagarla, pasó meses enteros comiendo tortillas y frijoles.
Trabajó en una fábrica de chinos cortando hilos de camisas. Una madrugada la patrona escapó con todas las máquinas de coser que sacó de la fábrica durante la noche, más los salarios de tres semanas de todos los empleados que jugó al bacará en un casino de Las Vegas. Ningún empleado recuperó centavo de aquella quincena.
Cuidó niños malcriados, llorones y ajenos a los que no les entendía cuando le hablaban.
Trapeó la casa, cocinó y le limpió el trasero a un anciano cretino que la espiaba cuando iba al baño.
Se enojó con ella misma cuando iba a la escuela (después de estar trabajando doce horas diarias) y no le quedaba nada del inglés que estudiaba.
– ¡Qué coraje me da no entender y quedarse mirando a la gente con cara de mensa cuando le platican a una, pero no entiendo, no entiendo! – se recriminaba Mercedes.
También se lastimó hasta sangrar con los alambres de púa que se le enterraron en la pierna, una vez que la corretearon los de la migra, saltando unos techos, escapando de una redada inesperada en la fábrica de turno donde estaba chambeando por el Este de Los Angeles.
Por eso, le pareció tocar el cielo con las manos la vez que le ofrecieron este nuevo trabajo limpiando oficinas por la noche. De 7 de la tarde a 3 de la mañana.
De esas oficinas grandes, lujosas, con carpetas nuevas y ventanales de vidrio, desde donde se ven todas las luces de la ciudad como nunca las había visto antes.
-Aquí, ¿para que necesito el inglés? mientras cumpla con la chamba está todo bien- pensó, poniéndose los auriculares en los oídos para escucharlo al Luis Miguel.
Comenzando por el escritorio de la re-cep-tio-nist, Ann Woodman, como se leía en letras doradas el cartelito al borde de la mesada alta de granito negro reluciente.
-Requete bonita la huera- piensa Mercedes, mientras repasa el marquito del cuadro donde está la tal Ann con unos perritos caniche de lo más chulos.
Hay computadora, teléfono con muchos botones y lucecitas que se prenden y se apagan. Anotadores, portalápices llenos de lapiceras, y repisitas con papeles, muchos papeles.
-Debe ser harto bonito trabajar en una chamba así- piensa, mientras descubre debajo de la silla de cuero giratoria varios chicles pegados.
Mercedes ni se imagina los nervios que vive día a día la pobre Ann, con aquellos teléfonos sonando incansablemente, atendiendo la gente malhumorada que llama o que entra, por las grandes puertas de vidrio. Sin contar las reprimendas que le dan los «salemen» y el «executive manager» cuando se olvida de algo.
La tal Ann ha de tener uñas largas, muy largas, y se las debe pintar de rojo cereza con una lunita blanca en el medio -imagina Mercedes- lejos está de pensar Mercedes, que Ann se come las uñas, mastica chicle todo el día y cuando sale a la calle fuma un cigarrillo tras otro, para aplacar la ansiedad, que le da el trabajo y mantener el departamento, la cuota del Honda Accord , el seguro, la tarjeta de crédito y más que nada el vacío y la soledad que genera la ausencia de Tom, con quien vivió los últimos 5 años, amándolo incondicionalmente hasta la mañana fría de Febrero que se fue sin decir palabra.
En la noche y en el silencio los ruidos se sienten más fuertes. Así se escucha la aspiradora que pasa Mercedes por acá y por allá, hasta que su vista se para en un cuadrito que está en la pared, justo atrás del escritorio de Leslie.
Allí esta ella con sus compañeros de oficina, posando sonriente y triunfadora junto a una placa ganada a fuerza de ser “la mejor vendedora del mes de Mayo “. En la foto Leslie deja chaparros a todos los demás.
Hermosa morena, con sus seis pies de estatura, a los que le agrega otras 5 pulgadas de tacones, como si fuera una Barbie de carne y hueso. Ella es una aguerrida vendedora y es capaz de convencer al más difícil de los clientes con esa sonrisa encantadora.
Lejos quedaron los tiempos de su tatarabuela esclava en los campos de algodón de algún lugar de Misisipi, y más aún África de donde sus ancestros vinieron en barcos engrillados con cadenas humillantes, luego de haber pertenecido a la nobleza de quien sabe que casta africana. Leslie lleva encima el señorío de una reina, una reina de ébano que robaron hace siglos del África.
Ya casi siendo las dos de la mañana y después de haber repasado los dos baños del piso, Mercedes llega a la oficina de Greg McHelsen que es el general manager de la compañía.
“El mero, mero” – se ríe Mercedes.
Su foto muestra a todo un ganador, guapo, sonriente, empresario triunfador, parado junto a su Mercedes Benz descapotado. No hay duda de que en la vida ha realizado grandes negocios con colas de ceros.
Greg esconde una parte de su pasado, pero a solas con el mismo, el pasado lo desnuda y ya no hay donde esconderse.
Una puntada invisible y amarga le inunda la boca cuando recuerda a Ruth, su amor de juventud y a la niña. Aquella beba que apenas vio al nacer supo que tenía Síndrome de Down. Aquello fue muy fuerte para él, para su futuro prometedor para sus recién estrenados 25 años y una gran carrera por delante. A alguien había que echarle la culpa, y siempre fue Ruth. La que fumó marihuana, la que bebió whiskey, la autora de aquella espantosa niña, y a pesar de todo aquel amor las abandonó poniendo todo un país y muchos años de distancia de por medio.
A veces Greg se siente solo, tres divorcios, y la ausencia del hijo que siempre temió tener por miedo a repetir la historia de la niña. Aspera culpa le llena el corazón especialmente desde el día que su madre le contó de un niño con Síndrome de Down que ella tuvo antes de él nacer y murió a los pocos días.
Si no hubiera sido tan cobarde compartiría con Ruth aquella pequeña niña regordeta y cariñosa que hoy ya tiene 16 años, a la que Ruth peina con esmerado cuidado cada mañana y manda a la escuela en el bus escolar, susurrando a su oído, – I love you swetty – y la niña le contesta – I love you mom! I see you later, I love you- mientras guarda las galletas en su mochila.
A las 2:50 AM, Mercedes guarda los limpiadores y la aspiradora en un pequeño cuartito, cerca del elevador, deshecha la basura en un contenedor , se saca el delantal y los guantes, se lava las manos, saluda a su compañera de trabajo toma su bolsa y sale a la calle, rumbo a su casa.
A las 8:00 AM todos los empleados de Randolph Construction Group estarán entrando por las gruesas puertas de vidrio de la empresa para ocupar sus sitios de trabajo.
A esa misma hora, Mercedes estará durmiendo en su humilde cuartito de la calle Alvarado y Sunset.
Ella soñará que ocupa un escritorio con teléfono, computadora y muchos papeles frente a un ventanal sobre el abismo de una ciudad inhóspita con luces que besan el horizonte. A un costado estará su retrato. Alguien al verlo imaginara que ella es alguien diferente a quien ella en realidad es.
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