Por la mañana del día siguiente, Óscar se despertó muy temprano, casi a las siete de la mañana, pero no porque los ensayos aquel día iban a ser más largos de lo normal, y tampoco porque iba a ser un día importante para él como un integrante de Los Monstruos de la Ilusión (de hecho, los demás integrantes tenían un día mucho más tranquilo).
Sin embargo, al despertarse tuvo una sensación muy confusa, como si le hubiera pasado por la mente algo que, justo un segundo antes, no le hacía evidente su existencia. Y le parecía que había leído u oído algo, pero ya no sabía de qué se trataba ni si eso fue real.
De todas formas, para evitar que el humor se le fuera, el joven baterista decidió escuchar un poco la radio, pero las primeras palabras que oyó le hicieron pensar en lo que casi había jurado que no iba a tocar nunca. En un pueblo cuyo hombre él nunca había oído antes ni ahora hizo el esfuerzo necesario para memorizarlo, un edificio que había estado allí durante como trescientos años cayó al suelo, y por lo que parecía, el viento que se había hecho dueño de la localidad no fue la única razón de ese evento tan alarmante como inesperado.
Apagó la radio después de unos pocos segundos para evitar posibles traumas y se preparó una taza de café para que su cerebro funcionara mejor.
«Menos mal que eso no me tocó a mí», pensó, «y espero que no me vaya a tocarme. Sería demasiado, eso es todo».
Y tenía razón, porque en pasado había perdido amigos en circunstancias mucho más oscuras; en cuanto a los que seguían vivos, ignoraba dónde estaban ahora.
Él no quería pensar en eso, pero las palabras que había oído le afectaron y no sabía si las podía borrar de su memoria. Y eso no le pasaba por leer demasiados libros o ver demasiados programas a los personajes de las cuales le pasaban cosas aún peores. Él trataba casi siempre de no ver programas que ya le habían jugado una broma muy terrible a su parte más consciente, y si por alguna razón le tocaba verlos, tenía cuidado para que eso no se convirtiera en una trampa de la que nunca más pudiera salir.
¿Pero cómo iba a salir de esos pensamientos que tenían menos peso que la pluma de un pollo recién nacido?
Tenía que haber un método, pero Óscar ignoraba si iba a funcionar. Inició a pensar que los días peores de su vida fueron en los que solo pensaba en la batería, en los que soñaba con aprender a tocar la batería, sin poder imaginarse las consecuencias que eso le podría llevar.
Pero luego se le ocurría que esas consecuencias no podían ser tan horribles. Claro, algo no fue como él esperaba, pero ¿qué iba a cambiar eso? Si quería ser un músico de alto nivel, tenía que soportar situaciones mucho más difíciles. Así que no tenía nada de qué preocuparse. A lo máximo le podía pasar…
Bueno, es mejor que no nos quedemos en eso. Óscar pensó que la solución mejor sería la de explorar las otras posibilidades y después tratar de elegir la que le convenía.
«No sé si alguna puede ir bien», pensó, «es que estoy demasiado confundido para entender algo».
En realidad casi no le costaba entender nada, pero no podía prever el futuro. Claro, la mejor cosa, en este caso, sería la de llamar a sus compañeros de grupo e intentar llegar a una solución con ellos, pero se sentía demasiado cansado para hablar con alguien. ¿Qué iba a hacer entonces?
«Ojalá mi vida sería como la de aquellos que viven en el barrio que está al este de aquí», fue otro pensamiento suyo, «seguramente ellos no tienen tantas preocupaciones».
Pero en eso se equivocaba, porque cualquier ser humano tiene muchas preocupaciones. La diferencia es que algunos consiguen tenerlas ocultas mientras que otros no.
¿Cuáles eran las preocupaciones de Óscar? Tenía demasiadas, y no era fácil encontrarles un orden. Él quería deshacerse de ellas, pero eso tampoco era fácil para él.
¿Por qué le pasaba eso? Quizás porque pensaba más de lo que debía, y eso le afectaba de manera visible. Pero quizás había otras razones, y él no
sabía dónde estaban escondidas ni si había una manera de sacarlas de allá sin hacerse ningún daño a sí mismo.
Sin quererlo, le regresó a la mente una imagen que él vio cuando era un niño de primaria y no sabía la buena mitad de las cosas que aprendió después. Esta imagen involucraba una caja de mantequilla que cayó en el exacto momento cuando debía tener la máxima tranquilidad, y nadie supo nada de cómo siguió esta historia. Esta imagen le dio mucho miedo, y él trataba de no pasar nunca más por esos lugares; sin embargo, muchas veces no tenía otra opción, por varias razones.
Pero ahora los tiempos cambiaron. Los tiempos cambiaron, pero los hábitos
quedaron con él. No todos, pero muchos sí. Y eso, por supuesto, le creaba muchos problemas con los que él no quería vivir. No quería vivir con esos problemas, porque la gente se daba cuenta de ellos antes de que él pudiera sentir su presencia.
De repente, sintió unas ganas urgentes de hacer algo… algo que antes no había hecho jamás. Algo que no sabía explicar a sí mismo ni creía que le fuera a quedar fácil explicárselo a la gente. Algo que le parecía muy
misterioso.
«No, eso no me puede estar pasando a mí», se dijo a sí mismo. Pero ¿qué le podía estar pasando?
Más rápido que le vinieron, esas ganas se le fueron, y él no se dio
cuenta de nada. Se sintió como un paciente al que fue sacado un diente que ya no le dolía mucho.
Tenía cosas más importantes en las que pensar. Tenía que pensar en la música. Consideraba a la música como la fuente más importante de su vida, como lo que le daba ganas de vivir. Ya no le tenía miedo a nada, porque sabía que el miedo no valía nada.
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