Nada más que un segundo haría falta; un pelín de irreverencia, una mota de no puede ser. Con que la naturaleza incumpliera sus reglas durante un instante imperceptible, el mismo cosmos colapsaría. En aquel terrorífico error inexcusable, los cimientos lógicos que sostienen nuestro universo temblarían, dando lugar a un nuevo orden de lo desordenado. Nuestras teorías dejarían de representar la realidad. Pasarían de ser un conocimiento fiable a un capítulo más de la historia de las ciencias. Nuestro firme suelo de creencias se derrumbaría, dejando paso a un periodo de caída y de edificación. Cualquier futuro estudiante de física que leyera sobre nosotros en un manual de historia querría pasar rápido por aquel extraño recuerdo, tratando de evitar la vergüenza de una humanidad que creyó saberlo todo. Nos recordarían con la condescendencia con la que miramos hoy los rituales aztecas, nuestro relato sería contado con ligereza -la misma de la que hoy se hace gala al evocar el mito de Prometeo -y pasaríamos a tener la credibilidad con la que se interpretan los poemas de Lucrecio. La humanidad que se pensó libre y acabada, parece que olvidó el sentimiento de pequeñez de Galileo, su parte de bestia anunciada por Darwin (y preludiada por Sófocles) y la ínfima capacidad de decisión sobre sí misma, evidenciada por Freud. Un mensaje para aquellos futuros arrogantes que se asomen a nuestro relato: Ustedes también siguen siendo insignificantes. Nunca olviden que ahí reside su grandeza.
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