Bajó por las escaleras al trote, mientras estiraba los brazos, acompañada por el sonido silbante de su respiración y el sonido seco de las zapatillas. Saboreaba cada bocado de oscuridad que la rodeaba. Adoraba la noche y todos los entresijos que escondía. Abrió la puerta del portal con cuidado, evitando hacer cualquier tipo de ruido. En aquel edificio, el menor ruido leve se propagaba con rapidez. Aún no entendía el porqué, si había sido construido hacia tan solo cuatro años. Algunos de los vecinos que tenía, eran, como ella solía llamar “un tanto extraños”. Se quejaban por la música que casi ni ella escuchaba, se quejaban cuando arrastraba sillas, por el volumen de la televisión, hasta el mero hecho de subir por las escaleras les molestaba. Eran todo un incordio que no tardarían en desaparecer.
Poco le quedaba ya por aguantar. En dos semanas se mudaría a una casita a las afueras. Sin vecinos abajo o arriba; izquierda o derecha. Solo ella, en mitad de la nada, acompañada por la soledad que durante tanto tiempo había estado buscando y que, por culpa de dinero, no podía tener.
Salió a la calle. Realizó los últimos estiramientos con la ayuda de un banco de hierro forjado. Por último, se tocó los pies con los dedos de las manos. Se puso en marcha, calle abajo, en busca del mejor lugar para correr. Sería lo único que echaría de menos de toda la maldita ciudad.
Todas las noches solía correr a la misma hora. Sus padres le habían advertido del peligro que conllevaba salir a esas horas por ese bosque alejado de la ciudad, de caminos de tierra embarrados, cabañas abandonadas y senderos intransitables. Pero nada de aquellas nimiedades le importaban a Sofía. Había hecho caso omiso de todas las advertencias, como siempre. ¿Para qué cambiar? Nunca le había pasado nada, y no tendría por qué pasarle esa noche. Era una como cualquier otra. Había unas cuantas nubes cubriendo la luna. La brisa era refrescante. Las farolas brillaban bajo el intenso cielo estrellado oculto por la contaminación lumínica. Todo estaba tranquilo.
Esas altas horas de la noche eran las mejores para correr. No había nadie que la molestase. Bueno, puede que eso no fuese del todo cierto. Estaba ese baboso con el que se cruzaba nada más entrar en el bosque. Siempre le sonreía con esa risita tan despreciable. Sabía muy bien lo que quería con esa sonrisa. Podía ver por el espejo del cruce del carril bici como se giraba y le miraba el culo. Siempre era lo mismo, menos esa noche. El baboso no estaba. Aunque otras cosas peores se ocultaban entre los árboles. O al menos eso decían los periódicos de la zona.
En los últimos meses habían desaparecido varios senderistas a lo largo y ancho de todo el bosque. Los cuerpos aún no habían aparecido, y seguirían sin aparecer por lo que había leído. Su compañera de piso había insistido mucho en acompañarla. Ella siempre se negaba con una gran sonrisa. Le gustaba correr sola. Solo esperaba no arrepentirse de la decisión que había tomado.
Detuvo sus largas piernas frente a un sendero cortado por una valla metálica, oxidada y desconchada. De ella, colgaba un letrero amarillo con letras rojas. Prohibido el paso, decía. Echó un vistazo. Tenía una pendiente muy pronunciada y desigual. Nadie sensato querría correr por allí, las sombras lo cubrían por completo. Parecía sacado de un cuento de terror o, de una película de miedo de las que tanto le gustaban. No por el miedo que pudiesen infundirle, sino por los defectos que le gustaba sacar. Tenía hasta un blog donde cada semana escribía todo un sinfín de críticas.
<¿Quién podría pasear por ese sendero a estas horas, sin nada de luz y con un psicópata suelto por el bosque?- Miró con desprecio hacia la oscuridad-. Solo en las películas pasaría algo así. Me saltaría la valla por alguna estúpida buena razón. Correría durante un rato tranquila. Hasta ese momento. Escucharía un ruidito tras de mí. Bueno, yo no. No soy tan tonta. Además, llevo auriculares- Soltó una carcajada-. Pararía. Preguntaría quien hay ahí. Empezaría a tener miedo y, a arrepentirme de mi mala decisión. Y entonces el psicópata armado con un hacha me perseguiría. Yo tropezaría con alguna rama. Pediría auxilio hasta que me diese caza. Esa gran hacha que balde como si nada, se clavaría en mi pequeña cabeza rubia-. Esbozó una sonrisa-. Eso solo pasa en las películas de miedo>
Pasó del sendero vallado y siguió por el mismo camino que hasta ahora había seguido. Lo conocía muy bien, casi de memoria. ¿Por qué ir en otra dirección? Todo el que la conocía sabía del recorrido que hacía. Si algo le pasaba, sabrían dónde buscarla.
Siguió corriendo durante varios minutos hasta que la música del dispositivo dejó de sonar. Lo sacó de la funda que llevaba ceñida al brazo derecho. Parecía sin batería. <¡Mierda!- Pulsó el botón de encendido repetidas veces. No ocurrió nada- Si lo había cargado esta mañana. Siempre fallan cuando más hacen falta> Se escuchó un fuerte ruido tras ella. Se giró con brusquedad. Uno de los auriculares se le escapó del oído. Las hojas de los arbustos se agitaron con miedo.
Se llevó la mano a la riñonera en busca del spray de pimienta. Hubiese preferido un taser, pero si la policía la pillaba con uno, se le caería el pelo. Lo buscó con desesperación, pero no lo encontró, así que echó a correr al trote. Sin embargo, vio algo que no debía. Salió del sendero por el que solía correr. Las hojas y las ramas crujían bajo sus pies. Había roto su propia norma y cumplido la primera de las películas de terror. Estaba cometido un grave error que podía costarle la vida.
Tropezó con algo que se le enrolló en los delgados tobillos tapados por las mallas. Soltó un grito débil, casi como un gemido. Fue a parar contra el tronco podrido de una secuoya caída. Se golpeó en la frente, pero eso no le importó. Como muchas otras personas, se había golpeado en muchas ocasiones absurdas, era un mal menor. Lo que sí que le importaba era todo ese barro en la ropa y esos insectos en el pelo. Los odiaba incluso más que a sus vecinos. Se levantó con el tobillo y la cabeza dolorida. Dio vueltas sobre sí con la linterna del móvil, apuntando al suelo cobrizo, removiendo con las deportivas la hojarasca. Cogió del suelo un trozo de tela salpicado de hojas secas. Lo miró con detenimiento. Era la camiseta del baboso. Lo sabía por la mancha de café del cuello. Realmente esperaba que fuese de café.
—¿Cómo ha llegado a parar esto a un lugar tan alejado? —miró a su alrededor. Había leído que el psicópata que andaba suelto por el bosque solía dejar algo de la víctima.
Apagó la linterna del móvil y siguió un camino abierto entre la maleza. Anduvo durante quince minutos en silencio, mirando en todas las direcciones. El camino de hojas y ramas rotas la llevó hasta una cabaña abandonada en mitad de ninguna parte. Esa parte del bosque no era muy conocida. Subió los cuatro escalones que, sorprendentemente no crujieron y no se deshicieron bajo sus pies. Era como si el paso del tiempo los hubiese tratado mejor que al resto de la casa. Pasó por el porche. La puerta daba pequeños golpecitos contra el marco descascarillado. A la derecha, había una mecedora volcada. Era blanca, con el asiento de mimbre y el cojín a rayas: verde, ahora oscuro y lo que parecía blanco. Estaba rasgado y manchado por todas partes de manchas que no quería ni saber, menos aún acercarse a verlas. Los cristales yacían sobre el suelo de madera, blancos como el polvo.
—La chica desvalida y herida entra en una casa abandonada para refugiarse del psicópata —dijo mientras abría la puerta. Las oxidadas bisagras chirriaron. —Pero lo que no sabe es que ya está entrando por la puerta. Con esa mirada perturbadora que hace que la víctima se lo haga en los pantalones. —Cerró la puerta. Una de las bisagras de descolgó. Toda la madera estaba muy podrida.
Dejó la camiseta sobre una mesita. Se limpió la mano contra los pantalones. Ya no importaba que se ensuciasen. El barro estaba por todas partes. El sillón del comedor parecía acogedor con todos esos cojines tan… tan descoloridos, repletos de volantes, flores ya marchitas y más polvo. Era de esperar. Quizás cuánto tiempo llevan allí. Caminó hasta la cocina por un suelo con tantos agujeros que parecía un panal. Entró en la cocina. El olor no tenía nada que envidiar al del cuarto de baño por el que había pasado solo hace unos segundos. <Ahí estaré a salvo si entra ese psicópata a buscarme> Una mueca se le dibujó en la cara manchada por el polvo y algún que otro resto de barro.
—¿Estas bien? —preguntó Sofía con dulzura.
El baboso intentó responderle. El trapo deshilachado que le tapaba la boca cubierta de babas y sangre se lo impidió. La luz de la luna intentó hacer brillar la vajilla opaca.
<Tendría que preguntarle cómo se llama antes de matarlo. “Baboso” no quedaría bien en mi diario- Lo examinó con mucho detenimiento. Le hacía gracia ver como su barriga se agitaba igual que una gelatina. Parecía mentira que corriese todas las noches-. Ahora me apetece tomarme un buen plato de gelatina de fresa. Qué curioso, que algo que me da tanto asco, me haya abierto el apetito. En fin…>
Todavía tenía dibujado el moratón que el taser de Sofía le había provocado en la blanda piel. Era el más grande que había visto hasta ahora. Estaba orgullosa. No lo había visto venir. Aunque no lo estaba del rostro magullado que le había dejado con la pata de una silla rota. Todavía tenía la flor tatuada en la frente.
<Esta casa está llena de flores> Pensó el primer día que entró en ella. Estaban por todas partes. En cojines, cuadros, tapetes, manteles, el papel de las paredes… Allí donde mirase había más y más flores. Hasta en el cuarto de baño que tanto evitaba. Y qué finalmente, tuvo que pisar para cerrar la puerta. No sirvió de mucho. Seguía oliendo igual de mal.
—Te veo mal. Ese ojo está muy hinchado —lo tocó con el dedo. Estaba esponjoso. El baboso soltó una lágrima de dolor. Olvidó preguntarle el nombre otra vez. Le pasaba muy a menudo. Lo de olvidar las cosas y eso. —Esto que te ha pasado, lo de la cara. No lo de que estés aquí atado, es culpa tuya, no mía. Si no te hubieses resistido, no tendría por qué haberte pegado. A mí no me gusta pegar a la gente. Lo veo un acto repulsivo, propio de un cobarde —tocó el moratón del costado con un palo que encontró encima de la mesa. Estaba sudoroso y no quería tocarlo con la mano. —Te pido disculpas y te prometo que no volverá a suceder. Pero tienes que portarte bien.
Su voz sonó tan dulce e inocente, que resultaba tranquilizadora y entrañable.
—¿Qué te pasa? No entiendo lo que dices. Le quitó la mordaza de la boca, como si quisiera escucharlo.
El baboso cogió una bocanada de aire no muy fresco. Algo se estaba descomponiendo demasiado cerca.
—Quería decirte que…
Le escupió en la cara antes de poder acabar la frase. Eso no le gustó nada a Sofía.
—Vete a la mierda zo…
Desató el poder del taser contra la barriga del baboso. Las chispas iluminaron lo que la gran luna llena no pudo.
Le dio otra descarga. No paró hasta que un torrente de babas salió despedido de la boca para ir a parar a su camiseta deportiva.
—Te voy a poner otra vez esto. No deseo que te vuelvas a hacer daño —dejó el taser sobre la mesa polvorienta cubierta por un hule de flores rosas y rojas. Echó un vistazo en busca del spray de pimienta. Lo volvió a mirar.
—Hoy será la última noche que nos veamos. Voy a matarte sabes. Tengo que confesarte que tenía ciertas dudas de cómo hacerlo —puso cara de asco cuando fue a ponerle la mordaza. Pero, se lo pensó mejor y la dejó caer. Ya no le haría falta. Estaba inconsciente. Se volvió a restregar la mano contra la ropa.
—Pero gracias a tu mal comportamiento, ya sé cómo hacerlo. No es de mi agrado, pero… bastará para eliminar a los otros del sótano. Empiezan a oler —dijo en tono chistoso. —La policía no podrá encontraros. No lo ha hecho antes, lo va a hacer ahora —se relamió los labios agrietados—. Adiós, baboso. Mi culo será lo último que verás.
Fue hasta la despensa de la cocina. Allí era donde guardaba dos bidones de gasolina. <¡Que fácil está resultado todo!> Pensó mientras esparcía la gasolina por toda la planta. Tarareaba la última canción que había estado escuchando. Una que hablaba del amor. Dibujó un camino hasta la entrada. Miró a su alrededor desde el porche.
Encendió dos cerillas de una vez. El crujido de las llamas sonó con fuerza. Lanzó las cerillas contra el sendero de gasolina. El fuego no tardo en propagarse por la casa.
Lanzó una bolsa con los dedos de las últimas cuatro víctimas que sacó de un cajoncito de una mesita donde solía estar el teléfono. Cerró la puerta y continúo corriendo. Tenía que darse prisa en volver a casa y descansar un rato. Una reunión muy importante la estaba esperando a las ocho de la mañana.
FIN
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