Todavía hoy recuerdo a aquel hombre.
Harto de no divisar una respuesta que sellase mi porvenir, la idea de saltar a las vías cada vez que me encontraba frente a ellas comenzaba a ser una nota constante en mi imaginario particular. Pero no se bien si una falta de convicción, de coraje o de curiosidad impedía que esos pensamientos fuesen más lejos de lo que realmente eran, simples fantasmas.
Así que allí estaba yo. De resaca y dejándome las posaderas en uno de tantos asientos de patrón rudimentario ofrecidos por la compañía. Me quedarían unas cuatro paradas antes de llegar al bullicioso barrio de Camden, tiempo de sobra para analizar la ansiolítica morfología de los metros londinenses. El concepto de alta velocidad subterránea vuelto físico. Siempre me han fascinado los muertos. Perdón, ¿dije muertos? Quería decir metros. Tienen un sucio encanto que pocos saben apreciar. Esas tremendas lombrices que transportan la cansada carne humana entre orígenes y destinos; reptando bajo un suburbio y otro. Pseudo-máquinas del tiempo. Sabéis de lo que os hablo. Y las estaciones de Londres tenían una atracción aún más potente ante mi perspectiva. Apagados azules y rojos llamativos contrastaban en los blancos baldosines de las paredes, como si se tratase de los desestabilizantes baños de un hospital psiquiátrico. Una suburbial y abandonada ambientación que administraba un yugo universal a todo aquel que la pisase. Recordándole que formaba parte del mismo montón de contaminadas eyaculaciones que el resto de los mortales.
Mordiscos de una zombificada esperanza hacia el mañana que nunca llegará.
Por fin salí de ese asfixiante vagón.
Las hileras de transeúntes se agolpaban acuciadas en busca de una rápida salida al exterior, como ratas de laboratorio, locos por pasar el filtro. Tanto era así que se formaban terribles aglomeraciones que coagulaban las bocas y escaleras de esas catacumbas, convirtiéndolas en arrogantes espacios claustrofóbicos. Cada parada se estructuraba en diversas plantas necesarias para abastecer el centenar de líneas londinenses. Castillos subterráneos que reptaban hacia la superficie. Podía percibir la presión por metro cuadrado insuflada por el hacinamiento de decenas de cráneos en funcionamiento, llenos de quehaceres de todo tipo, sin perder ese sosegado estrés británico. Cientos de vidas desplazándose a mi alrededor; un fenómeno común en las grandes ciudades, después de todo.
La razón de mi periplo era difusa, solo algo parecía seco y lúcido bajo el oleaje de una conciencia desorientada como la mía: necesitaba ver a Mandy. Si alguien podía limpiar mis telarañas existenciales y disipar mis paranoias en torno al mañana esa era ella. O eso habría apostado, pero tuve que detenerme a repostar. «Hará falta algo de avituallamiento contemporáneo», pensé.
Y una vez más, me encontré divagando sobre qué comprar y qué ignorar en los laberínticos pasillos de un supermercado. La verdad es que ni siquiera recuerdo cuál era. Poco importa, todos son parte de una roña análoga, todos iguales, unas marcas, otras, precios más altos, precios más bajos… pero todos hijos de la misma madre, al fin y al cabo.
Oscilaba titubeando de una zona a otra, absorto en mis reflexiones y perdido entre mi multitudinario caos mental. Contemplativo especulaba acerca de un centenar de ideas que se asomaban sin llamar a mi sesera, apenas dejándose saborear ante mi famélico juicio de colocado. No estoy hablando de comida. Lo cierto es que hacia minutos, al menos un par, que mi mente se había evadido por completo dándole al interruptor de «piloto automático». La compra pasó a un segundo plano. Andaba de un lado a otro ojeando las abarrotadas estanterías, repletas de productos inútiles; lo hacía buscando simular un mínimo de normalidad mientras en mi cabeza tenía lugar un encarnizado tiroteo conceptual. La muerte del dogma.
Para cuando pude descender del estado límbico, mi mente chisporroteó como reseteando el sistema y completó las actualizaciones pendientes. Tiene usted que hacer la compra (una voz robótica sonó dentro de mi). ¡La compra! Mierda, casi había olvidado qué demonios hacía en el supermercado. No tenía mucho misterio: un par de latas de cerveza negra, una botella de agua, unas cuantas manzanas, ¿manzanas? Sí, creo que eran manzanas. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Media docena de huevos ecológicos y un paquete de compresas sin alas que mi amiga precisaba con urgencia. La leche, aquello no era el periodo, era un exterminio.
Vaya, la caja. ¿Ya he llegado hasta aquí? ¿Lo habré comprado todo? Bueno, si no ya a la próxima.Nada nuevo bajo el sol. Es lo que solía decir mi amigo, el apocado de piel grisácea, enfermizo hijo de… qué más da.
Automático pero con sutiles fallos, como una desgastada máquina de afeitar, procedía el cilindrado avance de la cola. Tan programado como rutinario. Entonces me fijé. No se con exactitud el motivo, pero me llamó la atención. La mirada abatida, rojiza. El hundimiento alrededor de sus ojos azul cristal llevaba la voz cantante. Simple pero funcional. Cuerpo escañado y alargados brazos que reproducían con exactitud movimientos repetidos durante turnos, ¡durante años! Un protocolo para autómatas casi definido por azar, los cansados y robóticos movimientos que trataban de darle una coherencia contextual a su vida. Comunicación, recepción, giro y registro. ¡Clink!
El dorso sus yemas desprendía un emborronado tono amarillento, señal inequívoca de que era fumador habitual. Me pregunté por un instante cómo habría reaccionado si le hubiese ofrecido un canuto. ¿Lo hubiese mandado inesperadamente todo a tomar por saco aceptando mi proposición o la habría denegado entre vergüenza y apatía? Por un momento sentí el fuerte impulso de querer, de probar. Quise haberle pedido el todo en ese mismo segundo.
«Acompáñame hoy, empecemos por bajar al parking y estampar una pedrada contra el coche del gerente, de tu supervisor». ¿Qué habría pensado de mi? Yo os lo diré, probablemente el rechazo de la proposición hubiese tardado en pronunciarse. Esclavo de si mismo, no del sistema, eviten equivocarse. Sean sensatos. O quizás no y el ser humano está destinado a obedecer ordenes y no estímulos. De todos modos, nunca lo sabré. Para cuando quise darme cuenta ya estaba en la puerta de ese recurrente «súper» mercado. La gitana de la entrada pedía pero el sol seguía brillando. Dejé atrás a aquel hombre junto con todas mis pragmáticas dudas. Ni siquiera me paré a observar el nombre escrito en su plaquita.
Adiós, eterno desconocido; adiós, mi igual. Es posible que en un futuro nos volvamos a encontrar. Quizá, sin ir más lejos, el lunes durante mi próxima compra semanal. Siempre y cuando no te hayan ascendido.
Cuando en un futuro se evaporen espumosos mis deseos de prosperar, cuando el hastío y la desgana sean temas recurrentes que se puedan leer hora tras hora en mis entrañas a través de esas dos pequeñas escotillas, cuando le haya dado la espalda a la vida para convertirme en un servil cautivo de mis programadas creencias e innecesidades, cuando haya alcanzado al fin mi preconcebido fracaso personal y haya encontrado un trabajo que lo garantice, solo entonces, espero que alguien haga conmigo lo que yo no tuve el valor de hacer: ponedme un porro y una piedra en las manos.
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