¡A seguir viendo la tele!, le ordenó su padre cuando Alfonso asomó la cabeza por la puerta como en tantas ocasiones había hecho desde su más tierna infancia. Esa orden siempre venía acompañada de un sentimiento de amargura y temor, sensaciones que intentaba mitigar subiendo al máximo el volumen con la vana esperanza de abstraerse y, así, evitar oír las voces y golpes que provocaban el llanto de su madre, llanto que se clavaba como un cuchillo. Pero hoy todo fue diferente, hoy apagó la televisión, hoy el cuchillo cambió de pecho, hoy liberaba a su madre y la abrazaba manchándola de sangre

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