Cabezas Mojadas y otros cuentos
Mónica Marchesky
ISBN 978-9974-8443-6-0
Colección RUIDO BLANCO y FANTÁSTICA
© MMEDICIONES
mmediciones@hotmail.com
1ºEdición, Mayo 2016
Queda hecho el depósito que indica la ley
Impreso en el Uruguay – 2016
Mónica Marchesky
Cabezas Mojadas
y otros cuentos
MONARCAS
Cuando divisó la primera mariposa monarca supo que estaban cerca. Debía realizar el informe al centro de investigación; ubicado en las montañas de México central.
Anotó: hora 6 a.m. Danaus plexippus.
Había comenzado la visita de estos pequeños lepidópteros que año tras año recorrían miles de kilómetros para aparearse y reproducirse.
Como entomólogo siempre lo había asombrado la metamorfosis total que sufren estos insectos, primero los huevos, luego las hambrientas orugas que se sirven de todo alimento, desde plantas, hasta insectos más grandes, desarrollando así su metabolismo dirigido a la crisálida y finalmente la mariposa adulta…
Arrastró su cuerpo y pertenencias hacia un cubículo de observación al abrigo del frío y se dispuso a esperar. Tenía todo, cámara fotográfica y chocolate para amortiguar los efectos del invierno que este año se presentaba más frío que de costumbre. Los árboles y arbustos no estaban en las condiciones óptimas que necesitan estos insectos para reproducirse. Estudiaría el comportamiento de la colonia en un ambiente desacostumbrado hasta ahora.
De pronto empezaron a divisarse mariposas oscuras africanas, esto era algo nuevo, no había registros al respecto.
Anotó: hora 8 a.m. Princeps Nireus.
Estas mariposas utilizan la luz para comunicarse; y era lo que estaban haciendo. Volaban en pequeños tramos y se detenían a absorber la luz ultravioleta que luego remitían en luz fluorescente azul-verdosa, atendiendo a una clave. Se fueron acercando cada vez más al cubículo de observación, mientras sus alas transmitían incesantemente.
En un instante la nube naranja y negra ocultó el cielo y un sonido único lo ensordeció. Las monarcas lo tomaron por sorpresa, inundando el cubículo de observación, atropellándose entre ellas, apareándose y antes de que pudiera arrastrarse hacia el exterior, lo inmovilizaron con arneses de seda y en cada agujero de su cuerpo depositaron los huevos hasta ahogarlo.
LA LÁMPARA VIOLETA
Súbitamente abrió los ojos y una oscuridad asfixiante le oprimió la garganta.
No pudo pensar, solo trató de entender qué era lo que estaba pasando. Las imágenes vagaban por su mente; no sabía dónde estaba ni cómo se llamaba.
No atinó a moverse. Su corazón bombeaba a mil y gotas de sudor le corrían por las mejillas hasta detenerse en su boca.
Alguien le balbuceó al oído.
– ¡Señor García, al fin despierta!
Miró para el lado que venía la voz y no pudo distinguir nada, solo las sombras que lo abrazaban todo.
“¡Dios mío, estoy muerto!” pensó… “o tal vez soy un espíritu errante, o estoy ciego. Dios mío, dame una señal para entender esta locura”.
No habló. Cerró los ojos nuevamente y trató de recordar. Era inútil, no tenía nada en la memoria.
Sintió la puerta que se abrió en silencio y una pregunta flotó en el aire.
– ¿Cómo está?
Era otra voz. La de una mujer joven que no le trajo ningún recuerdo. La voz que le había susurrado al oído contestó:
– Se despertó por un momento, pero ahora, volvió a dormirse. Quédese tranquila señora Laura, después que salió del coma, ésta es la primera vez que lo veo con mejor semblante –y agregó– vaya a descansar que yo me quedo con él, vaya a descansar, no se preocupe por nada.
Las voces se perdieron en el pasillo y otra vez el silencio. Otra vez esa negrura que lo aferraba con todas las fuerzas a la cama.
– ¿Y si vuelve a despertarse y ve que no estoy a su lado? –preguntó la voz identificada como Laura–. Me quedaré. Los médicos dicen que tal vez tenga pérdida de memoria y que es de esperar que no pueda ver.
– Sí, pero… –dijo la voz que se llamaba Sofía y estaba al servicio de la familia de la señora Laura.
– Tu sabes cómo le teme a la oscuridad –la interrumpió Laura– sería imperdonable que no estuviese a su lado para explicarle. ¡Dios!, Él le tiene temor a la oscuridad.
– Si, pero… –repitió Sofía–, usted debe descansar.
– Nada –increpó Laura–, que me quedo, me quedo.
El murmullo se apagó en el pasillo y volvió a sentir la puerta.
Presintió que alguien se sentó a su lado; aún seguía sin abrir los ojos. ¿Para qué?, si de todas maneras no vería nada. Mejor dicho, sabía que la oscuridad le sonreiría con su gran boca, esperando el momento oportuno para dar el gran zarpazo.
– ¿Julio? –Le preguntó la voz que se acurrucara a su lado y reconoció como la de Laura–. ¿Estás despierto?
“Julio, me llamó Julio ¿Es ese mi nombre?” pensó sin contestar.
– Te traje tu lámpara violeta, cariño –seguía insistiendo la voz.
Laura recordó la historia de la lámpara. Desde niño le había tenido miedo a la oscuridad, veía monstruos que lo devoraban sin remedio, sufría y moría a la vez, cuando estaba solo en le noche. Los sicólogos no encontraron explicación para tanto temor.
Es cierto que los niños tienen miedo en la noche –habían diagnosticado los médicos- pero Julio era un caso sin resolver. Llegaron a una conclusión: si no se contenía en su fobia a la oscuridad, podría llegar a convertirse en un temor crónico.
Fue por eso que su abuela le había regalado una hermosa lámpara violeta para que la mantuviera encendida mientras dormía.
Esa lámpara lo había acompañado en su vida.
Hacía unos años que estaba casado con Laura y su relación era muy feliz a pesar de la presencia de esa lámpara que se mantuvo encendida en todo momento; en los momentos íntimos, en los momentos buenos y malos. Si… esa lámpara había sido testigo de sus vidas.
Aún en la hora difícil que estaba pasando Julio en el sanatorio, la lámpara violeta estaba encendida, aún cuando él no pudiera verla.
“¿Mi lámpara?” pensó, “¿mi lámpara?”, se preguntó en silencio, sin saber de lo que le estaba hablando Laura.
La garganta le quemaba, la sed se hacía insoportable, tenía que pedirle a la voz que le alcanzara un poco de agua.
Se pasó suavemente la lengua por los labios agrietados e inmediatamente desde las sombras el frío vidrio de un vaso se recostó a su boca.
Bebió con avidez, casi con desesperación hasta que su ansiedad se calmó.
Entonces abrió los ojos.
La negrura lo seguía cubriendo todo. Quedó estático, sin poder hablar, no quería que se enteraran de que él no se acordaba de nada.
La voz de Laura entrecortada, se acercó y lo abrazó llorando, le dio un beso en la mejilla y le dijo:
– Bienvenido mi amor, te estábamos esperando. ¡Sofía! –gritó al pasillo–. Sofía, ven, Julio despertó.
– ¿Vio señora Laura? Yo le dije, si ya me parecía que hoy tenía un buen semblante, ¿le preguntó algo del accidente? –agregó agitada.
– No, pero tal como pronosticaron los médicos… no puede ver.
Julio escuchó cómo le temblaba la voz y no sabía hasta cuándo podría soportar el negro regocijo de la eternidad.
– ¿Pero, no le preguntó nada? –repitió Sofía.
No sintió la respuesta, solo un sollozo que se alejaba retorciéndose por el pasillo.
– ¿Mi lámpara violeta? –gritó. Se preguntó que tal vez si la encendiera, podría ver y con sumo cuidado se estiró tanteando en la oscuridad la mesita, ya que probablemente estuviera allí.
Tocó cosas, no podía detenerse a examinar nada por el momento, pero la lámpara violeta no estaba ahí.
– ¡Señor Julio por favor no se mueva! –le increpó la voz que ya había ubicado como la de Sofía–. Pídame lo que quiera que se lo alcanzo –agregó en el mismo tono.
– Mi lámpara –dijo Julio en un hilo de voz.
– Está acá, del otro lado, a su izquierda, junto al sillón del acompañante. Pero tenga cuidado que la señora Laura la dejó encendida, como todas las noches. No se preocupe que su lámpara está encendida.
– ¿Laura? –preguntó a las negras garras de la oscuridad.
– La señora fue a buscar agua y a tomar un poco de aire, enseguida viene. Quédese tranquilo y pídame si necesita algo –agregó en una súplica.
Estaba totalmente perdido, irremediablemente a merced de las siniestras formas de la oscuridad más profunda.
– ¿Laura? –repitió–. Quería saber quién era ella, quería saber qué fue lo que le había pasado. Quería saber por qué sentía tanta inquietud en el alma y en el cuerpo, por qué sentía tanto miedo.
– Enseguida voy a buscarla –se inquietó Sofía–. Quédese tranquilo señor Julio, ya regreso.
La voz que se llamaba Sofía, se perdió en le inmensidad y el silencio se hizo insoportable hasta que llegó la enfermera de turno que hacía la ronda.
– ¡Buenas noches! –gritó–. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Mejor? –dijo sin esperar respuesta.
Su voz resonó como un relámpago en el gran telón negro que se desplegaba ente sus ojos.
Un tubito frío se deslizó en su axila y supo que era un termómetro. El sonido del lápiz sobre la hoja lo dejó pensativo. Eso le traía algún recuerdo pero no supo descifrar cuál.
– Bueno, hasta mañana, que descanse –dijo casi gritando.
La enfermera se dirigió hacia la mesita de luz donde estaba la lámpara violeta y de un golpe la apagó.
El clic del botón le penetró en le mente, le retumbó en la cabeza, le abrió el cerebro.
Quiso gritar: “¡Laura! ¡Sofía!”, pero sólo le salió un ronco gemido que le aprisionó las manos y los pies, atándolo a la cama dejándolo sin movimiento.
No sabía por qué veía de pronto sombras más oscuras y horrendas que se iban acercando a la cama. Ojos de la noche con sus muecas grotescas, irreverentes y somnolientas, despertándose en silencio y cerrando sus finos dedos de hielo sobre su cuello y garganta.
El corazón le explotaba. Los ojos se le escaparían de sus órbitas. Mojó las sábanas. Ya no tenía control sobre su mente y menos sobre su cuerpo. Gimió y se retorció en su jadeante terror, hasta que dejó de respirar…
Laura se encontraba con los médicos, recibiendo el in-forme correspondiente, cuando Sofía la alcanzó corriendo por el pasillo.
No hubo tiempo de decirle a Julio lo que realmente había pasado. No hubo tiempo de decirle que había sido un accidente ocurrido en el laboratorio en el que trabajaba y que muchos de los funcionarios que estuvieron en contacto con el agente químico que se había liberado, tendrían complicaciones. Perderían la memoria y no podrían ver, por unos cuantos días…
668
Un líquido gelatinoso se deslizó por su garganta, sabía a wasabi siliconado. Lo tragó lentamente y sin respirar. Atrás habían quedado los códigos de barra e identificadores personales, aplicados en todas las combinaciones posibles en nuestro mundo de tres dimensiones. Se había vuelto al sistema decimal.
668 había sido atrapado por los brazos metálicos entre la multitud que se apiñaba en los sótanos de la ciudad amurallada. Los científicos estaban haciendo pruebas con un nuevo producto que tal vez fuera la panacea milagrosa para la raza humana.
Una vez que la máquina seleccionaba, no había lugar donde esconderse. Había sido testigo de las infructuosas rebeldías de los apiñados y sabía que resistirse no conducía más que al cansancio. Se dejó trasladar hacia el laboratorio de la parte superior.
Luego de un baño con un elemento blancuzco que pa-recía desinfectante, le fue rapada la cabeza y llevado desnudo ante una tarima donde se le había presentado el recipiente con el líquido gelatinoso que parecía un caldo cuántico, creyó ver, cómo interactuaban partículas brillantes cuando lo llevó a la boca.
Se separó al instante una ranura a sus pies y la base se deslizó como por un tubo hacia abajo. Pasó dos estancias y fue escupido hacia el exterior, desnudo, sin protección, sin armas, sin transmisores. Comenzó a caminar. Desde las múltiples pantallas del laboratorio, seguían sus pasos como en un juego.
Los apiñados pertenecían a la raza de humanos y no estaban agrupados socialmente, se comportaban como animales que copulaban, nacían y morían. 668 Había nacido en los sótanos y no en los laboratorios, su vida se había desarrollado en ese ámbito hasta la edad adulta. Podía entender algunas cosas, pero sabía que su destino estaba jugado, solo restaba esperar el día que la máquina lo seleccionara.
Los nacidos en el laboratorio dedicaban su vida a estudiar, aprender y desarrollar un arma para defenderse de la amenaza que se cernía fuera de las murallas.
Se hizo un silencio cuando las pantallas comenzaron a transmitir en el laboratorio. Allá abajo los apiñados, ajenos a los sucesos, continuaban apareándose y reproduciéndose.
Se tenía una vaga idea, por restos que habían sido encontrados, del avance tecnológico que había alcanzado la raza anterior. Pero un buen día, sin explicación aparente toda la sociedad se había derrumbado, sin dejar más rastros que evidencias de un desarrollo, que los científicos habían retomado.
Los humanos ya no tenían la supremacía sobre la tierra. En principio se habían reproducido los insectos, luego las plantas carnívoras habían diezmado a los mismos, colonizando el territorio.
El líquido que le habían hecho ingerir al explorador 668 era un producto químico que se pegaba a las paredes del estómago, el cual era reconocido por las plantas como clorofila.
– En cinco minutos comenzará a buscar el agua –resonó en el laboratorio una voz electrónica.
Efectivamente, 668 comenzó a sentir una sed que le carcomía las entrañas. Se deslizó por entre las plantas como un insecto, sin ser detectado por las mismas y comenzó a escarbar la tierra, sentía la humedad en sus pies y en las palmas de las manos.
Bebió el agua lodosa con avidez hasta saciarse. Ante él se extendía un campo de girasoles que reflejaban una tenue luminosidad. 668 no supo nunca el peligro que corría entre esas plantas carnívoras.
– El proceso ha comenzado, ¡Todos a sus puestos! –gritó en voz de alerta el transmisor.
Sintió que su estómago se calentaba, un torrente de partículas subió por su esófago y las vomitó. No pudo contener las otras, las que pasaron a través de su piel desgarrándola, dejándolo expuesto. Las partículas se adhirieron a los tallos de los girasoles, colonizándolos, hasta dejarlos vencidos, sin reacción.
Desde los salones del laboratorio una algarabía explotó. Risas y abrazos se prolongaron a lo largo de las pantallas. Los restos de 668 fueron absorbidos por musgo terrestre y raíces rastreras.
Se realizó el registro del experimento “Proyecto caballo de Troya”, nanoclorofila: POSITIVO.
BLONDINE
La reunión de delegados se había extendido hasta la media noche. Habían detectado una fuga de información. Alguien estaba duplicando ilegalmente el software erótico “RCS” que tenía miles de adeptos conectados a la red.
El hecho no era grave aún, pero se había tomado la decisión de enviar un “borrado rápido”… cuando pudieran ubicar al responsable. Una de las mejores cazafantasmas que ellos tenían era el Nick Blondine-3.
Blondine-3, era una hermosa mujer, exótica, extravagante y con un cuerpo espectacular. Nadie la había registrado en la intimidad, puesto que cada vez cambiaba su look.
Cuando los ingenieros –híbridos de última generación– con implantes neuronales conectados a la red interna y mundial, se enteraron que ella había sido llamada a la sala redonda donde se reunían los delegados, quedaron expectantes a la puerta de acrílico de dos hojas de la entrada. Sabían además, que para llegar a la sala, debía pasar por entre las pequeñas terminales que, diseminadas por el recinto, parecían formar una tela de araña.
La puerta se abrió lentamente como todas las veces, pero esta vez tenía un brillo especial; en el umbral se dibujó la figura de Blondine-3. Increíblemente atractiva, con un body ajustado al cuerpo de color verde musgo que marcaba sus curvas, una peluca despareja también de color verde, unos ojos gatunos amarillos y toda ella subida a unos tacones aguja que hacían que su cuerpo contoneara como una gata en celo.
Pasó por entre las terminales sabiendo el placer que representaba para esos híbridos una gata cibernética que se ocupaba de atrapar a deudores, hackers e ilegales.
– Sin lugar a dudas, es la mejor elección que pudimos haber tomado–resonó en la sala de reuniones y todos estuvieron de acuerdo, al ver subir por el ascensor transparente de la oficina a semejante espécimen.
– ¡Señores! ¿A qué se debe tanta urgencia? –dijo Blon-dine-3, contemplándolos desde la puerta.
Nunca se sentaba a la mesa con ellos; se paseaba como si no escuchara, tocando objetos sin importancia, observando a la red de híbridos que se sucedían allá abajo en la oficina.
– Es un usuario no registrado –comenzó uno de los delegados–, se hace llamar Ralph124C41+, entra sin registro y sólo puede tener acceso a las actualizaciones. Últimamente hemos detectado que en forma masiva está haciendo copias del programa. Pensamos que el motivo es la venta ilegal.
– ¿Comando Nº 5, borrado rápido? –preguntó Blondine enfrentándose a los hombres.
– Sí, borrado rápido –exclamó el delegado–. ¡Queremos que el cretino desaparezca! ¡No queremos verlo más en la red!…es una obstrucción para la recaudación de la empresa… ¡BORRADO RÁPIDO! –gritó casi ahogándose con sus propias palabras.
– ¿Qué terminal me darán? –preguntó Blondine-3 ahora mirando un extraño trofeo que destacaba en un marco.
– “El foso” –dijeron a coro.
– ¿El foso? –Preguntó– entonces es realmente urgente para enviarme allí.
No obtuvo respuesta. Al darse vuelta, solo vio cabezas afirmativas.
El foso era un recinto pequeño, completamente tapizado de terminales en red, donde se destacaba, una sola luz al fondo. No había distracciones en el foso, no había ventanas para observar a los híbridos ingenieros, ni las pantallas electrónicas de la ciudad… nada. Nada más que máquinas.
– Por supuesto que tendrás todo lo que necesites: bebidas, tus maletas de ropa y cosméticos, sexo… lo que desees… ¡Empiezas ahora!
– Ok –dijo saliendo de la sala y encaminándose a su confinamiento temporal.
Cuando se oyó el golpe de la puerta del foso, al final del pasillo, al mismo tiempo se dejó sentir un hondo suspiro de alivio en la sala de reuniones.
Ralph124C41+ se levantó tarde ese día. Había pasado muchas horas reproduciendo y colocando en sitios de com-pradores ilegales las últimas actualizaciones de “RCS” Real Cyber Sex, el programa virtual más utilizado en ese momento en la red; pero los consumidores querían otra cosa y no había podido encontrarla.
Él se ocupaba de compradores masculinos. Sabía qué era lo que ellos necesitaban y eso le facilitaba el trabajo.
Había sido despedido de una empresa de software donde trabajaba, porque le descubrieron una cartera de clientes que no estaban registrados y a los cuales él surtía de productos novedosos.
Luego de esto empezó para Ralph124C41+ un descenso que parecía no tener fin. Su vida era un tormento hasta que decidió seguir con lo que había empezado hacía muchos años. Sentía que la depresión le había ganado esta vez y eso se transmitía en su aseo personal y en todo lo que lo rodeaba. Fue en ese estado de torpeza emocional que se sentó un día a experimentar con “RCS”. Siendo un gran consumidor, conocía casi todas las salas, las putas, las emociones sadomasoquistas, pasando por sex shop y ropa íntima que incluía el programa.
La respuesta de los compradores había sido casi instantánea puesto que ya lo conocían y sabían que siempre les daba un buen producto. Hacía una semana que estaba con “RCS” y en lugar de darle luz a su vida, se había transformado en una obsesión.
Su habitación daba una idea de ésta. Restos de varios desayunos y comidas se apilaban a su alrededor, el piso tapizado de ropa sucia, las cerradas ventanas lucían vidrios opacos de grasitud acumulada de tiempo, un colchón con manchas de sudor reposaba en un rincón; el desorden era total. Parecía la vivienda de un indigente.
Ese día, –se había levantado tarde–, traía consigo una carga enorme, ya que los sitios a quienes él surtía, le habían pedido, durante toda la noche, la nueva actualización de “Blondine-3”. Una puta sex-exotic de última generación y él no había podido encontrarla.
Descalzo, comenzó a caminar por la habitación; se detuvo ante el espejo del dormitorio. Observó su imagen, primero de frente y luego de perfil: cabello sucio, camiseta manchada de las diferentes salsas de tanta comida chatarra ingerida en esos días, calzoncillo raído y una incipiente panza que sobó con satisfacción.
Casi sin darse cuenta, y luego de varios días, se metió en la ducha. Con una toalla a la cintura y casi sin pensarlo, comenzó a juntar el desorden, a lavar la vajilla, a barrer mientras repetía: ¡Esta noche la atrapo, esta noche la atrapo! En su cabeza se sucedían honeypot, detectores de intrusos, firewall, bloqueos temporales; a todos había violado ya desde la mañana, solo le quedaba una insignificante sala de chat, incluido en el programa.
Justo en el momento en que tomaba la aspiradora para continuar con el aseo, su cabeza detectó la sala de chat; la limpieza quedó para más tarde o para…
Corrió a sentarse frente a su computadora.
Blondine-3 se había instalado en el foso y casi inmediatamente pidió su maleta. Al cabo de una hora la transformación fue total. Rosa y negro había sido su elección para entrar a la red del programa y “mostrarse”. Luego, se había escondido toda la noche mientras Ralph124C41+ la había estado buscando. El programa era emitido en todo horario y en esos momentos en que Ralph124C41+ se distrajo con la limpieza, ella había estado jugando. Sabía que el duplicador entraba a la noche y que su casilla de pedidos estaría a tope pidiendo a Blondine-3. Se dijo que ya era hora de mostrarse ante él.
Ralph124C41+, ya instalado frente a la pantalla, se colocó el casco de realidad virtual. Le gustaba el casco, era como entrar a un sueño; las emociones se hacían más fuertes y si bien no se había llegado a una realidad completa, las imágenes eran sugestivamente atractivas.
“RCS” –dijo en voz alta– y la transmisión se inició de inmediato. Al entrar, se fueron formando los pasillos de las salas del programa. Conocía de memoria el trayecto: a la derecha los sado, a la izquierda los homo, otra vuelta y se encontraba con la venta de productos eróticos, en un recodo estaban los adoradores de las máquinas de sexo. Y allá al fondo, en un rincón, había una puerta tan insignificante que nunca le había prestado atención, pero aun así, sabía que se trataba de una sala de chat. Entró. Sobre el fondo de sus lentes, vio todos los que estaban conectados, ninguno era Blondine-3. A menos que estuviera con otro Nick; ella no estaba. Esperó.
Blondine-3 lo buscó en la estructura del programa, –ella también llevaba casco– y lo ubicó en el chat. Sonrió. Era el lugar perfecto para atraparlo. Entró.
Sobre la pantalla virtual se vio su Nick y él se sobresaltó. De inmediato la rodearon casi todos los Nick conectados. Ella tenía la opción de “privado” bloqueada; le gustaba excitar en sala. La conversación se hizo rápida, las imágenes eróticas que largaba se hacían cada vez más fuertes. Todos querían poseerla, tener un rato de sexo con ella, no importaba cuánto dinero hubiera que cargar a la cuenta. Ralph124C41+ supo entonces que ésta era una actualización que valía la pena conseguir. La vendería con tan solo mencionar su nombre.
La querían en persona, verla, tocarla.
Entonces se presentó enfundada en un traje de látex negro, con una peluca también negra con mechones rojo sangre. Senos al aire, ajustados por un corsé. Poco importaba si era bella o si era joven, el placer venía en un buen envase y eso era por lo que pagaban para satisfacción personal.
Ralph124C41+ no intentó acercarse en seguida, observó cómo era su comportamiento desde un rincón de la sala, buscando el momento para atraparla… entonces apareció en su visión el cuadrado de un PV de Blondine-3.
No se sucedieron las preguntas y respuestas clásicas de todo chat, vacías, mentirosas, dando señales falsas la mayor de las veces. Ella le estaba enviando señales directas, el sólo hecho de haber entrado a un privado con él ya era motivo para tantear su billetera y tomar una decisión.
A un hombre adicto a juegos sexuales como era él, una invitación de una nueva puta, aunque fuera virtual, era algo para no dejar pasar. Luego la investigaría a fondo y lograría la clave para clonarla, además de tener un momento de placer, que sería la envidia de todos los hombres de la sala.
Accedió.
Blondine-3 le indicó la clave para entrar a su sala privada, se verían en la intimidad y tendrían sexo. Antes de entrar, Ralph124C41+, tuvo que colocar el código de su tarjeta de crédito.
Entró.
El ambiente tenía una media luz. Ella estaba sobre la cama, incitándolo, dándole imágenes eróticas que llegaban como torrente a los ojos y oídos del ahora indefenso duplicador ilegal. Con sus nalgas descubiertas y sus senos que terminaban en puntiagudos pezones, parecía una imagen onírica. Esa era la imagen que él había descrito en un comentario en alguna parte de la red y ahora se estaba haciendo realidad ante sus ojos. La observó, la tocó, pasó sus dedos y su lengua por ese cuerpo sintético y luego la poseyó. Con un rápido movimiento, Blondine-3 se colocó sobre él, lo apretó con las piernas y de cada uno de sus puntiagudos pezones emergieron sendas agujas que se hundieron en la carne de Ralph124C41+. Su cuerpo se inundó de un líquido que lo recorrió dejándolo insensible; la excitación fue sublime y logró tener otro orgasmo. Al momento, ella le aprisionó las manos y ajustó un mecanismo magnético diciéndole al oído en forma sensual:
– Ralph124C41+, acabas de ser alcanzado por un borrado rápido del sistema de emergencia del programa “RCS”.
La descarga eléctrica fue tan intensa que lo mató al instante.
Blondine-3 se desconectó de inmediato; aún conservaba en su piel y boca el gusto de un buen sexo. Esos eran los trabajos que le gustaba realizar.
Cuando abrió la puerta del foso, pasó sin siquiera entrar a la sala de reuniones, bajó por el ascensor hasta la planta donde babosos ingenieros la observaban. Esta vez su atuendo era rojo y sus ojos celestes resaltaban enmarcados en una peluca rojo fuego. Caminó por entre las terminales como al inicio de la misión y se dirigió hacia a puerta de salida.
– Terminal 1 –dijeron desde la sala de reunión de los delegados. Aplique el Comando Nº5 para el software Blondine-3.
– ¡Señor! –rogó el híbrido ingeniero.
– Está bien, deje que concluya el programa.
Blondine-3 pasó su trasero por el pasillo y cuando se cerró la puerta de acrílico, recién entonces el hombre cumplió la orden.
LOS OJOS DE MI AMIGO
“Poseído de espanto, emprendí finalmente la huida ante su Impenetrable tiranía como ante una peste, y hasta el fin del mundo hui, hui siempre en vano”.
Edgar Allan Poe.
Si muero primero –nos había dicho nuestro amigo a nosotros dos–. A vos –señalando al más viejo del trío– te tocarán mis orejas, y a vos –señalándome a mí– te tocarán mis ojos, para que pueda seguir por siempre junto a ustedes.
– Está bien, está bien –le increpamos–. Ya basta, no tomes más…
Pero nuestro amigo nos había hecho una doble broma, porque él sabía que iba a morir, nosotros no. Al cabo de unos meses falleció.
Estuvimos en su entierro hasta que solo nosotros dos quedamos en el silencio del cementerio. Entonces mi amigo, el más viejo, comenzó a escarbar como un enajenado la tierra que cedió sin resistencia a sus manos, dejando el féretro expuesto. Se tiró dentro del hoyo y abrió la tapa, sacó una afilada navaja y con decisión que yo no conocía, seccionó ambas orejas del cadáver, las colocó en una bolsa y me gritó desde el fondo.
– ¡Ahora te toca a vos!
– ¡No puedo! –le grité–. ¿Cómo se te ocurre semejante disparate?
– Debes hacerlo –me decía mientras trepaba por la tierra–, te perseguirá toda la vida, es el destino, él lo quiso así.
– ¡No puedo! ¡no puedo! –volví a gritar retorciéndome entre mis instintos.
El más viejo salió del hueco con su bolsa de orejas y se perdió rápidamente en la oscuridad y siguió gritándome hasta que no lo oí más.
– ¡Debes hacerlo, recuerda que te perseguirá toda la vida, es tu destino, no puedes huir, no puedes huir!
Saqué fuerzas y bajé al foso a tratar de tapar el féretro, pero la tapa se atoró en una raíz.
Trepé hacia el exterior y comencé a tirar tierra, no podía dejar eso así, estaba muy mal.
Una niebla cubrió en un segundo toda sombra existente, solo dejó al descubierto las telas de araña en las ramas más bajas de los pinos y las huellas de las babosas sobre las lápidas. En esa zona el terreno era escabroso y tuve que arrastrarme para pasar entre las ramas que asieron mi garganta como si una garra del destino quisiera atraparme para cumplir la voluntad de mi amigo.
Caminé hacia la dirección de la salida y me pareció que una sombra que no era la mía me acompañaba.
Logré alcanzar la puerta y me tiré hacia la calle.
Decidí que caminaría, había ensuciado mis ropas y zapatos. Serpenteé entre las calles y me detuve a cada instante. La sensación de persecución era tan fuerte que no podía casi respirar. Al llegar al centro de la ciudad disminuyó y pude sortear el poco tránsito de la noche y llegar a mi casa.
Al subir las escaleras, volvió a estar junto a mí el aliento de mi amigo en mi nuca.
Me metí en la ducha, y luego de un rato salí reanimado, pero al levantar la sábana para acostarme, huellas de manos, sucias, barrosas se confundían con pisadas que se perdían en la puerta. Quedé paralizado al ver que desde la almohada me vigilaban “los ojos de mi amigo”.
¿CÓMO SER OBJETIVA EN TIEMPOS DE SEXO?
¡Por dios! ¡Salgan a la calle y arriésguense aunque sea una vez en este fin de semana!
Me grita Glenn Close desde la pantalla con un pasmoso convencimiento. Pero claro, Glenn Close es una mujer que con solo decirlo es tomada como un mandato.
Y yo debo escribir sobre una camioneta verde limón que entra y sale de la niebla. Esa imagen me está perturbando desde una mañana de invierno que entonces la vi desde mi ventana. Con mis cuarenta y tantos años y una revolución de hormonas en mi cuerpo, sería muy interesante que esa camioneta verde limón que por cierto es muy erótica, fuera utilizada para distintas… distintas… travesuras. Todo habla de sexo, canciones, comerciales, programas de televisión, exposiciones de arte, conferencias del nuevo siglo. ¿Cómo ser objetiva y pensar que el tema del sexo a mi edad es “Casi” obsoleto? ¡No lo es! Eso lo puedo asegurar. Volviendo a la camioneta verde limón. Aquel día había mucha niebla y esa imagen apareció en mi campo visual, como un fantasma. Me la imaginé llena de elementos perturbadores como almas trasladadas al averno. Esas almas, que otrora fueran arquetipos fantasmales con un valor simbólico y que estuvieron en el inconsciente colectivo por muchísimo tiempo, ahora serían despojos, vestiduras apenas reconocibles de los viejos fantasmas victorianos. Pero ¿Qué hacía un grupo de fantasmas victorianos apilados en una camioneta verde limón, en pleno siglo XXI?
Veamos, recordemos que el fantasma decimonónico se aburguesó, como reflejo de una sociedad dedicada a la familia y bienes materiales. Entonces mis fantasmas, tendrían un atuendo propio a su status. Serían señores acaudalados, con sombreros de copa, capa y engarces en oro y brillantes en broches, anillos y relojes. Serían banqueros, comerciantes o tendrían un negocio de bienes raíces. Me los imagino, enumerar posesiones materiales, discutiendo. Todos queriendo tener más que el otro y más de una discusión sería terminada en un insulto, o una bofetada. Tal vez habría alguno que fuera el suicida que todos debían ocultar, eso era mal visto en el seno familiar.
O el fantasma de un asesino, ese era desterrado de todos los ámbitos sociales.
Tal vez habría en mi camioneta verde limón algún fantasma que por acción de una mala gestión hubiera perdido todas sus posesiones y se lamentara eternamente. No quiero olvidarme de todos los escándalos de alcoba que ocurrieron en esa época, amores prohibidos, no correspondidos y de los otros. Pienso que tal vez apilados en esa grotesca imagen se encontraran amantes desorientados, mujeres ardientes que no medían las consecuencias, mientras sus esposos recaudaban para las arcas de la familia. Institución familiar que era vista como un modelo ejemplar de comportamiento materialista. No quiero dejarme llevar por las imágenes eróticas que vienen a mi mente en este momento… tal vez alguna monja sollozante se acurrucara en un rincón, mientras el fantasma de un sacerdote quisiera tirarse de la camioneta expiando una culpa carnal.
Esos serían los fantasmas que ocuparían el espacio prisionero dentro de un vehículo del siglo XXI y los cuales estarían dando un paseo por la zona, paseo turístico de ancianos fantasmas en tercera edad.
Debía saber que ocupantes verdaderos eran los que llevaran toda esa carga y para ello, un día de niebla, me aposté justo en el lugar donde pasaría el suceso. La vi venir, muy despacio, se detuvo a mi lado y pude ver que sus ocupantes eran dos personas comunes y corrientes. Un hombre canoso, algo mayor, era el conductor, mientras una mujer de mediana edad que posiblemente fuera su hija, anotaba algo en una agenda, distraída. Cuando la camioneta verde limón pasó cual larga era a mi lado, pude leer en su caja: “Transporte de productos alimenticios”.
Juro que escuché las risas de mis furibundos fantasmas victorianos, risitas sarcásticas, plenas de goce y pensé que tal vez ellos estuvieran… en fin, es imposible ser objetiva en tiempos de sexo.
EL RETRATO ENTRE LOS PINOS
Se levantó esa mañana más agotada que de costumbre. Desde hacía unos días venía soñando con cosas extrañas. Sus pesadillas la agobiaban y al despertar, las migrañas no la dejaban vivir plenamente el día.
Eleonora Maxwell, solterona, de alta alcurnia y millonaria por herencia, vivía en la casa familiar. Sólo la acompañaban Rita, su ama de llaves, amiga y confidente aún después de tantos años, Jeremías, esposo de Rita y mayordomo, quien tenía a su cargo todos sus trámites y papeles, y tres empleadas que hacían que la casa se viera siempre reluciente, que su ropa estuviera impecable, la platería bien pulida y, lo más importante, que nunca le faltara la buena mesa.
Eleonora tenía buen paladar y disfrutaba de las virtudes de su cocinera, a quien le había enseñado una tabla con el balance perfecto de las calorías diarias a consumir. La buena mujer inventaba verdaderos manjares sustituyendo carbohidratos por fibras y proteínas en lugar de grasas.
Su vida transcurría aburrida entre tanta opulencia. El espejo de una luna, biselado y adornado con arabescos dorados, digno de una princesa, le devolvía una imagen joven y hermosa, aunque dentro de toda esa cáscara artificial se escondiera una persona que había vivido muchos años…
Ese día el dolor de cabeza la atormentaba más que de costumbre. Había soñado con su niñez, los trastornos en el colegio, con la otra vida que sufría tras bambalinas.
Por insistencia de Rita salió a desayunar al jardín, no sin antes colocarse el sombrero que le cubría la cara y gran parte de sus hombros, los lentes oscuros y un protector para el sol.
Al levantar la vista, vio frente a ella los dos grandes pinos que se erguían con toda su esbeltez y recordó que al cumplir catorce años su padre le había sacado una foto entre esos pinos, los cuales tenían entonces su misma altura.
El retrato entre los pinos… Él delataría su verdadera fisonomía ya que a esa edad y después de ese día, su padre se vio en la necesidad de proponerle la primera cirugía de nariz.
Y aquella jovencita feísima con nariz nueva, empezaba a verse y a sentirse mejor. Su padre la premió con un crucero para que ella siguiera adelante con su transformación.
Eleonora al cumplir los veinte años era toda una experta en cremas antiarrugas, regímenes de adelgazamiento, masajes y terapias antiedad.
No podía verse fea y mucho menos el surco de los años en su rostro. No tuvo tiempo para concurrir a fiestas o encuentros entre jóvenes de su edad, ya que siempre se encontraba en una sesión de barro egipcio, en un masaje finlandés, o en un baño sueco.
El culto a la belleza y a la juventud fue de primordial interés. ¿Esposo? Ni pensar. ¿Hijos? Ni hablar del asunto. Su físico envejecería diez años y no estaba dispuesta a sacrificar tanto.
Su merienda era un colorido conjunto de pastillas, para la piel y las uñas, para la caída del cabello, para mantener los huesos jóvenes…
A los treinta años se retocó los ojos que estaban un poco caídos, lo que le iluminó la mirada. Se rellenó los labios que ahora parecían más carnosos y apetecibles.
A los cuarenta años se levantó los glúteos, el vientre y los senos, a la vez que incrementaba sus secciones de gimnasia.
Su padre al verla salir de la clínica, pensó si no hubiese creado un monstruo sin sentido y la instó a preocuparse por su destino. Un heredero era lo que tenía en mente, pero Eleonora no escuchó su petición y siguió mirándose al espejo, descubriéndose una nueva mancha en las manos, un poco de celulitis…
Las dietas eran su fuerte. Las conocía todas y las practicaba sin medir consecuencias.
A los cincuenta años y ya fallecido su padre, no tuvo escrúpulos en gastar gran parte de su herencia para mantener su juventud. ¿Un esposo? Por supuesto que no tenía tiempo para pensar en un esposo.
A los sesenta se hizo el implante de dientes y de cabellos, se esculpió las uñas y sin pensarlo mucho, realizó un viaje por el mundo detrás de las clínicas más caras que le prometían un verdadero elixir de juventud.
Rita tenía su misma edad y era, a los ojos de Eleonora, una persona muy desagradable. Tenía canas y arrugas y la obesidad la había atrapado por completo. Usaba lentes muy gruesos y se le había caído el cabello, y, para completar, ca-minaba con un bastón, el cual parecía una prolongación de sí misma.
Cierto día al pasar junto a la casa de Rita, que estaba a un costado del jardín, la curiosidad la atrapó hacia su interior. No había nadie. El esposo de Rita se encontraba muy enfermo y estaba internado en un sanatorio. Rita estaba con él en ese momento por lo que, sin pensarlo, entró.
Sobre la estufa, en la pared del fondo e iluminada por los rayos del sol que entraban por la ventana, relucía una foto. Sintió curiosidad y la acercó a los ojos y efectivamente era lo que parecía… su retrato entre los pinos. Con un grito desesperado corrió hacia la puerta tapándose la cara. No podía creer que Rita lo conservara después de tanto tiempo. Pensó que lo había destruido, pero no, estaba ahí, inexorable, patético, despiadado ante sus ojos.
Una parte de sí misma se reconoció y otra se aborreció.
Después de esa crisis se descubrió más vieja que de costumbre y obviamente recurrió al cirujano plástico, el cual, después de un exhaustivo examen, le comunicó que otra cirugía sería realmente un desastre. Los tejidos no responderían a otra tensión. La piel había perdido gran parte de su tonicidad. En definitiva, no creía que fuera conveniente la operación. Además, para qué, si ella era hermosa en su madurez muy bien llevada.
No quiso escucharlo y se tomó el primer avión a Suiza. Se internaría en una clínica especializada en cirugía, que a la vez contaba con un Spa para la recuperación de sus clientes.
Cuando Rita y Jeremías regresaron del sanatorio, se encontraron con una carta de Eleonora informándoles de su última decisión.
Después de unos 15 días el teléfono resonó a media noche en la mansión Maxwell. Era Eleonora. Balbuceaba y apenas se le entendía lo que decía.
– Rita, por favor, destruye todos los espejos que hay en la casa…
– ¿Cuándo regresas?…
– Estaré unos días más en Suiza. Te llamo cuando decida volver, pero por favor, no te olvides de destruir todos los espejos, rómpelos todos. No quiero que guardes ninguno.
– ¿Te encuentras bien? Te noto la voz un tanto rara. ¿Cómo salió la operación?…
No tuvo respuesta y pensó lo peor.
El remis que trajo a Eleonora, vomitó sobre el césped un estropajo de vendas, que corrió tapándose hasta perderse en la casa y sumergirse en una profunda oscuridad.
A partir de ese momento, la señora Maxwell desapareció de la vida social, ya que nunca más se sacó las vendas.
Rita la ayudaba a cambiárselas todos los días, evitando ver ese grotesco rostro que la observaba con un rictus despectivo. Eleonora no podía soportar ese montón de arrugas que era Rita, pero la necesitaba.
El cambio de vendas pasó a ser un ritual donde ambas mujeres se descubrían y rememoraban viejos tiempos.
Eleonora mandó a pintar cuadros en dónde ella se veía lozana y joven y llenó la mansión con ellos. Pasó sus años paseándose con su largo vestido de cola por los amplios corredores, mirándose en las pinturas, sin tocarse la cara vendada que la acompañaría hasta su muerte.
Y mientras Rita agonizaba en su lecho, sobre la repisa, se mantenía siempre joven el retrato entre los pinos.
CONFITES ROSADOS
Llovía esa mañana de verano. Los perros perseguidores de coches estaban amontonados bajo el techo de la parada del ómnibus. Tenían poca diversión en esa mañana lluviosa de domingo.
Día de feria vecinal. Un vendedor de panchos empujaba su carro bajo la somnolienta llovizna restándole importancia. Algunos paraguas se perdían tímidos e indefensos en la entrada del Supermercado.
Sofía se asomó al balcón del séptimo piso.
– ¡Qué día para una entrevista! –dijo mientras se preparaba el desayuno.
Como estudiante de Ciencias de la Comunicación debía presentar una entrevista “distinta”; una entrevista que no haría nunca estando en su sano juicio. Pensó en muchas posibilidades pero ninguna la sedujo. Este trabajo era el último que tenía que presentar antes de recibirse. Su joven entusiasmo quiso que además de distinto fuera “original” pero pronto sus originalidades terminaron en cursis historias de vidas filosóficamente observadas por el lente de su imaginación.
Colocó su grabador en la cartera, tomó la campera por si seguía lloviendo y salió a la calle llevando consigo la esperanza de encontrar una buena y original entrevista.
Era nueva en el barrio; se había mudado hacía exactamente una semana atendiendo sus necesidades de estar a solas para poder estudiar.
El departamento en préstamo de su tía, la cual se encontraba en un viaje por Medio Oriente, era luminoso y demasiado tranquilo para su gusto, pero era ideal para poder concentrarse en el examen final.
Comenzó a caminar sin rumbo. La llovizna la obligó a detenerse ante la puerta de un bar para colocarse la campera. Se sintió observada, miró entonces hacia el interior y vio a un hombre que con ojos perdidos en la nada la ubicaban a ella en el eje de su observación. Pensó que estaba invadiendo un territorio que no le pertenecía y se retiró hacia un costado. Ahuecando la mano contra el vidrio pudo ver que el hombre se encontraba sentado solo y rodeado por la penumbra del recinto.
Iluminado por la luz natural que entraba por los ventanales parecía que todo el ambiente pertenecía a una escena de ficción. Sofía fue empujada hacia el interior por unas amas de casa que venían de la feria escapando de la llovizna. El hombre seguía tan absorto que por un momento pensó que sería una estructura sin vida y se acercó. Era muy mayor, algo que no había notado desde afuera. Parándose a su derecha, con los brazos cruzados, mirando la calle que se ponía cada vez más borrosa por la persistente lluvia dijo.
– ¡Qué lástima llover justo un domingo!
– Hmm…
“Hmm… ¿Compartimos el día gris? Hmm… ¿Qué importa que sea domingo? Hmm… ¿No hablo con desconocidos?” pensó Sofía a quién esa carraspera no le decía nada, mientras observaba por el rabillo del ojo a su silencioso interlocutor.
Delgado, enjuto, parecía que la piel se le adhería a los huesos de las manos como una tela caprichosa. Una barba blanca de varios días enmarcaba unas arrugas desiguales, sin sentido. Cabellos finos y ralos, ojos vidriosos que se detuvieron a observar a Sofía, quién seguía parada a su lado.
– Siéntese que esto tiene para rato…
– Espero que no para todo el día –dijo en una sonrisa y agregó– tengo un trabajo que hacer –mientras tomaba asiento.
– ¿En domingo?
– Sí –suspiró–, es una entrevista para el curso de Ciencias de la Comunicación…
– En mis tiempos no había eso –agregó el hombre aún sin mirarla.
Sofía pensó que al no poder ir a ningún lado, quizás este hombre tuviera algo importante que decirle y se lo sugirió.
– ¿Quiere que le cuente mi vida? –le preguntó mirándola a los ojos.
– Sí –contestó resignada y depositando la grabadora sobre la mesa, mirándolo también a los ojos.
El hombre titubeó por un momento y luego volvió a mirar la calle.
– ¿Es muy importante para usted?
– Es lo más importante en la vida –dijo Sofía poniendo la mano sobre su pecho.
– ¿Más importante que la vida misma? –continuó el hombre en el mismo tono.
– En este momento sí; mi futuro depende del examen final del curso y por ende de esta famosa entrevista.
– Era muy joven –comenzó a decir el hombre pensativo y colocándose trabajosamente de frente a Sofía que lo observaba con curiosidad–. Cuando mis padres compraron aquel negocio de caramelos –continuó–. ¡Un chiquilín que tocaba el cielo con las manos! ¡Caramelos de todos los sabores y colores! Pero los que más me gustaban eran los confites rosados rellenos de almendra. ¡Qué delicia! –dijo pasándose la mano por la boca tratando de limpiar una inexistente baba.
A Sofía esto aún no le decía nada y dejó que siguiera con sus pensamientos.
– Mis padres eran gente buena y trabajadora. Mi madre tenía un carácter que muy pocas veces he visto en mujeres. Su determinación llevó a mi padre adelante con la empresa y pronto fue productiva y benéfica para todos. Mi padre era un hombre con visión de niño, le gustaba hacer bromas y tenía una imaginación prodigiosa para llevarlas a cabo. Cuando yo nací, dicen que dijo que mi aspecto parecía un manojo de tela arrugada y cuando fue a anotarme me puso el nombre de Quintín, una broma que le cayó gorda a mi madre y se lo recordó hasta el día en que lo mató.
Esa frase le sonó como campanitas a Sofía que preguntó al instante.
– ¿Lo mató?
– Era de esperar –carraspeó Quintín–, ninguna mujer puede vivir con un bromista, mejor dicho, sobrevivir al lado de un bromista.
– Nunca lo había pensado –agregó pensativa.
– Tal vez nunca te cruzaste con uno porque eres muy joven, pero… lo que te interesa es la historia, ¿verdad?
– Sí –contestó Sofía encogiéndose de hombros.
– Mi padre bromeaba hasta cuando dormía y realmente era así. El negocio de caramelos estaba al lado de la casa, en un galpón grande y oscuro; cuando tenía que hacer los pedidos se quedaba toda la noche. En uno de esos días, le puso el despertador a las tres de la mañana a mi madre y cuando lo fue a apagar se encontró con una araña de juguete sobre el despertador. ¡Con el terror que le tenía a las arañas! –acotó–. Y como si fuera poco con goma de mascar pegada en los dedos, por lo que no se podía sacar ni la goma, ni la araña…
»Ese tipo de bromas hacía mi padre… bromas pesadas… Y así era con todos, con sus amigos, con nosotros… Éramos cuatro hermanos, dos y dos… se fueron muriendo de a uno –dijo volviendo a mirar la calle que ya era sólo un dibujo en los ventanales.
Sofía no salía de su asombro, la víbora del miedo le comenzó a recorrer el cuerpo desde la nuca hasta los pies. Lo que tenía en las manos era una declaración de muerte y de sufrimiento. Por un momento pensó que este hombre era también un bromista y le estaba jugando una mala pasada, sabiendo que ella necesitaba una historia distinta para su examen, lo estaba inventando todo y…
– Primero fue Adriana, la más chica –aclaró la garganta–. Un día se acercó demasiado al horno… nunca supimos en realidad que fue lo que pasó. Un accidente dijo mi madre, un lamentable accidente, pero a nosotros siempre nos quedó la duda porque nunca más se habló de Adriana en casa; fue como si no hubiera existido.
»Mi padre no medía las consecuencias, no le importaban los sentimientos ni las personas, sino que las tenía como objetos de bromas. ¡Títeres manejados por el gran simulador! –gritaba con grandes ademanes.
Quintín miró a Sofía y le dijo
– ¿Continúo?
– Sí, por favor –dijo haciendo gala de su resistencia co-mo periodista.
– Después fue Genaro –volvió a carraspear–. Un día mientras envasaba los caramelos se quedó dormido y se encontró de pronto con una alimaña venenosa en la cinta transportadora.
»Otro accidente –dijo mi madre–, pero desde ese día con Margarita, que era la que quedaba, y yo, que era el más grande, siempre estuvimos en guardia y no nos pasó nada hasta que un día tuve que viajar a otro pueblo a llevar mercadería. Cuando regresé, me encontré que Margarita había sufrido un lamentable accidente. Las guillotinas de cortar el papel de los caramelos se habían vuelto repentinamente locas. No me perdoné nunca el haberla dejado a expensas de ese bromista que era mi padre.
– ¿Y su madre y usted Quintín, nunca dijeron nada a la Policía?
– ¿Qué pruebas teníamos, más que nuestras sospechas? –carraspeó–. Nada… sólo accidentes… –dijo sacudiendo las manos y mostrando las palmas vacías.
– Usted dijo que su madre lo mató. ¿Cómo fue en realidad? –preguntó Sofía.
– Mi padre no podía entender cómo a mi madre no le gustaban las bromas, y mi madre no lo soportaba más. Muchas veces la vi abstraída pensando en, tal vez, la mejor forma de matarlo en broma como a él le gustaba y que pareciera un accidente. Lo cierto es que se estaba volviendo paranoica: calculaba cuándo llegaba, qué era lo que hacía, a qué hora comía, en qué momento descansaba y hasta cuándo se duchaba. Pero mi padre lo tenía todo bajo control y no le daba ni un paso de ventaja. Los tres estábamos pendientes de nuestros movimientos, pero la lucha se centraba en ellos. Más de una vez pensé si realmente se querían, y si fue así, ¡qué extraña forma de quererse!
»Yo era el único de mis hermanos que había sobrevivido hasta el momento y estaba excluido siendo testigo de sus luchas y arrebatos, de sus bromas que llegaban a ser hirientes y macabras. ¡Realmente se ponían insoportables cuando se peleaban y se maltrataban! No había tranquilidad en casa.
»Pensaba siempre: cuándo vuelvan la mirada hacia mí y vean que sigo vivo, ¡pobre de mí! Pero ese día nunca llegó porque si no yo no estaría contándole la historia, ¿verdad? –le dijo a Sofía que ya empezaba a desconfiar de sus dichos.
– Es verdad –le contestó en una media sonrisa como diciendo que no creía nada de su relato.
– Mi madre calculó tanto cómo matar a mi padre que al final Dios le dio una gran mano. Un día mi padre sintió un dolor agudo en el pecho y el médico le recomendó quietud y unas pastillitas blancas muy chiquitas, y casi inofensivas si se toman de a una, pero si se toman muchas, bueno, el resultado ya lo puede imaginar usted…
Sofía se tapó la boca con la mano, no podía creer lo que estaba escuchando, tenía que ser un invento de este viejo aburrido que sólo se dedicaba a contar cuentos de espanto en los días de lluvia… tenía que ser eso…
– Aunque nunca me gustaron, no pude emular a mi padre en sus bromas –carraspeó Quintín.
– ¿Y su madre? –preguntó desconcertada ya.
– Por eso le dije que nunca pude emular al gran bromista que era mi padre.
»Después de su muerte, el negocio fue decayendo poco a poco hasta reducirse a nada. Tuvimos que venderlo todo para poder sobrevivir.
»Cierto día llegó una carta de un estudio contable diciendo que mi madre debía presentarse en el banco para recoger una caja en depósito que había dejado mi padre. “¡Ese infeliz!” dijo mi madre, “¡aún después de muerto sigue molestando!…” Dentro había un mensaje que decía: “No quiere decir que has vencido”. No había nada más. La caja estaba vacía, pero al moverla, se sentía como que sonaba algo en el fondo. Mi madre se encerró en su cuarto y demoró en salir, tanto que tuve que ir a golpearle la puerta. Estaba muerta, tendida sobre la cama, paro cardíaco dijo el médico. Estúpidamente mi padre había adherido al fondo de la caja con un resorte una hermosa araña peluda de goma lustrosa y rozagante, que dio de lleno en la cara de mi madre al retirar el fondo de la caja. El terror que sentía mi madre por estos arácnidos había despertado el instinto asesino de mi padre que, aún después de muerto, seguía con sus interminables bromas.
» ¡Nunca pude emular a mi padre! –dijo Quintín riéndose y golpeando la mesa con el puño aguantando un exceso de tos.
Sofía apagó el grabador. Afuera la lluvia había cesado y un triste sol se dibujaba aún sobre los vidrios de las ventanas de los departamentos más altos, otorgándoles un brillo especial.
– ¡Bueno! –dijo Quintín–. Paró la lluvia después de todo y usted tiene su historia…
– Lluvia de verano –acotó pensativa.
Quintín se levantó, retiró la silla a un costado y se estiró como un gato, puso la mano en el bolsillo y le extendió a Sofía una cajita en donde había dos confites rosados.
– Tome –le dijo–. Son mis preferidos de almendra.
Ella titubeó pero los aceptó y se los guardó en el bolsillo de la campera. Quintín desapareció tan pronto que no tuvo tiempo de agradecerle nada, ni la historia, ni los confites…
“¡Que relato tan raro!” pensó a la vez que se dirigía hacia su departamento.
“¿Quién va a creer semejante cuento?”
“¡Solo a mí se me ocurre prestarle atención a un viejo loco en un día de lluvia!”
“Esta historia del titiritero de la muerte no se la cree nadie. ¡Qué lástima, un día perdido!”
Al llegar al departamento, colocó la grabadora sobre la mesada de la cocina y salió a la terraza; unas nubes grises se alejaban dejando charcos y pájaros mojados. Los perros perseguidores de coches volvieron con su algarabía a inundar la tarde. Todo estaba nuevamente en su lugar desplazando el escenario extraño de muerte del que había formado parte.
Tanteó en el bolsillo los confites rosados, en el cuenco de la mano los miró como si ellos fueran en realidad testigos de ese cuento mágico que acababa de escuchar, se los puso en la boca y los mordió. El sabor amargo y almendrado del veneno le inundó la boca y se deslizó suavemente por su garganta.
LA TESIS
Soy estudiante de Antropología y debía realizar una tesis acerca de las haniwa tan emblemáticas y con un contenido existencialista y mortuorio. Siempre me atrajeron los temas oscuros, pero éste era un verdadero desafío. Recurrí a libros y bibliotecas que solo mencionaban vagamente a las tan huidizas esculturas de arcilla. Me encontraba en una situación desesperada y sin solución aparente. La cultura japonesa estaba tan lejos de este Montevideo, que se presentaba gris y lluvioso, que mi desánimo iba en aumento.
Deambulé por las calles buscando unos ojos rasgados, una fisonomía que los delatara, me pregunté sin respuestas: ¿Por qué acá en Uruguay no hay un barrio Japonés como en casi todas las partes del mundo?
Recordé que en una de las calles principales de la capital se encontraba una casa donde vendían productos japoneses y hacia allá dirigí mis pasos.
Al entrar, se respiraba un aire distinto, una música suave y acariciadora dominaba el ambiente, coronada por inciensos y toda clase de elementos decorativos, pensé que había llegado a una pequeña porción del territorio japonés y me alegré… pero mi desilusión fue mayúscula, cuando del otro lado del mostrador me atendió una chica caucásica, sin un atisbo de sangre japonesa en sus venas. Mi cara fue lo suficientemente delatora como para que la muchacha se diera cuenta de mi preocupación. Me comentó que el verdadero dueño del negocio casi no salía de su residencia.
Al preguntarle por si tenía algún material que pudiera estudiar de las haniwa no supo que contestarme, pero desde el interior de la tienda se oyó que la llamaban y se disculpó por un momento. Pensé que detrás de esa gruesa cortina se hallaba mi respuesta y esperé. Volvió sonriente con unos objetos en sus manos. Doboko me decía mientras me mostraba unas armas de cobre. Dotaku repetía al hacer sonar unas hermosas campanas de bronce, finalmente puso en mis manos dos figuritas de arcilla diciéndome dogu , tratando de convencerme que era eso lo que buscaba, pero yo estaba segura de que dogu no era haniwa y se lo comuniqué. Un movimiento brusco se sintió detrás de la cortina y supe que tenía que retirarme. Al salir nuevamente a la calle ya no llovía, pero una humedad pegajosa dominaba todo el ambiente. Quedé parada en la acera sin saber qué hacer, de pronto una voz en mi cuello me dij0: “Haniwa, haniwa”. Reconozco que soy muy impresionable, y un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Miré instintivamente y vi a un anciano japonés que se ocultaba detrás de una gabardina y un sombrero, supe que era el que estaba en la tienda, sus ojos me interrogaron, hurgaron en mi interior, buscando el límite que me hiciera ceder en el motivo de mi investigación, pero me mantuve firme, debía encontrar una historia que avalara mi tesis. Sus manos aferraron mi brazo de modo intimidatorio y al no lograr su objetivo me dijo que lo siguiera a distancia.
Tomó un ómnibus con destino a los suburbios de la ciudad, yo me senté detrás de él, sin hablarle. Recorrimos una media hora hasta llegar a un barrio donde había pocas construcciones, unas, alejadas de otras, con amplios jardines y grandes fondos, casas señoriales donde en tiempos pasados, las damas y caballeros de la sociedad montevideana tenían sus haciendas de descanso solariego.
Lo seguí hasta el interior de la mansión. Comenzó a descorrer las cortinas en un gesto mecánico; afuera el día seguía gris. Se manejaba en su casa como un actor de kabuki , sus movimientos eran exactos, perfectos, elásticos. Me ofreció sake, bebimos sin hablar. Noté como el color se le subía a las mejillas, de pronto, desapareció. Lo esperé impaciente, recorriendo la gran sala, donde pude ver cuadros que representaban wamono , seguidos de bellísimas imágenes de mujeres con sus kimonos y obi de todos los colores. Al rato volvió con la vestimenta kabuki, y pensé que no me había equivocado, un traje suntuoso, extravagante, una enorme peluca y un maquillaje que según me hizo entender se llamaba benkei saru-guma , con tonos azules y marrones. Me contó que en sus tiempos de juventud, representaba a un hombre que se encargaba de guiar a las almas en su última morada, una obra oscura y legendaria plagada de misterios. Me pareció gracioso y mientras seguía con su orgulloso desfile de trajes, objetos antiguos, armas y todo tipo de elementos extraños a mis ojos, decidí que era el momento de retomar el tema por el que me encontraba en su casa. Al decirle haniwa, su cara pintada y graciosa, se transformó en una mueca, se detuvo el tiempo como en una imagen mie , quedé también estática, sin saber qué hacer, apenas respiraba. Algo en mi interior me decía que estaba en el lugar equivocado a la hora señalada, pero era la pista más certera para mi tesis y no podía dejarla escapar. Se fue desatando la tensión y pude respirar, el viejo japonés que nunca supe cómo se llamaba, volvió a servir sake, lo bebí todo de una vez tratando de calmar mi nerviosismo.
Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento es que el anciano se acercó y me dijo: “No hay haniwa sin cuerpo”.
Un frío me recorría el alma, no atinaba a darme cuenta qué era lo que estaba pasando, abrí los ojos lentamente y pude ver sobre mí una tela azul que me envolvía, la humedad de la tierra me había despertado del sueño, provocado por algún somnífero colocado en el vino. Sentí la respiración jadeante del anciano que revolvía la tierra y comencé a tratar de soltarme de la mortaja, sacudiendo mi cuerpo, aguantando un grito que quería escapar de mi garganta. Cuando al fin pude liberarme, asomé la cabeza y vi al anciano que cavaba una tumba. Había comenzado a llover nuevamente y hacía su trabajo menos pesado. Al costado del hueco pude observar una figura de arcilla con mis rasgos que terminó de convencerme del desequilibrio emocional del actor. Corrí descalza hacia la calle, con la improvisada mortaja aún sobre mis hombros, como un ajusticiado que escapa de su verdugo.
Así en ese estado me recogió una patrulla de policía. Descalza, sucia, mojada y con un pedazo de tela cubriendo mi cuerpo. Tuve que hacer muchas concesiones para comprobar que era quién decía ser. Les dije que era estudiante de antropología y realizando una excavación en un terraplén, éste, por acción de la lluvia, se vino sobre mí, casi enterrándome. Me creyeron y finalmente me llevaron a casa, aconsejándome una ducha y un buen descanso.
La frase que defendió mi tesis acerca de las esculturas de arcilla que se levantaban en el exterior de las tumbas fue: ”No hay haniwa sin cuerpo”.
GLOSARIO
haniwa : escultura de arcilla que se levantaban en el exterior de las tumbas.
Doboko: armas de cobre
Dotaku: campanas de bronce
Dogu: figuritas de arcilla
Kabuki: forma popular del teatro japonés.
Sake: bebida alcohólica japonesa.
Wamono: tragedias familiares
Kimono: vestido tradicional.
Obi: franja ancha que ajusta el kimono.
Benkei saru-guma: hombre fuerte aunque gracioso.
Mie: el momento de mayor intensidad emocional que expresa a través de una imagen congelada
FANTASMAS EN EL MURO
Siempre me había intrigado la gente que vivía al fondo de la casa de mi abuela, del otro lado del muro de ladrillos abrazado por la hiedra, regado de musgos y culandrillos. Mi abuelo había plantado una hilera de ligustros que pronto crecieron e hicieron que desapareciera la visión del tenebroso muro.
Pronto me olvidé de su existencia, hasta que una tarde y después de muchos años, estando de visita en la casa de mis abuelos, me senté cerca de los ligustros en un banco de madera y pude sentir una conversación muy agitada. Un sobresalto se apoderó de mí, puesto que nunca había oído nada proveniente del otro lado y ahora, en el silencio de la tarde, se manifestaba la carcajada ronca de una persona mayor.
Me detuve a escuchar por curiosidad y realmente era una sola persona la que hablaba. Su amplio monólogo recorría varios temas.
Reconozco que me transformé en detective y recorrí paso a paso el muro, buscando un resquicio, un agujerito que me comunicara con el otro lado. Pero todo esfuerzo fue inútil. Tendría que subirme al árbol de caqui que se encontraba recostado al muro. Después de varios intentos fallidos, pude al fin trepar hasta una de las ramas más altas. Peligrando una caída, separé con una mano las partes tiernas de los ligustros que se enredaban en mis dedos y miré hacia el otro lado. Una anciana de blancos cabellos recogidos en un rodete, se hamacaba en su sillón de madera frente al muro. Sus sonrojadas mejillas me hacían suponer que la conversación que estaba manteniendo era interesante. No pude ver a nadie. Tal vez la persona estaría recostada al muro, pero lo cierto era que la anciana hablaba con muchos ademanes, con risas unas veces, con improperios otras, preguntando y contestándose a la vez.
Creyéndome descubierta, di un brinco hacia atrás perdiendo pie y sin llegar a caerme, fui deslizándome por las ramas, terminando de un salto en el suelo, llena de arañones.
Mi pasión detectivesca hizo que visitara la casa de mis abuelos con mayor asiduidad. Tenía un punto a mi favor. Puesto que ya había visto a la persona que hablaba del otro lado, no tendría que subirme al árbol nuevamente, sino que sólo con recostarme al muro podría satisfacer mi ya desmedida curiosidad.
Entre el muro y los ligustros quedaba un apretado espacio que hacía las veces de abrigo cómplice.
Para quién mirara la escena desde afuera era sólo una anciana sentada en su sillón, tomando sol. Pero éramos muchos los que estábamos compartiendo ese momento. No era sólo la señora del rodete, sino su sillón, el muro y sus fantasmas, los ligustros y yo, que para ese entonces era una intrusa incrustada en ese mundo fantástico dónde parecía que todos se conocían. Hasta la hormiga que paseaba con su carga me pareció que me miraba inquisidoramente.
Después de unos minutos de adaptación al húmedo espacio, me dediqué a escuchar, cosa que hasta ahora no había podido hacer.
– ¡Parece mentira! Mírame ahora, sola y después de haber criado tantos hijos y nietos… ¿Te parece justo?
Silencio absoluto.
– Y si… tú me dices eso, pero a mí no me parece justo. También crié muchos gatos… ¿Y dónde están ahora?
Otro silencio. Por más que afinara mi oído no oía nada.
Contrariamente a lo que podía pensarse, el muro se sentía tibio y adormecedor.
Pensé que mi incursión por ese día estaba concluida. Había visto a muchas personas que hablaban y se contestaban solas, inmersas en esa soledad que los hace crear amigos imaginarios y compartir con ellos todos los momentos de su vida.
Cuando me aprestaba a retirarme, siento que del otro lado me dice:
– ¿Ya te vas?
Quedé sin aliento. No sería a mí, no podía ser, ella no podía verme. Sería una coincidencia. Y sin pensarlo dos veces, me retiré en absoluto silencio, dominando mis pasos y mi agitada respiración.
Antes de sobrepasar el limonero y a una distancia prudencial voltee para ver el muro. Era nada más que ligustros desparejos que se extendían a lo largo de la pared del fondo.
Me retiré pensando en lo que había ocurrido. La semilla de la duda ya estaba tomando forma.
Regresé a la semana siguiente e hice el mismo trayecto.
La anciana estaba de lo más contenta, se reía y no pude dejar de sonreír a mi vez.
– Estábamos todos esperándote. Hasta habíamos apostado cuándo regresarías. Me ganó Margarita por un día –dijo.
No quise pensar que ese comentario era para mí. Eso era algo ridículo. La anciana sin duda estaba chiflada. Inmediatamente surgió otra pregunta.
– ¿Cómo te llamas?
Me acordé de mi gata Camila que era muy traviesa y se metía en todo tipo de complicaciones y mentí.
– Camila –respondí en un hilo de voz, siguiendo el juego.
Quería que me oyera y que no me oyera a la vez, puesto que al contestarle, pasaría a formar parte de su mundo y no sabía si realmente era lo que quería.
– ¡Saludemos a Camila! –gritó la voz de la anciana y creí morir.
La tibieza del muro me atrapó y un adormecimiento me llevó a sentir muchas voces que gritaban desde el muro.
– ¡Bienvenida! ¡Hola Camila! ¡Queríamos conocerte!
De pronto me encontré de frente a la anciana que me miraba sonriente. No podía explicar eso, pero mi sorpresa fue mayor cuando me di cuenta de que había pasado a formar parte del muro. Al mirar a ambos lados, pude ver muchos ojos y manos que me miraban y saludaban.
– Bien –dijo la anciana, siempre hamacándose–. Ahora, cuéntanos sobre ti.
Empecé a contar sobre las gracias de mi gata, mi vida, mis sueños, mis estudios, mientras los atentos ojos y oídos de sus amigos, se mantenían en silencio, expectantes, emitiendo alguna risita por momentos.
Las sombras de los árboles se deslizaban presurosas sobre el muro. La anciana pensó que sería hora de retirarse y se despidió de todos nosotros.
– ¡Hasta mañana! –levantándose con dificultad emprendió el camino hacia su casa.
A mitad del camino miró para atrás y gritó:
– ¡Mañana quiero que Camila los conozca! –haciendo un gesto con la mano, perdiéndose detrás de la pesada puerta.
El golpe seco de la puerta me sobresaltó y de pronto me encontré del otro lado del muro, en la casa de mis abuelos, apretada entre los ligustros.
Por supuesto que después de ese día regresé casi a diario a conversar con la anciana dama y sus amigos.
Encontré a Mozart, quién nos deleitó con su música y sus locuras. Pinté los cipreses con Van Gogh y nos derretimos entre los relojes surrealistas de Dalí. Discurrimos con Goethe, García Lorca, Rubén Darío, Delmira Agustini. Escuchamos los cuentos fantásticos de Julio Verne y lloramos con Esquilo y sus tragedias. Fueron tardes de fantasmas, tardes de repasar la vida, los conocimientos y si alguna ilusión había quedado aprisionada en ese viejo cuerpo, la sacamos entre todos y la hicimos realidad ante los ojos de la soledad.
Acompañamos a la anciana hasta sus últimos días.
Confieso que después de su muerte compré el sillón, el cual aún tengo guardado en el desván de la casa de mis abuelos.
Algunas veces me he sentido tentada de volver a encontrarme con todos esos personajes que en parte también fueron míos. No sé si aún siguen allí a la espera de otro ser que ocupe el sillón.
Tal vez algún día…
EL HOMBRE MUSGO
Gerardo entró corriendo a la Urgencia del Hospital.
– ¡Doctor Machado! –le gritó la enfermera de turno, haciendo ademanes–. ¡Apresúrese!
Supo que era realmente urgente. Las corridas se multiplicaban y el caos parecía reinar en la Sala de Urgencias…
El caso demandó de toda su habilidad. Durante un lapso de tiempo, que a él le pareció muy largo, hubo una febril actividad, hasta que, casi de golpe, todo quedó en un silencio sostenido, para luego volver a empezar, como un mecanismo donde todas las piezas encajan perfectamente.
Apoyó las manos en las puertas de vaivén, tomando fuerzas para lo que venía después. Enfrentarse con las caras ansiosas de los familiares y darles la mala noticia era para él cuestión de todos los días, pero aún lo afectaba. Respiró hondo y empujó la puerta. Lo abrasó el calor de la sala de espera. Miró a ambos lados y no vio a nadie. El silencio conspiró con el calor y lo atacaron hasta hacerlo retroceder. Volvió a entrar empapado en sudor. Una mano le tocó el hombro a la vez que le decía.
– Doctor. ¿Se encuentra bien?
– Si Claudia, pero hace mucho calor ahí afuera ¿Podrías averiguar dónde están los familiares? Yo… yo quedé muy cansado y…
– ¡Familiares de Martha Filomeno! –reclamó la enfermera a viva voz, mientras se asomaba a la sala de espera, pero nadie contestó.
Otro caso de suicidio pensó Gerardo, mientras daba las órdenes para que retiraran el cuerpo y siguieran con los trámites correspondientes.
Se quitó la indumentaria como si todo fuera una segunda piel; se duchó y mientras se peinaba frente al espejo trató de limpiarse una pequeña mancha verdosa que tenía a un lado del bigote.
Más tarde, al entrar en la cafetería del Hospital, la cacofonía indescifrable de voces, unido al ruido de cubiertos, vajilla y vasos, lo distrajo de sus pensamientos y comenzó a observar a la gente. Una risa espontánea le recordó la de ella. Buscó a su dueña esperando encontrarla, pero no fue así. Hacía ya cuatro años que lo había abandonado por un…
– ¡Doctor Machado! –anunció una voz femenina por el altavoz–. Presentarse en Urgencia a la brevedad. ¡Doctor Machado! –repitió la voz.
Gerardo se levantó de la silla; y con algo de resignación se encaminó a responder el llamado, pensando en la larga jornada que aún tenía por delante.
Cuando llegó a su apartamento ya era de noche y comenzaba a hacer frío. Se frotó las manos con vigor, al tiempo que abría el grifo de la ducha. El agua tibia y jabonosa le recorrió el cuerpo. Sintiendo un gran placer, se quedó un rato más debajo de la lluvia. Al apoyar una de sus manos en los azulejos, notó que una manchita verdosa le cubría el dedo anular. La frotó con fuerza con la esponja hasta hacerla desaparecer.
La ducha logró relajarlo. Después de un día agitado en la Urgencia atendiendo distintos casos, estaba muy cansado. Era ya tarde cuando encendió el televisor mientras apuraba una cena desabrida; sentía muchísima sed y, casi sin darse cuenta, se había bebido más de la mitad de la botella de agua.
En la pantalla del televisor vio la imagen del informativista del Noticiero de la Noche: “Joven mujer se arrojó a las aguas del lago del Parque. Su deceso se confirmó en la Urgencia del Hospital General. Luego de innumerables esfuer-zos por parte de los médicos por salvarle la vida…”
Gerardo se derrumbó en la cama. Luego de una mala noche con pesadillas, donde se confundían la cara de la mujer ahogada con animales grotescos que reían y gritaban en una nebulosa de algas, despertó sobresaltado por la estridente campanilla del reloj.
Eran las seis de la mañana de un día otoñal que anunciaba el ya próximo invierno. Entreabrió los ojos y pensó en quedarse un poco más en la cama acurrucándose entre las sábanas, cuando el despertador sonó nuevamente.
Mientras se afeitaba, notó que la manchita en el bigote que había descubierto el día anterior, aún seguía ahí y la del dedo anular también. Se buscó más manchas por si acaso y notó que en el lóbulo de la oreja relucía otra; verde y brillante. Nunca, en sus años de medicina había visto algo semejante.
Pensó que iría a ver a Nacho en el correr de la mañana ya que, además de un muy buen amigo, era Dermatólogo.
– Bueno –dijo Nacho revisando minuciosamente la piel de Gerardo–, si había algo acá ya no está. Pudo haber sido algún reflejo o algo que comiste, o los mismos nervios de atender la Urgencia –y agregó con énfasis–: También…, te tocan cada caso a vos… Realmente no quisiera estar en tu piel. Tranquilízate y tratá de descansar un poco que te hace falta. Cualquier cosa me llamás a casa a la hora que sea.
Luego, como todos los días, se encaminó a atender su trabajo en la Urgencia. Pero, a diferencia de otros días, se impuso a sí mismo no pensar en ella.
Hoy la dejaría allá atrás en el tiempo. La dejaría en aquel mismo día, ese terrible día en el que había llegado a su casa y se había encontrado con el vacío de sus cosas, con aquel mensaje en el contestador telefónico aún resonando en su oído. Ni siquiera se lo había dicho personalmente. Su voz, aquella voz otrora cristalina, y que ahora sonaba entrecortada, como dudando o pidiendo disculpas que le decía que lo dejaba, que se iba del país con alguien que…
Después de esos años juntos, Gerardo se quedó solo con su recuerdo; apuró sus pasos hacia la Urgencia.
Abrió la puerta de su apartamento. Encendió la luz y se miró instintivamente la mano mientras colgaba las llaves detrás de la puerta de entrada. Con asombro vio que la mancha en el dedo anular había vuelto. Corrió hacia el baño tirando frenético su gabardina y el maletín. Unos papeles volaron por el aire marcando su loca carrera. Se paró frente al espejo a oscuras; esperaba que no fuera realidad, pero, al encender la luz descubrió con horror que las manchas habían regresado.
Aterrado y con desesperación comenzó a sacarse la ropa inspeccionándose el cuerpo. Con algo cercano al horror, descubrió que su torso estaba impregnado de manchas verdes que subían casi hasta su cuello. Obedeciendo a una repentina ansiedad de beber agua a grandes tragos y queriendo eliminar esas horrendas manchas, se metió debajo de la ducha helada. Queriendo saciar esa incontrolable sed, elevó su cabeza al chorro, bebiendo con ansiedad casi animal, sin entender bien por qué lo hacía. Al mirarse nuevamente el pecho, creyó morir.
Se envolvió en la toalla y corrió al teléfono. Con dedos temblorosos no sólo por el frío, sino por la ansiedad, marcó el número de su amigo. Trató de controlar la desesperación de su voz para no alarmarlo y dijo:
– ¿Nacho? Gerardo. Perdoná la hora, pero, ¿podés venir lo más rápido que puedas?
Su amigo llegó sin aliento. Gerardo, después de abrirle la puerta, corrió a refugiarse en el sillón en el cual lo había estado esperando envuelto por completo en su bata de baño y temblando de frío.
– ¿Qué te pasa? –preguntó Nacho.
– ¡Han vuelto! Nacho –le dijo con desesperación–. ¿Qué es esto que me está pasando? Vos tenés que saber qué es. Yo nunca vi nada igual…
– A ver, déjame ver. Esto es muy raro; hoy no tenías nada –dijo a la vez que le quitaba la toalla con la que Gerardo se cubría el rostro.
– Pero ¿de qué me estás hablando? ¿Te volviste loco? No tenés nada –le dijo casi con enojo–. ¿Qué decís? ¿Dónde tenés esas famosas manchas que no las veo?
Gerardo se lo quedó mirando con la boca abierta, sin dar crédito a lo que oía.
– Vos estás chiflado –dijo Nacho tirándole la toalla por la cabeza–. Tenés que ir a ver a un Psiquiatra.
– Pero te juro que estaban ahí –dijo Gerardo desconcertado y corrió al baño a mirarse una vez más.
El espejo le devolvió una imagen desconocida. Su cara y cabello estaban casi cubiertos por manchas verdes; se sintió grotesco, fantasmal, casi monstruoso. Podía sentir como la piel se le desprendía como una costra pegajosa y chorreante. Con horror comprendió que su amigo no podía ver lo mismo que él y fue entonces cuando comenzó a preocuparse. Se lavó la cara en un vano intento de borrar aquellas huellas inmundas. Necesitaba decirle algo a Nacho y rápidamente improvisó una disculpa para tratar de justificar la “falsa alarma”
Salió del baño secándose la cara y haciendo un esfuerzo por sonreír le dijo a su amigo que todo había sido una excusa para que lo acompañara a cenar.
– ¡Che, parece mentira! –dijo Gerardo–. Trabajamos todo el día a un piso de distancia y casi no nos vemos. ¿Te acordás cuando estudiábamos que siempre nos hacíamos un tiempito para reunirnos y compartir un café? ¡Dale!, quedate a cenar.
La cena resultó una tortura para Gerardo. No venía la hora de que Nacho se fuera y así poder meterse debajo del agua nuevamente.
Al despedirse, Nacho le dijo:
– ¡Cómo me engañaste! Pero para la próxima, no seas tan dramático. ¡No sabés el susto que me diste!
A pesar de las palabras dichas, Nacho se quedó un momento en la puerta del edificio un tanto preocupado. Le pareció que la actitud de Gerardo había resultado muy rara. En realidad, Gerardo nunca se había destacado por su sentido del humor, por lo que, el argumento que le había dado le resultaba algo extraño.
Para Gerardo la preocupación tomó otras dimensiones. Pasó casi toda la noche buscando información en Internet; recorrió su amplia biblioteca médica en busca de algún indicio, algo que le aclarara, aunque fuera un poco, lo que le estaba pasando. Luego de una búsqueda infructuosa y sentado en el suelo rodeado de apuntes y libros abiertos, se sintió tan frustrado que llegó incluso a pensar en una maldición, en un hechizo, en brujerías.
Cerca de las tres de la mañana, lo venció el sueño. Al levantarse, lo primero que hizo fue verse en el espejo. La imagen que le devolvió fue aún peor que la de la de la noche anterior. Se metió debajo de la ducha con desesperación. En el agua era el único lugar donde se sentía bien y seguro.
Ahora veía huellas verdes en todo lo que tocaba. Comenzó así un frenesí de limpieza. Platos, vasos, cubiertos, ropa, cualquier cosa que tocara terminaba, casi indefectible-mente, en la pileta de la cocina llena hasta el borde de agua con detergente. El asco que le producía aquella mucosa verde era espantoso.
En la sala de Urgencias era un suplicio. Su recientemente adquirida manía por la limpieza lo había transformado en un ser insoportable. Comenzó a compartir su vida con las manchas. Ahora lo seguían a donde fuera: en el trabajo, en el supermercado cuando iba a hacer las compras. Trataba de no tocar a la gente para no impregnarlas de aquella asquerosa viscosidad. Y, aunque sabía que nadie las podía ver y ya había descubierto que no eran contagiosas, lo molestaban, no podía acostumbrarse a ellas.
Cuando la necesidad de agua se hizo tan grande que no lo pudo disimular, y sus manías eran el comentario de prácticamente todo el personal del Hospital, consideró seriamente la sugerencia de Nacho de consultar con un Psiquiatra.
Tenía muchos amigos y, al parecer, ninguno se había percatado de su mal, pero el temor casi no lo dejaba respirar. Después de aquella primera impresión con Nacho, había tratado de no estar mucho en contacto con ellos. La tensión era constante. ¿Qué pasaría si algún ojo pudiera ver más allá de las apariencias y descubriera sus manchas? Él lo sabía, si eso llegaba a pasar… estaría perdido.
– Pase, doctor Machado –dijo la Dra. Núñez.
Gerardo la quedó mirando. Esperaba una persona más joven y, para su sorpresa, se encontró con una señora mayor y regordeta; alguien que inspiraba confianza e invitaba a hablar con soltura.
– Tome asiento y cuénteme qué lo trae por acá.
– Es difícil de explicar –comenzó a decir Gerardo acomodándose en la silla.
– ¿Qué le parece si empezamos por el principio? –sugirió la Doctora, con una media sonrisa que a Gerardo se le antojó sarcástica. Pensó en escapar de allí ya que en realidad, no sabía muy bien qué esperaba encontrar.
– ¿Usted no nota nada raro en mi aspecto Doctora? –dijo Gerardo con cierto temor y atento a cualquier cambio que pudiera detectar en la expresión de la Psiquiatra.
– ¿En su aspecto? –preguntó mirándolo con cierta sorpresa–. Permítame que lo observe bien– dijo volviendo a sonreír y moviendo el cuerpo para observarlo desde distintos ángulos– No, a decir verdad, lo que veo es a un hombre muy apuesto –acotó la Psiquiatra con algo más de soltura.
Por un momento, Gerardo pensó que estaba todo bien, que su aspecto había vuelto a la normalidad. Pero al ver su rostro en un espejo, casi gritó. Estaba peor que nunca. Su cara era una informe máscara verde de algo viscoso y chorreante.
Respiró hondo para poder continuar con aquella tortura y preguntó:
– ¿Es posible que una persona vea cosas que otras no ven? –preguntó Gerardo mientras continuaba observándose en el espejo, sin poder entender cómo esa mujer no veía lo que él.
– ¿A qué cosas, por ejemplo? –dijo la Doctora y sin esperar respuesta continuó–. Realmente le pasa algo, pero si Usted no me dice qué es, difícilmente podré ayudarlo.
Gerardo continuó.
– Creo que me estoy volviendo loco. Lo dijo rápido y como con violencia. Quería sonar convincente.
– ¿Por qué lo cree? –preguntó la Doctora, pero esta vez en un tono algo preocupado.
Gerardo pensó describirle el aspecto que él veía en el espejo, pero tuvo miedo a su reacción por lo que se limitó a decir:
– Veo que estoy lleno de manchas verdes en todo el cuerpo y últimamente tengo la imperiosa necesidad de beber grandes cantidades de agua o estar sumergido en ella…
Gerardo terminó la frase casi en un susurro. Sabía que esa mujer lo declararía demente sin remedio, perdería su trabajo y su vida se acabaría. Temiendo lo peor y ya temblando, esperó el nefasto diagnóstico de su colega.
– ¡Bueno! –dijo la Doctora. La sonrisa se había borrado del rostro y ahora su expresión era de profunda preocupación. Gerardo, sin notar el cambio operado en la Psiquiatra, continuó hablando como si algo interno lo empujara a hacerlo.
– Mi esposa me abandonó hace ya cuatro años y por más que lo intento no puedo dejar de pensar en ella. La soledad y la angustia me están matando.
Y sin transición entre un tema y otro, continuó:
– Antes, a pesar de estar en contacto con la posibilidad de la muerte, no permitía que eso me afectara. En cambio ahora, vivo día a día en contacto directo con ella. Algunas veces logra vencerme y otras, creyendo que me engaña, me deja la libertad de una sonrisa, y entonces, la prolongación del tiempo se hace realidad.
Mientras hablaba, el rostro de Gerardo fue cambiando. De una expresión casi sumisa, pasó a una de violencia contenida, de dureza, de angustia, de…
Gerardo se interrumpió en su diatriba. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué había dicho todo eso? Esa lucha personal que tenía con la muerte le había dado una experiencia de la cual se jactaba, aunque para sus adentros. Conocía bien sus trampas, y sabía de los engaños de los que puede valerse para salir airosa con su trofeo, ¡pero de pensarlo a decirlo!…
Levantó su mirada hacia la Doctora y se encontró con una cara entre asustada y asombrada.
Gerardo no entendió como se había atrevido a contar esa parte tan dolorosa de su vida. No acostumbraba a hablar con nadie de ella. A decir verdad, no había hablado ni siquiera con Nacho, acerca de los sentimientos que le había inspirado ese abandono. Y todo eso sobre la muerte… ¿Qué pasaba con él?
– Francamente Doctor, creo que lo que necesita es un descanso –dijo en tono nervioso la Doctora–. Sé bien que la Sala de Urgencia puede llegar a ser muy estresante y creo que Usted ya llegó a su límite. No se preocupe, lo suyo no es nada malo ni fuera de lo común.
Lo dijo casi sin mirarlo a la cara, mientras, con mano temblorosa, hacía anotaciones en la Historia Clínica y garabateaba una receta.
-Le indico un sedante ligero, -continuó diciendo- para que pueda dormir mejor. Ya va a ver que el descanso le hará bien.
Levantándose, le entregó la receta y sin extenderle la mano para saludarlo dijo:
– Bueno Doctor, ha sido un placer conocerlo. Si considera que es necesario, vuelva a verme. Y dirigiéndose a la Asistente dijo:
– Andrea, tenga la amabilidad de acompañar al Doctor Machado a la salida.
Gerardo, algo desconcertado por la abrupta reacción de la Psiquiatra, se levantó lentamente de la silla y dijo:
– Si, tal vez esa sea una solución.
Cuando iba a salir, se volvió y dijo en tono de broma:
– Quien sabe, a lo mejor termino transformándome de una vez por todas en un hombre musgo… y vio cómo su cara se desgarraba monstruosa sobre la moqueta, el sillón, mientras que una baba verde se le escapaba por la comisura de los labios.
Ante esta observación la cara de la Doctora Núñez fue toda una revelación para Gerardo.
– Claro, claro –masculló ella, exhibiendo una acentuada palidez.
Cuando Gerardo finalmente salió del consultorio, la Doctora se derrumbó casi sin fuerzas en la silla. Un sudor frío le empapaba la frente y sentía gotas heladas recorrer su espalda. Su asistente se acercó con un vaso de agua.
– ¿Se siente bien Doctora?
– Mmmmsi –contestó aun temblando–. No sé qué me pasó. Me parece que me bajó la presión. Andrea, deme unos minutos para reponerme y luego llame al próximo paciente.
Cuando Gerardo salió de la consulta, pensó que no había sido tan malo, después de todo. Al fin y al cabo, la Doctora no había visto nada en él que pudiera ser una amenaza en su trabajo. Aunque…. por un momento creyó verla algo nerviosa.
Aunque trataba de que no fuera así, su vida había cambiado por completo. Sus manías se acrecentaban y las fobias ganaron la partida. La limpieza, que en el Hospital era obligatoria, también pasó a serlo en su casa. Maltrataba su cuerpo bajo la ducha con un cepillo hasta ver que se le caía toda la costra verde del día y aparecía su carne roja casi sangrando, aunque sólo por un momento, porque casi al instante se volvía a generar la mohosa costra, cada vez más espesa y goteante.
Ya no salía a dar la acostumbrada caminata por el parque. Temía que las hojas se le pegaran en la cara, o que, el ya consabido sexto sentido de los animales, lo descubriera.
Su vida se complicó aún más cuando le empezaron los ataques de pánico que empezaron a afectar su trabajo. Ante pacientes que peleaban con la muerte y requerían de toda su habilidad para salvarlos, solía quedarse en blanco, sudando, y arrastrando su reciente adquirida torpeza, la cual adjudicaba a que veía constantemente cómo un líquido verdoso y baboso, manaba de sus dedos, aun teniendo los guantes puestos.
Evitaba subir por el ascensor, porque el encierro lo hacía sentirse claustrofóbico y comenzaba a toser. La última vez que lo había intentado había sido un desastre. El ascensor estaba lleno de gente cuando él comenzó a toser. Vio cómo salían verdes escupitajos espesos y oscuros de su boca, manchando a todas las personas que se encontraban a su alrededor. Al abrirse las puertas del ascensor, salieron todos a empujones, dejándolo exhausto y jadeando, bajo la mirada aterrada de la ascensorista.
Lo que lo hacía más visiblemente vulnerable era la necesidad de agua constante que sufría. Tomaba increíbles cantidades de líquido, se mojaba la cara, el cabello y lavaba sus manos sin descanso…
El primer cuerpo fue encontrado en el baño de una habitación. La deshidratación era total y las causas fueron atribuidas a una extraña deficiencia metabólica.
Gerardo fue llamado por el Director del Hospital ya que el día anterior, él lo había tratado en la Sala de Urgencia y había decidido su internación para estudios más minuciosos. El resto del día transcurrió como todos los demás; su trabajo en la Urgencia, sus manías de limpieza, su sed incontrolable…
Al día siguiente, un paciente que estaba internado en el CTI por una insuficiencia renal, fue encontrado totalmente deshidratado. El caso era muy similar al del día anterior. El Director ordenó una investigación. Se hizo una revisión de los medicamentos indicados, los sueros que se habían suministrado, se chequeó todo el instrumental y aparatos conectados, y no se encontró nada fuera de lo normal. Gerardo había estado en el CTI el día anterior –según dijo la Enfermera de turno.
No habían pasado veinticuatro horas del caso, cuando un paciente que se encontraba en la sala de diálisis nocturna, presentó el mismo cuadro, aunque esta vez, sin llegar a la muerte. Alrededor de las tres de la mañana, en la sala de enfermería sintieron un grito aterrador. Cuando llegaron a la sala 4 de diálisis, encontraron al paciente pálido, sudando copiosamente (algo muy raro en este tipo de casos), con los ojos desorbitados y diciendo que un “monstruo” había querido matarlo.
Cuando pudieron calmarlo, el paciente explicó al Director que se dializaba en la noche, porque así se le hacían más llevaderas las casi cinco horas que debía permanecer conectado a la máquina. Tenía por costumbre pedirle a la Enfermera que apagara la luz y lo único que lo acompañaba, era el reflejo verdoso de los números digitales de los aparatos y el zumbido del mecanismo. Como siempre, se había quedado dormido, hasta que un ruido lo despertó. Cuando abrió los ojos, creyó ver un ser informe, verdoso, chorreante. Tuvo la sensación de que chupaba de uno de los caños de la máquina de diálisis, pero cuando gritó, salió rápidamente de la habitación.
Dos días después de este incidente, la enfermera que cubría la guardia nocturna del tercer piso llegó a la Urgencia algo mareada y con dolor abdominal. Gerardo era el Médico de guardia esa noche, al igual que lo había sido las últimas cinco noches.
Indicó que le pasaran un suero y un calmante, y se ofreció a colocarlo él mismo, ante la asombrada mirada de la Enfermera que lo asistía.
Cuatro horas después, en el cambio de turno, encontraron el cuerpo de la enfermera, aun en la camilla de la Urgencia donde había sido atendida, deshidratado por completo.
En ese momento, Gerardo se hallaba en la Urgencia, atendiendo a un joven que había sufrido un accidente de tránsito. Luego de los primeros auxilios, lo trasladaron a la sala de operaciones para atenderle una fractura expuesta.
Gerardo terminó su turno y fue a hablar con el Director. Le mostró la indicación de la Dra. Núñez y le pidió unos días adelantados de su licencia, para descansar. El Director no tuvo objeción.
En el quirófano, uno de los cirujanos consultó la Historia Clínica y le llamó la atención un dato. Con la Historia en la mano, fue a ver al paciente que ya se encontraba sedado y pronto para operar. Le pidió al anestesista que levantara la sábana que lo cubría y quedó asombrado ante lo que vio. El cuerpo parecía pertenecer a un hombre de unos 60 años y, sin embargo, la historia clínica decía que tenía veintitrés.
Este caso fue la gota que derramó el vaso. El Director solicitó una junta de las autoridades del Hospital y de las del Ministerio de Salud. Se llegó a la conclusión, que lo indicado era una exhaustiva investigación para tratar de determinar el motivo de tan extrañas muertes y casos de deshidratación sin causa aparente. Luego del informe y al no llegar a un consenso, las autoridades decidieron hacer una desinfección total del edificio.
Los enfermos fueron trasladados a otro Hospital cercano. Las puertas del Hospital General sólo se abrieron para permitir el acceso de unos hombres ataviados con gruesos trajes protectores y cargando equipos pesados, que ingresaron lentamente, a desinfectar el edificio en su totalidad.
Las cámaras de televisión apostadas en la calle, siguieron el paso de aquellas personas hasta que atravesaron las puertas. Los periodistas manejaron todo tipo de hipótesis, respecto de lo que podía haber pasado que justificara tal medida por parte de las autoridades de la Salud.
Gerardo, inactivo desde hacía tres días, se encontró en su apartamento sin tener qué hacer, la sed lo estaba empezando a torturar nuevamente. A la hora del informativo, vio la entrada de los especialistas al Hospital General, ataviados como si fueran astronautas.
Cerca de la medianoche, la sed lo estaba enloqueciendo. Se dirigió al baño con movimientos torpes y abrió el grifo de la ducha. Casi de costado, se vio reflejado en el espejo y lanzó un grito que no sonó más que como un gorgoteo espeso. Su cambio había sido total. Ya no quedaba de él nada que sugiriera que alguna vez había sido un ser humano. Podía verse a través de una niebla verde, ya que una capa de mucosa lo cubría de la cabeza a los pies. Un repugnante manto viscoso había sustituido a su piel. Excrecencias pegajosas sustituían a sus manos. Su cuerpo, otrora esbelto y erguido, se había transformado en una masa informe y encorvada, de algo parecido al musgo. Sus suaves cabellos habían sido sustituidos por unos filamentos verdosos. Ahora comprendía su necesidad de agua. Lo que había dicho en el consultorio de la Dra. Núñez como si fuera una broma, al fin, se había vuelto realidad.
¿Cuándo se había operado su transformación? ¿En qué momento dejó de ser un humano? Eso ya no importaba, lo que importaba ahora era el agua… el AGUA.
Tratando de que nadie lo viera, salió de su apartamento. Atravesó el Parque, escondiéndose de las pocas personas que lo transitaban. Llegó al lago y allí entre las silenciosas sombras, se quedó un rato observando el agua. Logró olvidarse de todas sus manías y fobias opresoras, con un inmenso placer, metió suavemente sus manos en las verdes aguas del lago. Sintió cómo la fuerza revitalizadora le subía a través de lo que, otrora, fueran sus dedos. Una nueva energía lo fue colmando.
Los recuerdos de ella acudieron a su atormentada mente como caballos desbocados. Allí se había ahogado ella, pensó. Prefirió la muerte a volver con él. La muerte, esa seductora que lo acompañaba día a día desde hacía ya tanto tiempo, se burló de su arrogancia y le demostró que, una vez más, ella decidía cuándo él podía ganar y cuándo no. Miró hacia su derecha, y la vio allí, espectral y… sonriente. Pensó cómo ganarle esta vez y también sonrió.
Nuevamente introdujo las manos en las verdes aguas del lago, las cuales se enredaron con las algas hasta atraparle el brazo. No se resistió. No vio nada más que oscuridad y largas algas filamentosas y ásperas que envolvían su cuerpo… y por primera vez en mucho tiempo, se sintió en su elemento.
– ¡Doctora! –gritó la secretaria de la Dra. Núñez–. ¿Se enteró lo que le pasó al doctor Machado?
– ¿Dr. Machado?… –preguntó pensativa la Doctora–. ¡Ah! Sí, el Doctor Machado, claaaro.
Se dirigió al archivador y tomando la historia clínica de su colega se fue acercando al escritorio mientras leía en forma rápida sus apuntes.
– Estuvo hace unos días en mi consulta, ¿qué le pasó?
– ¡Desapareció! –dijo la secretaria en tono melodramá-tico.
– ¿Desapareció? –repitió con asombro la Psiquiatra.
– Si –confirmó la secretaria–. parece que su mujer lo había abandonado y él quiso salvarle la vida cuando la trajeron casi ahogada del lago y no pudo, dicen que el shock fue muy grande y no pudo recuperarse. El Doctor Suárez, que al parecer era muy amigo, fue al apartamento y al no tener respuesta llamó a la Policía. Parece ser que cuando entraron, encontraron unos restos de comida en mal estado y lo más asombroso –agregó bajando la voz y tratando de dar a la información un tono cercano a lo trágico- parece ser que en el baño encontraron una sustancia verde, viscosa, como si fueran algas o algo así. Un asco.
La Doctora Núñez volvió a mirar la historia que tenía sobre su escritorio, unas palabras garabateadas al final de la hoja resaltaban subrayadas ¿Conducta esquizoide? La hicieron recordar la consulta en su totalidad, especialmente, el comentario final del Doctor Machado…
– Quien sabe, a lo mejor termino transformándome de una vez por todas en un hombre musgo…
MANUAL PARA VAMPIROS ECLÉCTICOS DEPRIMIDOS
Allá abajo la noche se muestra seductora, el sonido de las bocinas de los coches, se eleva hacia el balcón del noveno piso como arañas metálicas trepando el cemento. Las luces de la ciudad, encienden y apagan cual puntos hipnóticos de un examen visual. Se oyen las corridas por llegar a algún sitio. En una ventana se ve una luz parpadeante, otras están a oscuras.
A lo lejos el smog de la ciudad se presenta como una cortina y a la derecha, el mar, salpicado de pequeños reflejos. Las estrellas marcan presencia en el cielo, confundiéndose con los drones espías. Todo hace suponer, que es una noche de sábado sin otro particular que el intenso calor que se ha instalado en Montevideo, en un mes de noviembre a las 22 y 20 horas.
La calle 18 de Julio es testigo a partir de esta hora, de una fauna que no se ve en horarios normales. Es como si la ciudad tuviera una doble identidad. Los jóvenes toman la calle por asalto, la sienten suya, la desafían, la ensucian, la vomitan. Algún borracho a lo lejos, canta las estrofas perdurables de “No te va gustar”:
Qué lindo que era verlos caminando
Un alma sola dividida en dos
Yo continúo por inercia las estrofas que el borracho olvidó
La orilla de ese mar los encantaba
Quedaba todo quieto alrededor.
Una sirena policial se escucha y nadie parece atenderla, al minuto el inconfundible ulular de los bomberos…tal vez un accidente, un incendio, un asalto. No creo que sea una revuelta de los hombres lobos montevideanos, justo un sábado.
Esta noche, la niebla se ve más espesa que nunca; ya se convirtió en un ente que se desprende de a poco desde el puerto, comenzando a abrazar la ciudad.
MANUAL
Punto nº 1: Si se siente deprimido, verifique si su hospedador se encuentra sano. En caso contrario, se aconseja, cambiar a un nuevo hospedador, para que la depresión no se manifieste.
La niebla se siente cada vez más pesada, más densa, más…
Punto nº 2: Si sigue deprimido, observe si hay depredadores a su alrededor, a veces, la presencia de éstos hace que el miedo se manifieste en caídas de ánimo.
Los murciélagos comienzan una danza estúpida frente al balcón, sus chirridos me aturden; si por lo menos pudiera volar para atraparlos, pero no me siento con ánimo.
Punto nº 3: Si ha llegado a este punto quiere decir que aún continúa con depresión por lo tanto aconsejamos verificar si existe otro vampiro ecléctico como usted, que esté compitiendo con el mismo hospedador, en caso de ser esto positivo, debe “hacerse el muerto”, este recurso hará que su competidor se retire, por temor a llevar el mismo destino.
– No, esta no es mi situación –grita mi cerebro–. Soy un vampiro ecléctico que vive solo, sin seres a quien atender, sin obligaciones supremas, sin hospedador, sin horarios y… «sin paciencia para seguir leyendo» –digo en voz alta a las luces de la ciudad.
Atino a tirar el ejemplar del manual por el balcón, sabiendo que si cae en la acera, se va a desintegrar, pero, en ese momento recuerdo que no he terminado de leer y que tal vez más adelante me sugiera algo que me haga salir del estado en el que me encuentro. Salto del balcón y me deslizo por las paredes hacia la calle, de milagro, el papel quedó atrapado entre las grietas del edificio.
Trepo nuevamente la gran mole de cemento hasta el noveno piso.
Sigo leyendo:
Punto nº 4: Debe investigar si usted es un endovampiro o un ectovampiro.
– ¡Ectovampiro! –grito–. Y ¡ecléctico! –agrego con una mezcla de furia y frustración.
Punto nº 5: Verificado este punto tenemos dos caminos a seguir.
Camino nº1: Si usted es un endovampiro, deberá hacerse inmune a las nano partículas de ajo, estigmatizado por la sociedad hasta el punto de ser un elemento proclive a su exterminio, en caso contrario sus minutos están contados.
Camino nº2: Si usted es un ectovampiro, aconsejamos pasar por la oficina de Ectovampiros Eclécticos que se le asignará un nuevo destino.
Bueno, hemos llegado al punto de que mi depresión, se manifiesta por no tener un hospedador… ¿Y si no quiero tener un hospedador? ¿Qué pasa si no quiero?
Sigo leyendo.
Punto nº 6: Si usted ha llegado a esta oficina quiere decir que es un Ectovampiro Ecléctico. Se le asignará un nuevo hospedador y seguirá con su vida normal. El solo hecho de ser ecléctico le permite a usted aceptar o no. Puede estar de acuerdo con su destino o no, puede incluso llegar a un estado medio, en el que usted se encuentre satisfecho o no. Se le dará la oportunidad de seguir siendo vampiro o cambiar de forma antropomórfica. En todos los casos deberá usted reportar cualquier cambio o condición que se manifieste inestable a su conducta.
– ¡Quiero seguir siendo vampiro ecléctico! –digo tapándome la cara con las manos–. Me gusta tanto el arte egipcio, como el noruego, la mitología asturiana, como la lovecrafiana, me gusta ser un vampiro que adora la inmortalidad, como morir cada día… pero el orden de este nuevo mundo se está tornando puntilloso, exacto, medido con parámetros electrónicos. La tecnología ha superado tanto a la leyenda, que hasta las hadas tienen sus advenedizos hologramas.
Esta guía no me ha dado más que respuestas obvias. Tal vez no sea la última actualización. De todas maneras, pienso que mi vida como vampiro ecléctico ha llegado a un punto en el que siento que debo hacer una pausa.
¿La oficina estará abierta un sábado a las 22 y 30 horas?
Me conecto a la cara regordeta de un ente con aspecto de pescado y le digo que quiero un cambio antropomórfico.
– ¿Está seguro de su decisión?
– No, pero quiero algo entre dinosaurio y hombre lobo, con algo de inteligencia, la suficiente para no sentirme deprimido.
El hombre pez hace girar una rueda con desgano y al detenerse, emite una risita maquiavélica, que hace vibrar mi universo, mis antepasados y mis tradiciones.
Paso la vista en panorámica sobre la ciudad y me disminuyo de tal forma, que mis ojos son los ojos de los estúpidos murciélagos y mis alas las de un depredador que se vuelve cada vez más pequeño ante la mirada asombrada de un niño que juega con su chupeta que se traduce en la forma de un dinosaurio rosado…
LA TÍA EULALIA
Descolgué el vaquero que mi madre había dejado tendido en el patio. Tenía la costumbre de colgarlos al revés y eso me fastidiaba. Mi madre, adicta a las dietas mágicas, tenía en la heladera cosas tan desagradables como verduras y alimentos de bajas calorías. Éramos en casa, cuatro varones hambrientos y deseosos de un buen churrasco con papas fritas. O comida chatarra, bien salada que se podía bajar con una cerveza. Era un martirio oír a mamá tratando de educarnos en el “buen comer”.
Un día, cansado de las discusiones entre mis padres, abandoné la casa y con mis veinte años no miré atrás a la hora de dejar mi fastidiosa vida. No he vuelto desde entonces.
– Ha muerto me dijo uno de mis hermanos. Luis, el mayor, el que finalmente había llegado a ser médico, siguiendo la tradición familiar.
– Imposible –le grité por el manos libres mientras observaba la bahía que se desplegaba ante mi ventana. Era una hermosa mañana de otoño y el sonido palpitante de la ciudad se colaba por las mamparas térmicas.
– Te digo que ya no está más en casa –repitió.
– ¿Qué sabés de Lautaro? –le pregunté.
– Está con papá de vacaciones.
– ¡Qué divertido! –agregué sonriendo. Lautaro, el menor, siempre había estado al lado de papá.
– ¿No preguntás por mamá? –me increpó Luis.
– ¿Qué tiene mamá?
– Está cada día más gorda, esas dietas de mierda que sigue la van a matar.
– Vos sos el médico, indícale que debe comer “sano” como dice y dejarse de estupideces con dietas, que ya sabe-mos cuál es el resultado en ella.
– Preguntó por vos Humberto –recriminándome. Deberías llamarla.
– ¿Cómo sabés que ha muerto y no se fue de vacaciones con Lautaro? –cambiando de tema.
– Porque… porque si…porque mamá ya no la ve más y entró en un estado depresivo, me llamó llorando ayer…debo colgar, llamala no seas boludo…
Y la comunicación se cortó.
En realidad, no creía que Tía Eulalia se hubiera muerto. Eso era como decir que mi madre había dejado de hacer dietas. No debía ocurrir, la tía era propiedad de la casa. Si había pasado eso, era señal de que algo andaba mal. Debería llamar a mamá, me dije.
De hecho, no la llamé, bajé los trece pisos que me separaban del hormiguero de la ciudad, me subí al coche, marqué el mapa de destino y me dejé conducir. Mientras recorría la autopista, me repetía que había hecho una promesa de no regresar a la casa.
Más de una vez intenté cancelar la orden dada al coche y volver a la tranquilidad de mi piso, donde tenía todo lo que necesitaba sin moverme, desde donde trabajaba y tenía diversión y sexo si quería y estaba además al tanto de todo lo que pasaba en el mundo. La red transmitía de continuo en las pantallas, a través de la infinidad de cámaras y drones espías que recorrían las calles y husmeaban nuestra vida. Mi trabajo de periodista asociado a una de las grandes cadenas de noticias me permitía tener acceso a toda esa tecnología. Me había vuelto un, (mar) man addicted Room, la nueva dolencia del siglo XXII. Pero la desaparición de la Tía Eulalia era todo un problema para mamá, quien en estos años se había vuelto totalmente dependiente de ella.
Claro que quinientos quilómetros desde Montevideo a Salto son algunas horas. Pero las recorrí como un zombi que es atraído por el olor de la carne.
La ruta estaba silenciosa, algunas granjas hortícolas, encerradas en burbujas de cristal translúcido se sucedían como hongos en el campo. Los animales aún seguían libres, amparados en cuadrículas fabricadas para alimentarlos, bañarlos, vacunarlos. Era todo un spa vacuno y ovino en el que paseaban y se mantenían en forma hasta que les llegara la hora.
A ambos lados de la ruta se deslizaban parques eléctricos de tres compañías distintas, luego que el monopolio estatal había dejado de existir, las otras dos compañías extranjeras, habían desarrollado monstruos electrónicos para captar el viento y las tormentas, dando así una visión del campo, sumado a las burbujas y a las cuadrículas, un espacio ocupado por elementos futuristas. Para algo sirvió la tierra, después de todo, pensé.
La computadora del coche me indicó que necesitaba un escaneo del sistema, me detuve en una estación de servicio junto a la ruta 3, dejé que el autómata hiciera su trabajo, mientras yo, en un acto de valentía, abandonaba por unos minutos el útero electrónico. Decididamente me había vuelto adicto a los ambientes cómodos.
Entré en la ciudad como el hijo pródigo que regresa al hogar. Me asombró reconocer los lugares, en veinte años era como si el pueblo se hubiera detenido en el tiempo. Todo igual, solo las costaneras sur y norte que bordean el río Uruguay, habían contemplado un desarrollo arquitectónico fuera de lo común para la zona. Allá enfrente, Concordia, como una postal, interrumpida por el paso de un aliscafo que silenciosamente se deslizaba sobre el río. Nada ha cambiado, pensé.
Incluso, el boliche nocturno “La Bámbola” que frecuentara en mis años de estudiante estaba, pero se había trasladado un poco más abajo, frente a lo que en sus buenos tiempos fue el mayor frigorífico de la zona, “La Caballada”; hoy solo se conservan algunos servicios que lo sostienen en pie.
El coche se detuvo en la entrada de la casa. Un perro desconocido salió a ladrarme, lo corrí con un gesto y empujé la puerta. El desorden era evidente, un olor indescifrable era dueño del lugar.
Entré apartando bultos irreconocibles de papeles y bolsas descartables. Mamá estaba sentada frente a su pantalla, como siempre, como desde la última vez que la había visto. En el respaldo del sillón apoyaba una cabeza blanquecina, despeinada. Dormía con la boca abierta, bandejas de “picadas” a sus pies y el control en sus manos. Me costó reconocerla.
Miré por todos lados buscando a la Tía Eulalia. En la planta baja no estaba, subí las escaleras hacia las habitaciones. Nuestros cuartos conservaban aún algunos elementos míos y de mis hermanos. La guitarra de Luis, sin una cuerda, como siempre, tirada debajo de la ventana. Algunas fotografías nuestras con amigas del secundario, recortes…
Me tumbé en la cama, miré hacia el techo buscando las proyecciones espaciales que mi padre nos había comprado cuando éramos chicos y con las cuales nos hacía dormir. Recordé que se proyectaban a través de un sapo verde, con una sonrisa estúpida que se enchufaba en la pared entre nuestras camas. Miré con gesto interrogativo hacia ese lugar y ya no estaba.
Nunca supe dónde mi padre había comprado el software de la Tía Eulalia. Recuerdo que se lo había traído a mamá para que tuviera una compañía, pero la Tía Eulalia era como un fantasma. Hablaba con mamá, se desplazaba limpiando virtualmente, haciendo las cosas de la casa. Mientras ella se ocupaba de los quehaceres virtuales, en realidad, todo se amontonaba en un basurero increíble. Como el software estaba unido en red a nuestra casa, todos los que entraban en ella, la veían hermosa ordenada, limpia y con semejante empleada, mamá estaba feliz. Ahora, que la Tía había desaparecido, mi madre había caído en un estado depresivo, difícil de revertir. Pensé en llamar a mi padre, pero estaba de vacaciones con Lautaro y su nueva mujer.
Volví a preguntarme dónde estaría el estúpido sapo verde, comencé a buscarlo sin demasiado interés. Salí del ámbito luminoso de nuestras habitaciones, bajando los escalones despacio, sumergiéndome de a poco en la oscuridad del comedor, llevándome todo por delante. Salí al patio y el perro se me adelantó corriendo a buscar un juguete, un trapito azul, un pedazo de botella de plástico, un sapo verde… sonreí al verlo, se lo quité de la boca y volví a subir las escaleras, esta vez, saltando de a dos los escalones, como queriendo atrapar el pasado. Lo enchufé con la esperanza de que funcionara. En la boca del sapo surgió un mensaje que decía: reiniciar software, le apreté la lengua y milagrosamente empezó a mostrar las estrellas y los planetas, las órbitas ya descoloridas se entrelazaban y parpadeaban. Cuando la emisión espacial se detuvo, comenzó a verse en una nebulosa a la Tía Eulalia, parada bajo el marco de la puerta de la habitación.
– ¡Bienvenido, Señor Humberto! –dijo en un tono seco y mecánico, sin sentimientos.
Me acerqué y la miré a los ojos, hacía muchos años que no la veía. Me miró sin verme, su mirada era helada, quise preguntarle alguna tontería, de las que le decíamos con mis hermanos, para desencajarla y dejarla en loop, pero me impresionó que no pasara el tiempo para ella. Pensé en “el retrato de Dorian Grey” de Oscar Wilde y pedí al cosmos que si algún día se hiciera un software de acompañante con mi imagen, fuera del mismo diseño primitivo de la Tía Eulalia. Los que se estaban fabricando últimamente, seguían una evolución naturalmente humana. Si tenían accidentes o morían, eran inmediatamente reemplazados por otro diseño actualizado. Sin un gesto, la Tía Eulalia dio media vuelta y se retiró hacia el baño a comenzar con la limpieza.
– ¡Qué estupidez! –exclamé–. ¿Cómo es posible que un software tan importante se transmitiera junto a una proyección para niños? Tenía que hacer algo con el perro que ya estaba junto mí, esperando el momento para atrapar su juguete. Busqué en el placar, recordé que había una luz permanente de baja intensidad que siempre quedaba encendida. Allí estaba, emitiendo con un led una tenue luz, lo desenchufé y en su lugar coloqué el sapo verde, lejos de la mirada del perro que no dejaba de saltar mordisqueando mi brazo. Me aseguré con eso que la Tía Eulalia estuviera protegida y por lo tanto mi madre volvería con sus dietas, sus bandejas de pollo frito engañosamente light, su pantalla y a su mundo virtual.
Antes de retirarme, configuré el software de la Tía Eulalia en mi reloj, así sabría si dejaba de funcionar.
Volví al comedor, una estridente música presentaba un programa de infomerciales de ejercicios, de elementos electrónicos que harían ver a las futuras compradoras como hermosas ninfas del siglo XXII. Deposité en la mano de mi madre, apoyada en el regazo, una tarjeta cargada con dinero, sin que el perro estuviera presente. Le di un beso y salí de ese lugar oscuro y lúgubre hacia la calle. Me subí al coche, pulsé reiniciar software en mi reloj y traté de dejar atrás el pueblo. Las casas iguales, las calles iguales, la gente y mi madre con su mundo virtual junto a la Tía Eulalia y el perro.
Llamé a Luis.
– Luis, ya está la Tía Eulalia nuevamente en casa.
– Ah, qué bueno, mirá vos, ¿Y dónde se había escondi-do?…
– En realidad…
– Dale, ok, ¿Todo bien entonces?
– Sí, pero quiero decirte dónde…
– Ok, ok, Humberto… lo más importante es que mamá ya no va a estar más sola.
Cortó.
CABEZAS MOJADAS
La lluvia caía como puñal. Guillermo corría con su coche por la ruta paralela al río y nunca había visto llover con tanta saña. Eso lo molestó, ya que quería estar en casa antes del anochecer. Comenzó a divisar tras la cortina de agua un puntito negro en la banquina, que se fue haciendo más visible y al pasar frente a él, se percató que era un hombre, que le hacía señas con dos mochilas en las manos. Guillermo pasó frente a él y siguió su marcha. Se detuvo casi inconscientemente más adelante y observó por el espejo retrovisor; a pesar de la poca visión, notó que el hombre no se movía de su sitio, se mantenía estático bajo la lluvia que se le clavaba en el cuerpo desgarrando su negro impermeable que le llegaba a los pies. Guillermo pisó moderadamente el acelerador y continuó su camino, pero la visión horrorosa que tuvo de ese hombre en la ruta no se la podía sacar de encima. Comenzó a tejer conjeturas.
– No puedo subirlo al coche –trató de convencerse–, está hecho un desastre, me arruinaría el tapizado.
Quiso detenerse en un café a la vera del camino, pero siguió como si ese deseo no hubiera sido recibido por su cerebro.
– Hice bien en no subirlo –hablaba en voz alta–. ¿Y si fuera un ladrón? Hay historias increíbles de casos de aventones que terminaron en robo… Eso no es nada, si fuera un asesino, además de ladrón… asesino… no, no, no… ¡Un extraño en mi coche no!… A pesar de toda esta tormenta que no cesa, de esos relámpagos que cortan el cielo, de esta maldita lluvia que no me deja ver…
“¡Dios! –gritó–. ¿Y si fuera un accidente? ¿Si ese hombre estaba pidiendo ayuda y yo no se la brindé? ¿Si estaba aturdido y por ese motivo no corrió al coche cuando me detuve?… Avisaré en el primer puesto policial que encuentre… No, no… No estaría bien, me preguntarían por qué no me detuve, y tendría que decirles: No lo subí al coche porque estaba mojado señor agente… Jajajaja. ¿A quién se le ocurre estar parado en la ruta en un día de lluvia y, sobre todo, mojado?
El sonido del celular lo distrajo de sus divagantes conjeturas. Era su esposa. Cuando al fin llegó a la casa, le dijo a su mujer preocupado lo que había hecho.
– ¡He dejado a un hombre parado en la tormenta! Por la sencilla razón de no querer crearme problemas, no sé quién pudo ser, pero lo cierto es que me ha venido martillando desde que lo dejé bajo la lluvia.
Bajo la lluvia seguía esperando un hombre a su tercera víctima, con ambas cabezas de dos infortunados conductores, en sus manos.
HORMIGAS EN EL ASCENSOR
Desperté, con extraños olores a vegetación saciada por la abundante lluvia de la noche. Los hongos proliferaban en la base de los pinos y eucaliptos, anaranjados, de formas irregulares. El bosque alrededor de la casa le otorga un sombrío encanto. Acudo a ella, cuando necesito descanso y tranquilidad. La soledad se siente, se puede ver su respiración entre las ramas.
Mi perro Boby, compañero inseparable, rascaba la puerta para salir al patio. Desayuné y salimos a dar el acostumbrado paseo, ese ejercicio hacía olvidar el bullicio de las capitales de asfalto, al cual regresaría al cabo de uno días. Recordé que debía ir al almacén de ramos generales del pueblo y rodeé la finca lindera buscando el atajo que se había formado por costumbre de los pasos.
Mi vecina era una mujer quisquillosa, los años la habían invadido por completo, no le gustaba la limpieza y juntaba todo tipo de objetos. Desde que había llegado no la había oído, algo extraño, porque hablaba sola y se reprendía cuando algo de ella misma no le gustaba. Una mano levantada de mi parte y un gruñido de ella era nuestro saludo. Toqué su puerta, nadie me contestó, miré por la ventana y la vi sentada al lado de la estufa, volví a tocar, ella seguía sin moverse y vi a Boby a su lado, pensé que algo estaba pasando.
Me pregunté por dónde habría entrado el perro, pero recordé que ella hacía huecos en la tierra, acostumbraba a entrar y salir por esos pasadizos que vaya uno a saber qué extraña satisfacción sentía al pasar por esos laberintos húmedos. Empujé la puerta, el perro comenzó a ladrar. La anciana estaba muerta, hinchada, con un olor repugnante; salían de su boca hilos de hormigas, las cuales habían formado un enorme hormiguero en el interior de su cuerpo y se alimentaban de sus fluidos, que como mieles endulzaban sus pequeñas formas.
Por un momento quedé sin aliento, luego, me puse a observar el trabajo de las hormigas que parecía que cuidaban con amor su preciado tesoro de dulces. Finalmente, cuando me vi rodeada por ellas, tomé a Boby en mis brazos y lo alejé del lugar.
Llamé a la policía, nada encontraron más que basura y desorden. El cuerpo de la anciana ya no estaba, tal vez las hormigas lo habían trasladado a uno de los interminables recovecos cavados en la tierra.
Lo cierto es que ahora que estoy llegando a mi casa de la ciudad, que he tomado el ascensor con mis bultos y mi menudo perro, me doy cuenta que está demasiado rellenito. Tal vez los días de descanso que tuvimos en el bosque lograron ponerlo en ese estado…
UNA BOLSA DE HUESOS
Recorría las calles con intención de encontrar un sótano pequeño donde poder instalar mi escritorio particular. Soy historiadora, y hacía tiempo me rondaba una idea, pero donde vivía no tenía espacio, por lo que era imposible llevarla a cabo.
Mi prematura viudez me había inspirado grandes motivos para poder sobrevivir; tenía muchos proyectos. Este era muy particular. Me interesaban las historias que los habitantes de la ciudad pudieran narrar, trataría de recopilar tradiciones, formas de vida pasadas, cómo se vestían, en qué ocupaban su tiempo de ocio, cómo habían sido sus amores, en fin. Ese era un desafío que había estado latente, casi desde el mismo día en que llegué al pueblo, siguiendo el entusiasmo de mi esposo, el cual había querido regresar a la tierra que lo había visto nacer para verlo morir; pero necesitaba ese lugar especial…
Desde la vereda de enfrente la vi, era una vieja casa, la puerta del zaguán tenía divisiones en vidrio donde unos arabescos se unían en letras antiguas. Mi ojo historiador la ubicó en el siglo XVII, deduje que sólo la puerta podía valer una fortuna. Generalmente esas casas tienen un sótano; busqué desde afuera las pequeñas ventanas a ras del suelo y efectivamente estaban allí. Pensé, al momento de tocar a la puerta si no estaría cometiendo un error, ya que nada hacía indicar que se encontraba en alquiler. El llamador encajaba perfectamente en mi mano, lo rodeé con los dedos hasta apretarlo, rugosas flores de acanto cerradas me devolvieron un toque ronco, sonoro y profundo… nadie contestó; al tercer llamado, oí una voz. No pude descifrar lo que decía esa voz apagada, pero entré y subí la escalera, siguiendo el sonido que provenía del piso superior. La escalera terminaba en una sala poco iluminada; un lujo antiguo emanaba de todos los objetos, como una gran galería. Parecía que el tiempo se hubiera detenido entre unos cristales, laboriosamente hilado en unas alfombras, estampado en mármoles y platería que se encontraban diseminados por toda la sala sin cuidado alguno. Una mujer anciana me daba la espalda.
– ¿Qué desea? –dijo en un tono cortante e hizo que pensara que había invadido su intimidad.
– Bueno, buenas tardes, ejem… En realidad estoy bus-cando un sótano para alquilar y me pareció que esta casa tiene uno… –fui directo al grano, sin preámbulos. Luego de un silencio prolongado, que alcanzó para decidir mi retirada, la anciana contestó.
– En realidad, sí hay, pero está abandonado desde hace mucho tiempo y no sé en qué condiciones se encuentra –terminó la frase en forma trabajosa y respirando en cada palabra. En un trámite rápido y casi sorprendente, se cerró el trato, la anciana no me pidió referencias, no exigió adelantos ni papeles, ni firmas, sólo la palabra y una llave que tomé de su mano temblorosa a la vez que le retribuía el dinero del alquiler. Vi fugazmente su rostro, coronado por unos finos cabellos entrelazados en la nuca.
Cuando descendía por la escalera, caí en la cuenta de mi error, ya que en el afán por encontrar ese lugar que tanto deseaba, lo había alquilado sin verlo.
No demoré en localizar la puerta en el hueco de la escalera. Al abrirla, un encierro de años se escapó silencioso estremeciendo mi piel. Sentí temor al pensar qué podía encontrar en su interior, pero necesitaba el lugar y el proyecto impedía detenerme en pequeñeces. Encendí la luz y descendí cinco escalones anchos de piedra; con sorpresa y asombro descubrí que el lugar se encontraba vacío, sólo tenía polvo y telas de araña. Me coloqué en medio de la habitación y la rodeé con la mirada.
– ¿Y las cosas viejas que uno guarda siempre en los sótanos? –pregunté en voz alta mientras recorría el lugar.
Era un ambiente seco y oscuro. Al instante y obedeciendo a mi hábito natural de organizado todo, comencé a tomar medidas y distribuir mentalmente los muebles; todo indicaba que era el sitio perfecto. En la mudanza, me acompañó Magdalena, mi amiga que había estado siempre conmigo, aunque en ese momento se encontraba del otro lado del pueblo, siguiendo otras pistas de posibles lugares para nuestro escritorio. Como en realidad eran pocos muebles, el lugar estuvo en condiciones en menos de lo que esperábamos. Observé sobre una de las paredes las tres ventanas tapadas con un papel negro que impedía el paso de la luz. Me subí a una banqueta y arranqué el papel que ofreció alguna resistencia, y tres rayos de luz entraron hambrientos a devorar los rincones. Diariamente iba y venía desde mi casa hasta la casa del sótano. Una vez instalada, comencé a visitar el barrio en busca de historias para realizar el proyecto. Todos tenían algo que recordar y lo relataban con gusto mientras yo los escuchaba con atención. Coincidentemente, al comentar que me había instalado en la casa del sótano, todos se persignaban y me decían.
– ¡Maldito!, ese lugar está maldito…
Realmente no creía en nada de esas cosas misteriosas y oscuras pero era interesante ver cómo se comportaba el ser humano ante una leyenda o un mito o simplemente creencias populares. Magdalena se había transformado en una entusiasta secretaria y luego de ordenar su casa, cumplía con el auto-compromiso de ayudarme, compromiso en el cual se divertía muchísimo. Un día estábamos distendidas, luego de encargarnos de un caso amoroso y nos sentíamos alegres, recordando aún sus entretelones…
– Necesitamos una planta en esa pared, ¿no te parece, Susana? –preguntó Magdalena.
– Mejor un cuadro –agregué–. No creo que las plantas crezcan mucho en este ambiente, aunque les entra un poco de sol, pero no es lo mismo…
Y distraídamente miré hacia el suelo donde los rayos de sol se unían en una figura la cual se me presentó como una cara espantosamente grotesca, como un monstruo con grandes y puntiagudas orejas, pero la figura se esfumó al instante y sonreí; tengo la costumbre de ver caras en las sombras y en las manchas de humedad de las paredes o azulejos, y por supuesto no le comenté nada a Magdalena porque sabía que le fascinaban los temas místicos y esa sencilla figura se hubiera transformado en una teoría diabólica.
A la anciana no la había visto más, pero se acercaba el pago del alquiler, por lo que subí las escaleras hasta la sala. Sentía mucha curiosidad por esa mujer.
– Buenas tardes, señora –le dije en tono amable.
– Juana, me llamo Juana –dijo y agregó después de un silencio–. Juanita para los muertos. Esa frase me golpeó el pecho, traté de sacar conclusiones rápidas. Pensé que esta anciana sería la última sobreviviente entre sus parientes que se encontraban muertos a la fecha y no se lo pregunté, mi sexto sentido me decía que debía callar y escuchar.
– Mi esposo –continuó– fue el pintor más famoso de la época, era guapo y robusto, de hermosos cabellos rizados color miel y sus ojos… –se detuvo por un instante para agregar–: tenían una fascinación irresistible, casi mágica.
Luego de un momento se dirigió a mí siempre sin mirarme y con un gesto con la mano dijo: –si viene por el alquiler, deje el dinero sobre la mesita del teléfono.
Repasé con la mirada todo aquel desorden buscando encontrar la mesita del teléfono, hasta que tropecé con ella, deposité el dinero bajo un pisapapeles grotesco en forma de gárgola, el cual tomé en mi mano para observarlo, ya que casualmente se parecía mucho a la figura que había visto formada por los rayos de luz en el sótano…
– Traído de Italia, por mi esposo –dijo la anciana–. Le cautivaban los objetos llenos de misterio, perseguía leyendas y fábulas, se perdió hace mucho tiempo detrás de una de ellas… –y guardó silencio.
Bajé la escalera un tanto desconcertada, pensé que mi amiga se haría una fiesta con todas las casualidades que estaba encontrando, pero no le dije nada, ya que Magdalena era muy impresionable. Al entrar al sótano la encontré atareada con un cuadro, un martillo y subida a la banqueta, preparada para dar un gran golpe a la pared del fondo. Al dar el martillazo, el clavo perforó la pared desapareciendo en su interior.
– ¡Epa! ¿Qué es esto? –dijo a la vez que acercaba el ojo queriendo ver algo–. ¡Susana! –gritó, pensando que estaba arriba, pero en realidad la estaba mirando desde la puerta y presintiendo ya algo fuera de lo común.
– ¡No grites! Que estoy acá –le dije haciendo ademanes, y entonces me puse a observar en ese momento detenidamente la pared del fondo, donde Magdalena quería colocar su cuadro y vi que unas líneas marcaban una puerta que antes nunca había visto. Comenzó a golpear la pared tratando de escuchar dónde estaba la parte hueca y efectivamente era una abertura tapada y pintada, vi cómo se le encendían los ojos y pensé lo peor.
– ¡Tenemos que ver qué es lo que hay del otro lado! –mirándome con complicidad a la vez que agregaba–. Yo no puedo quedar así…
– ¡No podemos hacer eso! ¡Estoy alquilando! –le dije tratando de convencerla, pero en mis fueros más íntimos sabía que era inútil, sabía que terminaría por hacerme su cómplice. En menos de lo que pensamos, parte de la pared del fondo se había transformado en un montón de escombros. Y la puerta se abrió hacia otro recinto, aunque un poco más pequeño e iluminado desde un lugar que no pudimos determinar. Magdalena había entrado decidida a violar secretos, pero yo me había detenido a observar cómo se formaba nuevamente el rostro lumínico de la gárgola sobre el piso; esta vez había visto cómo relampagueaban sus ojos, pensé que debería limpiar esos vidrios, ya no soportaba más esa figura.
– ¡Susana! ¡Ven! –gritó Magdalena desde adentro–. Y me quedé en la puerta, pasmada al ver lo que había del otro lado.
– ¡Sal de ahí! –le grité a la vez–. No toques nada, ¡sal de ahí! –le volví a gritar, pero sabía que no lo haría. La vi pasando sus manos sobre un sarcófago de piedra y pude sentir sus venas palpitando. Al entrar al recinto, sentí el frío de la muerte, sentí el temor de los sepulcros y quedé paralizada.
– ¡Ayúdame con la tapa! –dijo Magdalena–. ¡Apúrate! –gritó, pero yo seguí casi sin respirar.
– ¡Ni loca! ¡No lo intentes! –agregué en un hilo de voz, a la vez que me acercaba cada vez más, sintiendo el instinto de lo desconocido que me atrapaba, sintiendo lo prohibido que se apoderaba de mis sentidos, y sin darme cuenta estaba empujando la piedra con todas mis fuerzas.
– ¡Son esqueletos! –gritamos al unísono mirándonos sin acercarnos mucho. Al cabo de un rato, nos atrevimos a ver nuevamente y contamos cinco cráneos en un mar de huesos.
– Los voy a llevar para que los estudiantes de antropología los vean y nos digan de quiénes son, ¿te parece? –dijo Magdalena con ojos desorbitados.
– Me parece que tenemos que tapar y dejar todo como está –dije mientras pasaba la mano sobre la lápida de piedra y palpaba escrituras ásperas y ondulantes que quemaron mis dedos. A pesar de correr detrás de historias e investigar hasta el último detalle, siempre me tomo un tiempo prudencial para evaluar la situación. Pero esto era algo que me infundía mucho temor; soy totalmente escéptica con respecto a temas demoníacos, pero presentía que algo no estaba del todo bien. Mi escepticismo me mantenía tranquila, aunque un tanto turbada, contrariamente a mi amiga, la cual parecía un animal hambriento sobre su presa. Tratamos de descifrar lo que decían pero sólo vimos siete nombres raros, muy raros, que Magdalena dijo que eran nombres de demonios.
Mientras leía pronunciando cada nombre, su rostro se transformaba, y el tono de su voz iba creciendo hasta sacudir las paredes, gritaba en una forma desconocida nombres indescifrables. Eso terminó por convencerme de que tenía que salir lo más rápido posible y fue lo que hice, dejando a una Magdalena delirante, juntando los huesos de los esqueletos en una bolsa. Pensé que lo mejor sería que subiera a decirle a la señora Juana lo que había pasado, tendría que pagar los arreglos… Corrí desesperada hacia la planta alta y le hablé a la anciana casi sin aliento, la cual no me contestó, me acerqué despacio, el corazón me latía con una fuerza desconocida, le hablé, y al acercarme aún más, el aliento de muerte exhalado por ese cuerpo al desplomarse hizo que perdiera el conocimiento.
*
He cerrado con llave el piso superior, los fantasmas se quedarán ahí, por un tiempo, lo único que he traído para mi escritorio es el pisapapeles italiano. Me he mudado definiti-vamente a la casa del sótano, tuve que acondicionarlo, por-que en el afán de descubrir un secreto, no pusimos cuidado y el polvo cubrió gran parte del mobiliario. Al colocar la lápida sobre el sarcófago, conté seis cráneos, en lugar de cinco, pensé que Magdalena se hubiese puesto muy contenta al saber que existía un sexto cráneo que no habíamos visto, necesité bloquear la pared y pintar, coloqué el archivador para no ver la puerta. De la anciana no se encontró ni un rastro, sólo el desorden de la sala hacía pensar que esos objetos tan dispares pertenecieron a una persona desequilibrada, o tal vez fueran objetos de distintas personas; lo que sé a ciencia cierta es que este pisapapeles italiano que tengo ahora en mi mano tiene su propia historia. Curiosamente, la figura de la gárgola no ha vuelto a aparecer, lo mismo que Magdalena, después de intentar llevarse la bolsa de huesos…
Monarcas 5
La lámpara violeta 7
668 13
Blondine 16
Los ojos de mi amigo 24
¿Cómo ser objetiva en tiempos de sexo? 27
El retrato entre los pinos 30
Confites rosados 35
La tesis 44
Fantasmas en el muro 49
El hombre musgo 54
Manual para vampiros eclécticos deprimidos 71
La tía Eulalia 76
Cabezas mojadas 83
Hormigas en el ascensor 85
Una bolsa de huesos 87
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