Cabeza de Elefante

Marcelo caminaba por las calles del centro histórico de la ciudad de Querétaro, enamorado por sus calles coloniales, por sus colores sepia y el olor de la calle húmeda; recién había terminado de llover y se alegró del clima cálido de aquella noche de septiembre. Era de esos climas perfectos que no te hacen sudar y no te hacen temblar. Él estaba decidido a conocer algo nuevo, de sentir aquello que solo se siente cada vez que se experimenta algo por primera vez; desde lo más simple como cruzar una calle por la que jamás había transitado o hasta algo tan complejo como enamorarse por siempre de unos ojos que no lo voltearían a ver. Se sentía libre. Hacía ya seis meses que no salía del trabajo tan temprano: eran las seis de la tarde. Realmente el hecho de haber salido temprano no era lo que le daba aquella placentera sensación de libertad. No. No era eso. Se sentía así por haber despertado. Por haber dejado atrás la pesadilla que lo atormentó la noche anterior; aunque en el sueño parecieron noventa y nueve años y no una simple noche. En el sueño Marcelo estaba atrapado en un laberinto. No era un laberinto tan poético como los de Borges; era un tanto más vulgar y tal vez parecía menos laberinto que un laberinto. Sus paredes estaban hechas de papel y el piso era una alfombra que calentaba y quemaba los pies de quien no se movía. Era algo absurdo. Marcelo pensó que al final todos los sueños tienen algo de absurdo.

Estuvo atrapado en ese singular laberinto por noventa y nueve años; no podía descansar. Tenía que moverse constantemente, hecho que le impidió dormir un solo día, y perder la esperanza de que, al dormir en su sueño, podría levantarse al escuchar su despertador a las cinco de la mañana, indicación de que tendría que ir a trabajar en el mundo que él consideraba su realidad. Sin embargo, estar en ese laberinto tanto tiempo lo hizo dudar sobre cuál era su realidad. Tal vez jamás estuvo en el otro mundo y fue un delirio por correr tanto. Le daban escalofríos pensar en estar ahí nuevamente. ¿Y cómo sabía Marcelo que pasó noventa y nueve años atrapado en aquel laberinto? Todo gracias a una especie de verdugo: cabeza de elefante y cuerpo de humano; un traje sastre negro y una corbata amarilla; un sombrero inglés negro con un listón amarillo a su alrededor y unos zapatos negros perfectamente lustrados. Se encontraba en lo más alto de las paredes del laberinto; estas eran tan altas como un edificio, y aunque ese elefante tan distinguido estuviera tan lejos de Marcelo, él podía verlo perfectamente, podía incluso mirarlo a los ojos, y era él quien le hacía saber a Marcelo sobre el transcurrir del tiempo. Le dijo, por ejemplo: “cada vez que llegas a una parte sin salida, significa que ha pasado un día, cada vez que piensas que no tienes oportunidad de salir, el tiempo regresa un día.” Y a la vez le explicaba: “el tiempo es relativo, da lo mismo sumar o restar días.” Marcelo jamás llevó la cuenta, pero su verdugo lo hizo con paciencia; le advirtió aquel día que cumplió noventa y nueve años: el día de la muerte de Marcelo. Fue aquel día que escuchó el sonar de su despertador a las cinco de la mañana, y con una emoción que irradiaba en su ser, se preparó y corrió a prepararse para su día laboral.

Siguió caminando por las calles y se percató de un bar donde podían distinguirse una enorme cantidad de colores; tanta vida lo emocionó y entró sin dudarlo. Al momento fue recibido por una hermosa chica de cabello negro, tenía la piel blanca y unos labios que parecían ser capaces únicamente de reproducir las más hermosas melodías. Le sugirió una mesa y Marcelo le comentó que deseaba sentarse en la barra del bar. Caminó hacia la barra pensando en los ojos de la chica; creyó haber encontrado lo que estaba buscando y sonrió. Al llegar ahí, se sentó y le hizo saber al cantinero que deseaba una cerveza. El cantinero dejó de limpiar algunos tarros, los reposó suavemente cerca del fregadero y volteó a mirar fijamente a los ojos a Marcelo y le dijo: “¡Despierta, Marcelo! Apenas han pasado noventa y nueve años. El piso te va a quemar”.

Por A.R., 9 de octubre de 2018

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