«A Buenos Aires hay que caminarla mirando para arriba» me dijiste un día o varios días de esos que me sacabas a pasear por tu ciudad. Tu ciudad que también era mía, pero que era más tuya que de nadie. Conocías el mejor café y las mejores pizzerías, los atajos del Microcentro y todas las oficinas de Tribunales. Sabías llegar de memoria a los puestitos dónde los miércoles vendían entradas de teatro a mitad de precio y aprendí, de esos viajes, que las mejores obras rara vez son las más caras y casi nunca están sobre la calle Corrientes.
Buenos Aires era tan tuya que el canillita de la esquina te guardaba, sin preguntarte, el nuevo número de palabras cruzadas. Y vos eras tan de Buenos Aires que conocías de memoria todas las líneas de colectivo y pedías explicaciones largas y enredadas cuando alguien elegía un trayecto que no era el que vos creías más conveniente. Algunas veces me llevabas a un cine distinto, viejo, silencioso, gigante, en el que nunca pasaban estrenos, y una tarde de marzo me confesaste que ese era tu cine preferido porque no vendían pochoclo. Además del pochoclo, odiabas los shoppings, el subte y las calles llenas de gente. Sabías a dónde llevarme a tomar el mejor chocolate caliente y los mejores churros, pero vos siempre pedías un café chico, apenas cortado. Y cuando el mozo te miraba con desconfianza, le pedias el jarrito de leche aparte, para cortarlo vos. Y me asombraba, Fanny, que tuvieras incluso una forma tuya tan propia de tomar café.
A Buenos Aires hay que caminarla mirando para arriba, y entonces salíamos a cazar cúpulas y edificios antiguos, esquivando bocinas y asombrándonos del acento parisino que tenían las calles del centro porteño. Y descubríamos rincones secretos, camuflados, invisibles, escondidos de la gente que no sabe que en Buenos Aires hay que mirar para ambos lados antes de cruzar la calle, pero que hay que mirar para arriba para ser feliz. Salíamos a buscar pedazos de historia y vos, los encontrabas en pasajes ocultos y barcitos en los que sabían traerte un café apenas cortado. Y me hablabas del parecido efímero entre Buenos Aires y Paris, pero Buenos Aires era tan tuya que la preferías mil veces por su cielo azul y sus bocinas eufóricas y sus mil líneas de colectivo, que te llevaban a lugares sin dejar de ver el cielo ni de escuchar las bocinas, y evitando el subte en el que ni siquiera podías mirar para adelante.
No sé si te acordás, Fanny, del día que me mostraste el edificio de los 70 balcones y ninguna flor, mientras me dabas la mano y me recitabas de memoria «70 balcones hay en esta casa, 70 balcones y ninguna flor ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa? ¿Odian el perfume, odian el color?». Cuando terminaste, contamos juntas los balcones y me gustó más tu poesía después de comprobar qué los balcones eran 70. Qué suerte, pensamos, ni 67 ni 73 balcones hubieran podido armar una poesía tan linda. Recuerdo que algunos de los balcones tenían 2 o 3 flores tristes que se asomaban desde adentro y nos reímos juntas en el medio de la calle, porque el intento vecinal de contradecir la prosa, solo enfatizaba su sentido más irónico. «Nadie», me dijiste, «Nadie que ame realmente el color y el perfume tiene solo 2 flores en el balcón.»
Tu poesía empírica tuvo en mí un efecto rebote. No se si te dije, ahora yo también odio el subte, los shoppings y las calles llenas de gente. Y siempre que voy al centro, camino Buenos Aires buscando balcones que se parezcan al tuyo. Gracias, Fanny. Me habían enseñado a buscar poesía en los libros, y vos en cambio me mostraste que podía encontrarla mirando para arriba.

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