El joven melenudo

En una misma calle se pueden vislumbrar muchos sentimientos si se abren bien los ojos. En un silencio también. ¿De dónde apareciste para dejarme tan aturdida, tan necesitada, tan dependiente?

Había un niño jugando con una de esas palomas que atacan los plúmbeos suelos de la ciudad. El niño se preguntaba cómo pudiera ser que aquellas sucias aves cambiasen el azul del cielo, las nubes que debían ser tan esponjosas, tanto que los suyos no podían alcanzarlas. Levantaba la mano como tratando de rozar con su horizonte aquel que era inalcanzable; como si comprendiese por primera vez los límites de todo lo que le rodeaba. Tocaba con su palo el pico sangrado del ave. Presionaba justo en la herida mortal. Así sentía el acoso del cielo en su nuca, descubriéndole sin piedad con uno de sus rayos de luz, que él ya tenía otra herida mortal, aunque no viera su sangre.

Desde el escalón de su puerta escuchaba el rumor de los paseos en la mañana del domingo. Los zapatos de los caballeros rumiando y arrastrándose sobre la gravilla de la plaza de San Quevedo. Podía sentir el plomizo peso del viejo cura contra la tierra que dominaba, su piso, su apoyo. Y la intensidad de su mirada que se dirigía a las espaldas de sus vecinos que salían cabizbajos y sonrientes de las paredes inevitables. Observaba como lo hacen los traidores, aquellos que se saben poseedores del último golpe. Los ve caminar, cada día, rumbo a sus pecados, cansados y aliviados falsamente. Y los deja ir, los ve partir. Sin pesar.

Lo que no entendía el niño era que aquellos pecados, porque el pecado existe por encima del que lo comete, caminantes cada domingo al mediodía, no observaran lo que ocurría a sus espaldas ni frente a ellos. Ensimismados por una vida que no deseaban, no miraban al cielo ni a su alrededor. Aguantar los designios de una fuerza superior era tan agotador que lo que les rodeaba no tenía el menor interés.

La paloma se revolvió y respiró por última vez. El tren se escuchó a lo lejos y el niño suspiró como tratando de dar aire a su víctima para que llegase a su último puerto. Un barco, al final de la calle, esperaba atracado pacientemente desde hace varias semanas y el niño deseaba ver su pueblo como si estuviese lejos de él para sentirse incapaz de hacer algo por él. Pero él era juez y parte. Una parte fallida más. “Simón, recoge la mesa para preparar el almuerzo”, le ordenó su vieja, con la complacencia maternal disipada de su mirada. Ya no era un niño al que todo se le perdonaba.

En la casa de huéspedes pocas veces se rompía el orden minuciosamente procurado. Doña Feli trataba de que los libros mantuvieran un orden alfabético, de que las cucharas fueran después de los cuchillos y estos tras los tenedores. Los vasos estaban ordenados de mayor a menor. Las copas por detrás esperando al acecho del vino. Al niño le gustaba jugar con la idea de que las copas dedicaban sus días a observar al sacacorchos, porque sabían que después de su pinchazo certero, les tocaría a ellas. Todo cobraba vida, creía, porque todo permanecía ordenado. Y en la escuela había aprendido que los sistemas funcionan gracias al orden de sus mecanismos, tal y como se produce en la vida. El niño retiró los instrumentos de música de esos hippies que se quedaban en el hostal a cambio de lavar los platos y cocinar, cada vez menos, una de esas especialidades que aprendieron, según dijeron cuando llegaron, cuando estuvieron en Perú. Doña Feli, que nunca había estado ni tan siquiera cerca de un peruano, sospechaba que aquello no era de aquel país que ella imaginaba lleno de montañas y blanco. “Aquella sopa que hacen los muchachos debe ser algo que aprendieron acampando, en alguna de esas selvas de las que hablaron. Pero peruano, desde luego, no es”, relataba con el gesto torcido la señora de la casa, mientras pasaba con solemnidad el plumero entre los adornos que presidían la estantería mayor.

La prima llegó, con ese aire algo aturdido que tienen los parientes lejanos cuando no saben muy bien por qué están en casa de aquella tía lejana. Su madre, según había escuchado Simón, se había ido a unas vacaciones. Con el tiempo, supo que acababa de morir su marido y que su madre, muy prudentemente, le había recomendado un cambio de aires para dejar de mirar la lápida con esa cara de derrotada que se le quedan a las viudas. Por ello, dejó a la niña en el albergue del pueblito y se fue a una playa lejana. Para Simón las playas eran unos lugares inevitables pero desgraciados. En la escuela, otra vez porque todo lo aprendía allá, había sabido que los piratas llegaban a las orillas. Por eso odiaba los bordes de las cosas. Se enfrascaba en sus partes centrales, y dejaba los lados olvidados, como si fuesen fados alados que nos transportan a la tierna melancolía. “La melancolía es necesaria pero es triste”, decía constantemente la abuela de Simón. Y así veía los bordes porque los piratas llegaban cruzándolos con su machete y sus parches. La presencia de su prima era consecuencia de uno de esos bordes, donde su tía estaría disfrutando de la libertad de una lápida.

Su prima no habla demasiado. Se suele apoyar en la baranda de la escalera y bajar escalón tras escalón resbalándose con desgana, mirando hacia la calle, como esperando algo. Cuando Simón se sentaba en uno de los escalones del portal para jugar con el trompo lo miraba atónita, como mareada por el giro del juguete, admirando que lo inanimado pudiera controlarse. Algunas tardes, se sienta un escalón por encima de su primo y Doña Feli alisa el pelo de la niña que nunca tuvo. Pone el pelo de su sobrina dedo tras dedo minuciosamente, mientras escucha el sonido de la olla dejando salir el vapor del guiso para mañana que acaba por inundar la casa. En ocasiones, llega el joven melenudo del grupo de rock, “o de eso que tocan”, como dice Doña Feli. Y se pasea por la casa, abriendo sus fosas nasales para encharcarse del olor que el guiso desprende, como si no hubiera olido otro así. En ocasiones le rinde pleitesía a los alimentos alzando la voz con extrañas palabras. “Frutas, verduras, carnes que solas apenas tienen valor, juntas, revueltas, me guían, me satisfacen, desde que su olor pasea por mi laringe avisando a las puertas de todos los huéspedes de mi interior que algo maravilloso se está gestando.” Doña Feli se sentía feliz por tener aquellos hippies en casa. No eran pocas las ocasiones en las que salían con sus instrumentos hechos a mano al salón de la casa para tocar desordenadamente. Entonces todo era una fiesta y Simón se sentaba en el regazo del batería y hacía sonar una baqueta cuando el músico se lo ordenaba. Su prima esperaba detrás sin perder la mirada del joven melenudoque en ocasiones, medidas y repetidas, la miraba con el reojo de su vicio. Todo era una fiesta y el resto de huéspedes vertía guaro en sus gaznates y en el suelo. Era el desorden en la casa del orden, pero hasta Doña Feli se dejaba llevar por los impulsos de sus pies, y se bebía un par de tragos que siempre la mandaban a la cama.

Simón cree mientras su madre le alisa el pelo a su prima que fue hace tres fiestas cuando ocurrió por primera vez. A la vez que recoge la mesa, sospecha que ya sintió un ruido extraño la primera noche que el joven melenudoapareció en el hostal implorando una cama junto a sus compañeros. Doña Feli vio la puerta abierta y dibujó al fin una oportunidad para divertirse. Y la dejó entreabierta, entre su carácter agrio que se fue ablandando y la necesidad de sentirse mujer de nuevo. Porque Doña Feli era un eufemismo en sí. Nunca se había tomado en serio y así le era imposible decir en voz alta lo que realmente quería.

Simón quiere recordar a su prima paseando por la escalera, bajando parsimoniosamente, con la mirada fija en su primo y rebuscando en su interior lo que él vio, para verse, para olerse, tocarse. Su prima no habla demasiado, pero en ocasiones la siente sollozando mientras lo mira fijamente, aunque el silencio inunda la escalera y el Sol se cubre por las nubes para que su luz nunca pueda ser testigo. El joven melenudo le recitaba poesía en ocasiones, cuando llegaba el anochecer, y la comenzaba a sacudir con sus ojos lascivos, que se sabían poseedores de la victoria; ya la desnudaba con los versos de cualquier canción estúpida, que ella acogía como si solo estuviera dirigida a ella. La prima no habla demasiado, pero es capaz de emanar sensualidad a su corta edad. Se movía lentamente, guiada por sus caderas aun sin formar, y con su contoneo dejaba caer las primeras gotas de su madurez. Entonces ella deseaba más que nunca estar en el borde con su mamá, o viendo la lápida, colocando una flor, limpiándola con un trapo que no dejase marca. Entonces Simón la dejaba ir, como el horizonte que nunca alcanzaba, porque comprendía justo en ese momento que hay cosas que no tienen voluntad: contra el azar, contra los loros azules que se pelean cada noche en el parque por un sitio en el árbol, contra el agua que chapotea o las chispas del fuego, no hay nada que hacer. Entonces Simón sale al alfeizar de la ventana de su cuarto y extiende su brazo para tratar de tocar inútilmente el horizonte nostálgico del cielo.

Doña Feli pasea feliz justo después de esos versos, trapo y plumero en mano, limpiando la suciedad ordenada, la que le preocupa. Entonces, una puerta se abre arriba, y el joven melenudo se dibuja al lado de ella, discontinuo, como si fuese un holograma del futuro, y ya parece diferente porque no hay versos que lo envuelvan, tan solo culpa. O eso es lo que ve Simón. Con el tiempo se dio cuenta de que la culpa lo acompañaba al lavabo donde se enjuagaba las manos con agua tibia mientras se miraba a los ojos, para recordar quién era. Cogía su guitarra y se iba a la calle donde la luz lo ocultaba de todo lo que hubiera podido hacer unos minutos antes. Y sentado, contra la pared de la panadería, volvía a cantar mirando el horizonte del cielo. Simón incluso lo vio alguna vez levantando la mano como para cerciorarse de que todo era un imponderable, que todo era una elipsis en la que el joven melenudono tenía control.

Veía a su prima ayudándole a recoger los instrumentos y encontraba algo que salía de su interior, dirigiéndose a la habitación de donde sale tras el joven melenudoesperando encontrarse a alguien que la coja de la mano y le explique lo tristes que pueden ser los bordes, los piratas que vienen atravesándolos de ellos, y lo mucho que le gustaría alejarse de aquella playa. Pero pronto olvida lo que es, porque si no le sería inaguantable. Y vuelve a mirar con los ojos abiertos, hacia todos lados, pero ya de forma distraída, esperando que al menos su tía le alise el pelo, como hace cada día y como tanto le gusta al joven melenudo.

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