El patio de la Nona

Una casita baja, de ladrillos desnudos y techo de zinc; la pequeña galería cubierta de enredaderas y tres habitaciones: la cocina con su fogón a leña; una sala-comedor que utilizaba cuando venía alguien de visitas y su dormitorio, sencillo y pulcro, en el que se distinguía el hermoso cubrecamas que tejido al crochet por sus propias manos, trasmitía calidez al lugar.

En cada una de las dependencias había una pequeña ventana con vidrios repartidos, también ellos vestidos con visillos de su autoría, que miraban hacia el patio. Así de simple y austera era la casa de la nona.

Pero mi recuerdo de hoy, nostálgico tal vez, es su patio. El patio de la nona.

El patio, que más que ello, era un verdadero jardín, y hoy con una visión de añoranza diría, un bosquecillo de cuentos.

En él se mezclaban un sinfín de verdes, salpicados por el blanco de los jazmines, el rojo de los geranios, el amarillo de la retama, el azul de las campanillas que se enredaban en el tejido…En la primavera las glicinas y la madreselva embriagaban las tardecitas con su perfume. También había algunos árboles frutales: un duraznero, naranjo, una higuera y un mandarino, que le proveían lo necesario para elaborar riquísimas mermeladas que con mucha paciencia y dedicación ponía a cocinar sobre un rústico brasero. Y mientras esto sucedía, se sentaba en una silla baja, vigilando la cocción y entretenida haciendo alguna labor de punto.

En el patio de la nona no faltaban los canteros de verduras y hortalizas, que cultivaba ayudada por alguno de sus nietos quienes le preparaban la tierra para que ella sembrara y cuidara con esmero. Sobre la mesa del comedor, en una fuente de loza blanca, con flores azules que celosamente cuidaba pues la había traído de Italia como legado de su madre, siempre había frutos de su quinta: tomates, pimientos, mandarinas o higos, según la estación.

En el centro del patio, se erguía un viejo y frondoso algarrobo que ostentaba el privilegio de pertenecer a la flora autóctona del lugar. En este árbol, solíamos colgar una hamaca y mientras jugábamos en ella, el trino de los pájaros o el chillar de las chicharas le ponía música peculiar a nuestros juegos.

La Nona era pequeña y dulce, usaba largos vestidos de tonos oscuros, resguardándolos siempre con un amplio delantal de “griseta,” una tela rústica de trama gruesa y de color gris. En los días de invierno además de algún saco o campera de lana, solía abrigarse con una capita de lana, corta, que le cubría los hombros también tejida por sus propias manos. Usaba su blanco cabello recogido en un pequeño rodete. Sus anteojitos redondos y pequeños, la hacían aún más querible.

Cuando la visitábamos, solía prepararnos una rica merienda con sus mermeladas y una taza de leche caliente, aromatizada con cascarilla. Mientras merendábamos nos gustaba que nos contara historias y era entonces cuando ella, traía a su memoria sus vivencias, que por cierto hacían alusión a su partida de su Virle natal hacia América, buscando mejores condiciones de vida.

Nos contaba cuando, recién casados, con su esposo decidieron embarcarse, dejando allá lejos muchos familiares que nunca más volvieron a ver. Los primeros tiempos fueron duros, difíciles, buscando un lugar para asentarse y trabajar. Con la alegría de la llegada de los hijos… y haber conseguido un pedazo de tierra para arrendar comenzaron a soñar con que un día podía ser propia. Fueron años de sacrificios, pérdida de algunas cosechas pero sin bajar los brazos, fueron ahorrando para concretar el sueño.

Pero este sueño, no pudo ser… En esa época, por la primera mitad del siglo pasado era costumbre que los pequeños agricultores depositaran toda sus cosecha en las firmas que además de Ramos Generales acopiaban granos. Esto les permitía durante el año abastecerse de víveres y mercadería y el excedente lo dejaban en depósito como ahorro. Pasados varios años, nos contaba la Nona, ya habían reunido el dinero suficiente para comprar la tierra que estaban trabajando. Habiendo ya convenido con el dueño para hacer el negocio, se dirigieron con su pequeña volanta hacia el pueblo vecino donde retirarían su dinero de la firma comercial. Al llegar… se dieron con una ingrata noticia: los dueños habían “quebrado” y se fugaron con el dinero y la ilusión de muchos…que como ellos, habían confiado. Pasó el tiempo, y la oportunidad de la tierra propia se esfumó, y cuando ya no tenían edad para seguir en el campo sus hijos adquirieron la casa en la que ahora vivía la nona.

Otras veces, su memoria la trasladaba a su infancia y revivía anécdotas con sus padres, sus hermanos, cuando conoció al Nono… y entonces sus ojos se iluminaban, alguna lágrima asomaba y se empañaban sus anteojitos y cambiando de tema nos enseñaba algún refrán o canzoneta en piamontés.

Hoy, siendo yo abuela, a veces al preparar una mermelada, al sentir el perfume de las glicinas o el chillar de las chicharras, me vienen a la memoria pantallazos del patio de la Nona, que más que patio era un jardín o el bosquecillo de los cuentos…

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