Ecos
No fue el grito, sino el eco del grito que rebotó en la pared detrás de la cabecera de la cama, lo que la despertó. Su sueño había sido pesado, sopor tropical, el cansancio infinito del mar que nunca ha sentido sosiego. Ir, venir, pa’acá, pa’allá, plash, plash, plash.
Salir de allí para el despertar de un grito en la noche, sobresaltó tanto a Claudia que sus ojos se despabilaron cuando uno de sus pies ya resbalaba al suelo sin darle tiempo más que para imaginar que estaría frío y comprobar al segundo siguiente que no, que estaba tibio.
Puso el otro pie en el suelo y entonces comenzó el miedo. Trastabilló de presentimientos. Paladeó su saliva nocturna.
— ¿Marcela? ¿Tú gritaste?– preguntó mientras cruzaba la puerta de su cuarto.
Su voz no exorcizó la sombra, ni el silencio, ni el recuerdo del eco. La noche estaba húmeda, llorosa. El pasillo fue otro segundo de pies que no alcanzan a llevar el ritmo del corazón en la carrera. Sentirse perseguida y pillada a todo lo largo del pelo, de la vida. Una lenta gota de sudor por la espalda.
Caminó ligera, flotando. Seis pasos apenas y sonó otro grito, un chillido, y ahora Claudia no tuvo tiempo de esperar el eco.
— ¿Qué pasa? ¿Marcela?– insistió la muchacha mientras sus ojos se convertían en dos rayas empeñadas en penetrar la oscuridad.
Rezó incoherencias con la mano en la manija de la puerta. Maldita la hermana que no contestaba. Apretó los ojos para tener fuerza y abrir. Entrar al cuarto del grito.
Contra la pared, en una esquina de la recámara, estaba Marcela. Parecía un muchacho con la melena casi a rape, pero se veía levemente hermosa en su camisón claro gimiendo sin voz, pateando sin fuerza, mientras se balanceaba con los sus ojos castaños inmensos de horror.
Desde la puerta, Claudia vio cómo frente a su hermana Marcela que lucía desesperada, en el suelo y contra el clóset, yacía ella. Estaba torcida, derrumbada. Tanto ahí como en el umbral, Claudia estaba descalza, apenas cubierta por una playera pálida que le daba por debajo de las rodillas. Pero la melena larga de la mujer caída brillaba en la penumbra de la lámpara de buró. Quiso gritar, pero solo logró exhalar silencio mezclado con el recuerdo del eco del grito de unos instantes atrás. Su mirada hipnotizada no lograba desprenderse de su cuerpo vencido sobre el piso, con la asombrada boca muy abierta y un tímido chorro de caudal decreciente, una corriente de sangre espumosa como ola, que escurría lenta por su cuello, ir, venir, pa’acá, pa’ allá, plash, plash, plash.
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