CINEMA LEVIATÁN

No sé si anochece o el sol está por salir, el cielo está escondido detrás de nubes grises que amenazan con iniciar una feroz tormenta, y un terror creciente se apodera de mí.

La calle en la que me encuentro no la conozco, o ¿quizá sí? Comienzo a ubicarme. Nunca he estado en ella, pero siento como si hubiera pasado por aquí una incontable cantidad de veces. No hay ni un solo vehículo estacionado alrededor, de ninguna clase, la calle está más que solitaria, y su único transeúnte soy yo, y eso ayuda al pánico dentro de mí a tomar mucho más terreno.

Los edificios son de colores opacos y tristes, sus ventanas son demasiado oscuras, y aunque parecen abiertos y en funcionamiento, nadie está en ellos disponiendo de sus servicios.

¿Qué maldita hora es?

Podría ser ya demasiado tarde, atrás de mí hay un parque infantil, con un tobogán rosa que posee una capa de óxido en sus escaleras. Había tres columpios, dos continuaban colgados y uno tenía rota una cadena, de igual manera poseían una capa de óxido que le hacía buena competencia a la del tobogán. Alrededor del arenero había cuatro banquetas de concreto un poco destruidas, pero cualquier persona cansada podía tomar un descanso en ellas.

No conozco nada de esto, nunca he estado.

Aunque sí lo he estado.

Pero ciertas cosas y edificios me resultan familiares.

No he visto nunca ninguno de estos malditos edificios, no en mi ciudad al menos.

A lo lejos veía un rascacielos.

¿No mames? ¿Aquí en Mérida?

Creo que lo he visto.

Mis alrededores importan poco. No creo pasear por ellos de cualquier manera.

La ansiedad que azota mi pecho y el terror que camina como un ciempiés por mi columna, se toman de la mano y caminan juntos y a paso rápido cuando levanto la vista.

Hay un edificio de un solo piso justo frente a mis ojos. Es una construcción de concreto, cuya pintura rojo escarlata seca está quebrándose en la parte inferior del lugar.

Es un cine.

Luce pequeño pero imponente a la vez. Es decir, es un simple bloque de concreto de gran proporción, y aun siendo nada más que eso logra resaltar de todos los demás.

En las marquesinas, con letras grandes negras y en mayúscula forma el título:

VENGA Y DISFRUTE DE NUESTRA FUNCIÓN DE MEDIANOCHE. PROYECCIÓN ESPECIAL.

Justo arriba de las marquesinas, está escrito con letras doradas CINEMA LEVIATÁN.

Un extraño tribal que forma un monstruo con dientes afilados y una mirada que puede expresar tanto ferocidad instintiva como furia a sangre fría está labrado justo encima de dichas letras.

Estoy asustado, pero quiero entrar.

Quizá conozco el cine.

Abro las puertas de cristal de par en par. Huele a palomitas y mantequilla adentro. El olor es fuerte, muy concentrado, pero me agrada. Siento un espinazo en la espalda.

No hay cola para comprar golosinas, es mí día de suerte.

¿Día?

¿Noche?

¿Un puto reloj cerca?

La taquilla está a un metro de las puertas de cristal, es pequeña, muy pequeña. Nadie cabría por ahí.

En la taquilla hay un hombre alto, uniformado de rojo, con botones dorados y un sombrero extraño, un sombrero de botones, creo. El sujeto tiene un rostro alargado y lampiño, es de piel clara y tiene ojos azules, su nariz está un poco puntiaguda.

Lleva guantes de cuero negros.

Cuando me ve, sonríe.

-Bienvenido, caballero – dice con una voz gruesa y con un movimiento de brazos exagerado –. Si busca entretenimiento intenso, y fuera de lo ordinario, usted pisa el suelo correcto.

Los ademanes del botones son poco naturales, casi caricaturescos. Me perturba.

– ¿Dónde estoy? – preguntó, desconcertado.

El botones se acomoda un moño negro bajo el cuello que no noté al principio. Su actitud de “sujeto esnob” me inquieta.

Así actúa la gente del cine.

-Caballero, usted está entrando al limbo del celuloide.

El botones sale de la taquilla.

Su sombrero lleva el tribal en forma de monstruo en color amarillo.

El botones me contempla un momento, es más alto de lo que parecía. Medirá un metro ochenta, tal vez.

-Caballero – pausa –. Bienvenido a Cinema Leviatán.

Al escuchar ese nombre, no ubico en el teatro.

Pero eso no importa.

– ¿Sabe que parte de la ciudad es ésta? – pregunto, algo angustiado todavía, pero el aroma de las palomitas me relaja un poco.

-Que eso no le preocupe – me sujeta del hombro y me adentra más en el teatro. – El día de hoy viene a relajarse.

– ¿Podría decirme qué hora es?

-Claro que sí, caballero – el botones se arremanga el uniforme, dejando ver su muñeca, muestra un reloj de pulsera análogo, plateado y con algunos rasguños y sus números son de color cobre.

Pero no me fijo en la hora.

-Son las 12 en punto de la noche, caballero.

Se mete en el puesto de golosinas, saca de un baúl unas palomitas ya hechas y me sirve una soda. Me las entrega.

Las tomo. Las palomitas huelen excelente.

-Vamos, la función comenzará pronto.

Me acompaña a las puertas de la sala.

No dice qué función es.

La oscuridad se hace presente frente a mí.

-Recuerde apagar su celular, por favor.

Se queda parado en la puerta y adquiere una pose de soldado inglés.

La sala es enorme. La única descripción que se me ocurre es que un equipo de futbol americano podría jugar perfectamente si quitamos los asientos, los cuales se agrupan en interminables decenas de filas.

Hay bocinas alrededor.

La pantalla posee un tamaño descomunal, casi en proporción a la sala.

Me siento en primera fila.

Rebota en la pantalla un resplandor blanco.

Desde el fondo, en lo más oscuro, un proyector escupe un destello.

La función ha comenzado.

La primera escena es un cuarto de hotel. Hay una cama muy limpia, con sábanas blancas tendidas y almohadas grandes. También hay un tocador de madera con los cajones cerrados y un espejo empañado. La recámara es iluminada por una luz amarilla.

Aparece en escena un hombre de baja estatura, gordo, calvo y con bigote marcado. Lleva un sport blanco y pantalones verdes oscuro.

Aparece en siguiente intérprete, un hombre alto y rapado, mucho más joven que el primero y en mejor forma. Lucen cansados e irritados.

Salen del baño tres personas.

Dos hombres con máscaras negras y robustos, que cargan a un chico de mi edad. Un adolescente de catorce años, de pelo negro y piel morena. El chico está desnudo y no deja de gritar. Pide auxilio a gritos.

Es una película de terror.

Los dos hombres sin máscara sujetan al chico, el gordo calvo saca de uno de los cajones cinta aislante industrial y amordaza al adolescente con ella. Éste, incluso teniendo la boca sellada, no para de intentar pedir ayuda. De sus ojos brotan cascadas de lágrimas.

Excelente actor.

Una ansiedad en mi pecho crece, estoy familiarizado con ella.

Las actuaciones son muy buenas. Uno juraría que es auténtico. Me lo creo. Y el terror quiere hacerme compañía otra vez.

Las actuaciones son demasiado buenas.

El chico sigue llorando y pujando. Uno de los tipos con máscara le avienta un puñetazo en la cara, un efecto bastante bien logrado, el trabajo de sonido es excepcional. El otro enmascarado le avienta una patada en el estómago.

El calvo y el alto se unen a la escena.

Estoy asustado ahora. Esto comienza a repugnarme. Mi corazón late muy fuerte.

¿Qué clasificación es la película?

Todos los actores comienzan a golpearlo brutalmente. En unos minutos el chico está cubierto de varias heridas sangrantes y moretones que parecieran a punto de reventar. Tiene un trauma en el ojo derecho.

Creo que ya tuve suficiente. No puedo con esto. Saldré.

Me levanto y me dirijo a la puerta, pero antes de poder salir el botones aparece bruscamente enfrente de la puerta. Me sobresalto, su presencia me impide el paso.

A pesar de la oscuridad, sé que sonríe.

– ¡Lo lamento mucho, caballero! – grita. Quiere sonar severo y amigable a la vez; no logra ninguna de las dos – ¡Pero no puede irse ahora! ¡Debe esperar que la función termine!

-La película no me está gustando -le digo, casi al borde del llanto –. Es muy fuerte para mí.

– ¡Lo siento mucho! ¡No hay devoluciones! ¡Regrese a su asiento en este instante! – ahora suena severo.

– ¡Por favor! ¡Déjame ir!

El botones da la vuelta y desaparece en la luz del otro lado de la puerta. Salgo corriendo, pero la oscuridad regresa. La puerta se cierra, la empujo, pero es inútil, no se abre.

La película sigue.

Durante los minutos que siguen, al adolescente le han sacado los ojos y cortado la lengua.

Uno de los hombres -el calvo -saca un machete y lo decapitan.

Estoy llorando.

Despierto.

Brinqué de mi cama al despertarme. Mis manos temblaban y mi corazón estaba muy acelerado. La realidad volvía a mí poco a poco, no podía dejar de dar gracias porque todo fue una pesadilla, una de las peores que he tenido.

Mi frente se hallaba empapada en sudor, incluso el cabello lo tenía algo húmedo. Mis dedos vibraban.

Preferí recostarme un rato hasta calmarme. Cuando tengo pesadillas demasiado horribles lo mejor que puedo hacer es quedarme quieto y esperar a que el susto se me pase por sí sólo. Mientras más intente erradicar el miedo se hará más fuerte.

Pasando unos minutos ya me encontraba mejor.

Recordé hace un año, cuando soñé con que me encontraba en mi casa, pero curiosamente esta versión se ubicaba en un bosque; mis padres no estaban presentes, solamente era yo, y un tipo con un hacha pequeña rondaba los alrededores de mi hogar.

Este sueño fue agresivo y mucho más aterrador que cualquier otro que haya tenido, quizá sólo superado por uno que tuve hace algunos meses, un sueño en el que dos tipos disfrazados de esquiadores asesinaban con palos de golf a una mujer y a su perro que pasaban por la calle.

Una calle que no conozco, que dudo que exista, que posiblemente nunca en mi maldita vida he visto, aunque en el sueño la conocía mejor que nadie.

Sea como sea, mi ánimo regresó y daba gracias a Dios de otra cosa.

Ya era de día.

Sábado en la mañana.

Ya no me preocuparía por eso.

Me puse una camiseta negra y shorts cafés, me lavé la cara y bajé a desayunar. Mi madre cocinaba huevos estrellados con tocino y pan con mantequilla todos los sábados; el aroma me subió los ánimos al instante.

Mi papá estaba poniendo la mesa. Rara vez lee el periódico en la mañana.

Me dieron los buenos días y nos sentamos a comer. Hablamos del trabajo de mi padre como oficinista, de la labor de mi mamá en la casa y de mis calificaciones. Yo no tenía ningún problema, me estaba yendo bien, igual a mis papás, al menos eso decían; mi papá evita hablar de problemas del trabajo en casa para no contagiarnos el estrés, lo cual se le agradece.

Pensé por un momento en contarles de mi pesadilla, pero lo cierto era que fue algo demasiado desagradable como para sacarlo a la luz durante un desayuno tan rico.

Mamá, papá, soñé que estaba en un cine bien loco y bien chido un tanto anticuado y estaban proyectando una película donde masacraban a un cabrón a golpes.

Un poco inapropiado.

Le tengo la suficiente confianza a mis papás como para platicar de lo que sueño, al menos respecto a ciertas cosas, como aquello de cuando mi casa estaba en un bosque con un lunático vagando por ahí, demasiado cerca de mí.

Aunque en esa ocasión, en mi mente no ocurrió nada; pero anoche todo era violencia pura; posiblemente sí sea una de las pesadillas de las recordaré como las más atroces y perturbadoras de mi vida… o quizá ni siquiera la recuerde.

– ¿Qué harás hoy, Fabián? – me preguntó mi mamá comiendo un pan con mantequilla.

– Voy a salir con mis amigos. Iremos al cine. -le respondí.

Acabamos de desayunar, dejé los platos en el lavabo de la cocina y salí por el periódico del día. Lo compré en una tienda que está a dos cuadras de mi casa.

Cuando regresé, me puse a hojear las funciones del cine, y en ese lapso, una nota atrajo la atención de mis ojos, una noticia de esas que suelo ver siempre que me atrevo a mirar el diario. Eran malas noticias.

Hablaban de un chico de mi edad llamado Emiliano Rojas que desapareció desde el jueves de esta semana. Pusieron su foto. Era un chico de complexión delgada y moreno. Su rostro se me hizo conocido.

Creo que es actor.

Su cara me es familiar.

No te hagas tonto.

Lo conocía, al menos de vista. Era el mismo muchacho de mi sueño.

Pesadilla.

Me quedé contemplando la foto unos segundos, puede que fueran minutos. Ni siquiera me percaté de cuánto tiempo la vi; y mientras más pensaba más rápido me invadía el pánico. No se trataba de una coincidencia o de alguien de aspecto similar, estaba más que seguro de que el chico de la foto era el mismo chico que asesinaron en mi pesadilla.

Intentar apartar la idea de mi mente sólo me producía una ansiedad mayor. Posiblemente fuera eso lo que ocasionaba que no dejara de mirar al sujeto de la nota sin pensar en que de alguna manera fui testigo de un asesinato mientras dormía.

Era imposible, claro está. Sin embargo, la idea no me abandonaba. Al mirar el periódico, la ansiedad encontraba permiso para quedarse.

También pensaba (aunque sin que ello me calmara) en que mi mismo miedo me estuviera jugando una mala pasada. Pudiera tratarse realmente de un muchacho muy parecido al de aquel cine.

¿Cómo se llamaba el teatro?

Me quedé pensando un largo rato.

Tranquilo, analiza las cosas. Sólo fue un sueño y los sueños no matan gente… pero… Freddy Krueger… es una película… ¿sería capaz de existir algo con ese poder?

¡Escúchate! ¡Estás diciendo mamadas! Fue un sueño. Nada más.

Tomó un rato para que comenzara a calmarme. Ya cuando el estrés bajó, organicé mejor mis ideas.

En realidad, no puede decirse que el rostro de aquel muchacho fuera poco común, de hecho, podría parecerse a cualquiera, incluso al de mi sueño. Tal vez vi la foto de la cara del tal Emiliano anteriormente en las noticias o en otro diario, y mi cerebro recicló la imagen para “proyectar”.

Decidí dejar de pensar en eso y continuar con mi tarea anterior.

Ver la cartelera de cine.

Encontré una película cómica, a mis amigos les gustaría.

No quería nada de terror.

Les llamé por teléfono y quedamos de vernos en el cine a las seis de la tarde, media hora antes de la función.

Una minúscula flama del terror de la mañana continuaba prendida y picándome.

Los sueños no matan.

Todo transcurrió justo como debía transcurrir: mis amigos llegaron al cine, vimos una comedia sobre un actor latinoamericano que interpretaba a un ex – casanova que tocó fondo y ahora intentaba recurrir a sus viejos trucos de la juventud para recuperar su fortuna perdida mediante coqueteos a mujeres millonarias. Excelente película. Me cagué de risa. No podía dejar de reírme. Son del tipo de películas que deberían de sacar más seguido. Nos encantó a todos.

Fuimos a cenar a un Burger King, donde me embutí una hamburguesa doble con salsa borracha.

Cuando nos separamos, me compré un helado y regresé en autobús a mi casa. Afortunadamente sólo debo tomar uno.

Mis padres estaban viendo televisión en su cuarto. Los saludé y entré al mío.

Me acosté. La verdad es que sí sentía un poco de temor de soñar con algo tan horrible como la pesadilla de ayer, aunque también sabía que era poco probable; jamás tengo pesadillas dos noches seguidas, hoy no tenía por qué ser la excepción.

Simplemente me recosté en mi cama y pensé un poco en los culos de dos de mis compañeras de la secundaria.

Eso siempre me relaja.

Al día siguiente, me levanté un poco tarde, aprovechando el último día del fin de semana. La idea de levantarse temprano cinco días consecutivos me resultaba casi enfermiza (¿a quién demonios se le ocurrió?), pero así es la vida.

Al bajar, vi que mi mamá miraba la televisión de la sala. Iba a saludarla, pero algo no andaba bien. Ella no lucía tan sonriente como de costumbre, parecía preocupada de hecho. Ni siquiera me saludó cuando se percató de mi presencia.

En vez de darle los buenos días, tuve que ir directo al grano.

-Mamá – comencé a decirle – mamá, ¿qué ocurre?

Ella levantó su mano en dirección hacia mí, queriendo decirme que no podía responderme por el momento.

Miré la televisión. Escuché las noticias.

¿Quién podría culparla?

La noticia decía que un cadáver fue encontrado en un terreno baldío, el cuerpo se encontró decapitado. Presentaba severos hematomas en torso, brazos y piernas. La autopsia post mortem daría más detalles luego, según el reportero.

La cabeza seguía desaparecida.

Mi mamá se lamentó un poco y nos sirvió el desayuno a mi papá y a mí. Ellos hablaron sobre lo atroz y perversa que puede ser la sociedad de vez en cuando. Ningún ser humano merece recibir un castigo semejante como el del pobre sujeto en las noticias. Mencionaron que rezan por nunca tener que soportar algo así.

Siguieron hablando, aunque no es que yo pudiera prestarles mucha atención. Estaba muy ensimismado como para no pensar en la pesadilla de la otra noche. Es decir, dos coincidencias consecutivas son un chiste demasiado cruel y demasiado malo.

No se sabe con certeza la identidad de la víctima.

Deja de hacerte tonto.

El sólo pensar en que fui testigo de un homicidio mientras soñaba me estaba revolviendo el estómago. Era un asunto aterrador, casi rayando en diabólico.

Se me ocurrió mencionarles a mis padres lo del sueño, pero, ¿qué sentido tendría? ¿me creerían? ¿Qué tal si me mandan con un psiquiátrica, o a un manicomio? Además, estaba demasiado asustado como para pensar en cosas buenas, incluso si me escuchan, lo único que podrían hacer es abrazarme y tratar de tranquilizarme con lo mismo que yo he intentado sin éxito.

Es un sueño.

Era un maldito sueño.

Durante la noche, me la pasé recostado en mi cama, mirando directamente el ventilador sobre mí. Sentía el pecho apretado, y un cólico fuerte me lo recorría cada determinado tiempo. Me mantuve inexpresivo un rato, simplemente contemplaba el techo. Procuraba no parpadear mucho.

No quería dormirme.

Intenté distraerme sea como sea, buscando hacer cualquier otra cosa. Leer un libro, un comic, ver televisión, escuchar música, pero nada servía. Siempre recordaba aquel cine, y el temor de volver a verlo en sueños. Mientras más intentaba distraerme, sólo se intensificaba. El terror me haría compañía un largo rato. El círculo vicioso en mi cabeza daba vueltas y vueltas en todas direcciones, envuelto en pensamientos horribles respecto a lo que deparaba si me dormía; y todos luchaban por ver cuál podía hacerme sentir peor.

Es decir, ¿y si todo lo que aconteció durante el fin de semana no fue un sueño? ¿qué tal si todo fue una premonición y en el teatro simplemente anticipé lo que ocurriría? ¿Si cerraba los ojos podía volver a visitar el cine? De ser así, corría el riesgo de ver algo tan atroz y espantoso como el asesinato del muchacho Rojas.

Podría ver cosas peores.

Estar en mi cama no ayudaría a evitar que el sueño me invadiera, sino todo lo contrario, pero en serio no sabía que más hacer. Ponerme a realizar cualquier otra cosa para intentar distraerme lograba que el miedo a que no sirviera surgiera.

Comenzaron a pesarme los párpados.

Tardé en dormirme.

Me desperté pasadas las cinco de la mañana. Abrí los ojos rápidamente, pero me quedé acostando, sin moverme, durante un rato.

Me di cuenta de que no soñé nada.

Sentí una ligera, aunque satisfactoria tranquilidad. Dos noches seguidas sin viajar a otras galaxias.

Nada de cines. Nada de botones uniformados.

Mi semana transcurrió normal. Asistí a la escuela como siempre, a la misma hora y con el mismo ánimo que me caracteriza respecto a ella. Nulo. No me gustaba la escuela, y tener buenas calificaciones no significaba que me guste asistir. Cumplo y ya.

Me reuní con mis amigos. Me pidieron la tarea y se las pasé. Platicamos de la función del sábado. A mí no dejaba de hacerme gracia, cada momento en ella fue divertido, y ninguno podía negar eso.

Platiqué con algunas de mis compañeras, con las que suelo masturbarme a veces. Me contaron su fin de semana y yo les conté el mío, quitando algunos detalles.

El horario de clase transcurrió como estaba planeado; los maestros entraban y salían acorde a su lista de labores; nos reíamos a veces de cómo ciertos docentes ni siquiera eran capaces de fingir que no querían estar ahí, y no me refiero exclusivamente a nuestro salón, sino a la escuela en general.

El lunes es un pésimo día para pensar en trabajo.

Antes de darme cuenta, la extraña y macabra experiencia que aconteció durante mi fin de semana, no hacía menos de unas cuantas horas, se sentía lejana, como si hubieran pasado meses desde que sucedió.

Debo admitir que todavía me causaba cierto temor el simple recuerdo, aunque se me pasaba rápido.

¿Cómo demonios uno pierde tanto tiempo asustándose?

La semana que vino fue como cualquier otra, con días mejores que otros. Las mismas aburridas materias y los mismos aburridos maestros, exceptuando a mi maestra de Artes, quien posee un busto esculpido por los malditos dioses.

A mi padre le iba bien en el trabajo, al igual que mi madre no había tenido ningún problema con los quehaceres.

No soñé nada.

Fueron las mejores noches de mi vida.

En el interior del teatro, los pasillos son iluminados por luces anaranjadas.

La zona de golosinas está repleta. Dulces de todos los colores y de todos los sabores, brillan en el estante, detrás del cristal. Los hay cubiertos de azúcar, de chocolate, de coco y glaseados. Al verlos, quiero comérmelos todos.

El aroma de la mantequilla derretida en las palomitas me vuelve loco. Inhalo dos veces, de forma prolongada. Se mezclan los olores del maíz quemado y de una dulce presencia de jarabe.

Tengo miedo.

No como antes.

Me encanta lo que siente mi nariz.

No debería.

Trato de ignorar eso. Miro a mis alrededores. La taquilla está vacía, detrás del puesto de dulces no se encuentra un alma. No hay otro lugar donde pueda haber alguien más.

Quizá lo haya.

Busco a alguien, a alguien que lleve puesto un uniforme, un empleado.

Un botones.

Parece que no hay nadie. Eso debería molestarle a la gente normal, pero yo estoy más que feliz de estar solo.

Pienso en el teatro. Siento que lo conozco.

No debería conocerlo.

Entonces, nace, en mi pecho. El miedo, puedo sentirlo. Quiere apoderarse de mi nuevamente. Algo anda mal. No debería estar aquí.

Conozco este cine. Vine hace un tiempo. El terror que siento también lo había sentido antes, frente a sus puertas.

De pronto me siento perdido, desorientado. Conozco este sitio, pero es extraño sentir que forma parte de mis recuerdos.

¿Realmente forma parte de ellos?

Sí.

Ahora, mi memoria trabaja con mayor rapidez. Mi última visita aquí no fue placentera, por el contrario, pasé una de las peores experiencias de mi vida. Vi algo, algo que hubiera preferido no ver. ¿Qué fue aquello que vi?

Es un cine. Vi una película. Una muy mala. En varios sentidos.

Entonces, el rayo me destroza el cráneo. Mi corazón comienza a latir fuerte, mi pecho salta, brinca, el corazón no encuentra por donde salir. Aquí presencié una película horrible, donde lograron unos efectos visuales increíbles y deslumbrantes. Recuerdo al joven actor que interpretaba el protagónico.

Fue decapitado.

Fue su único estelar.

Otra imagen surge en mi cabeza. Veo un tribal, y unas letras doradas.

Leviatán.

Cinema Leviatán.

Aquí presencié un asesinato.

No pienso permanecer en este lugar un solo minuto más.

Giro a las puertas para salir, pero me detengo inmediatamente.

A través de los vidrios, una gruesa y casi total oscuridad cubre el exterior. De pronto recuerdo los edificios, los rascacielos, el parque con los juegos oxidados y el triste cielo gris.

Lo más seguro es que sigan ahí afuera, pero no los veo.

Está más oscuro que antes, es poco lo que puedo divisar. Una calle solitaria le hace compañía a la fachada del cine. Creo contemplar las siluetas de los juegos del parque.

No hay una sola luz. Nada ilumina el exterior. Le pertenece por completo a la noche.

El miedo crece y mis nervios se vuelven agujas afiladas. Sin darme cuenta mi respiración deja de caminar y comienza a correr. El aire fresco golpea mi pecho con cada inhalación.

Pienso seriamente en salir. Pienso seriamente en largarme.

No conozco está parte de la ciudad.

Creo que sí la conozco.

Conozco las calles, conozco las avenidas, conozco los parques, conozco el cielo de esta maldita ciudad. Conozco cada rincón en ella, incluso aquellos que no existen. Conozco cada camino que la ciudad posee, pero no sé a dónde llevan.

Puedo recordarlo todo mil veces y de formas distintas.

A pocos metros de distancia, cruzando la calle, mis ojos se fijan en algo. No. No es un algo. Es un alguien.

Una silueta alta e imponente se mantiene de pie, en la acera. Lo poco que pueden distinguir mis ojos hacen que luzca como un hombre, un hombre parado y tranquilo. Los escasos destellos de luz que el teatro puede brindarle a la calle ayudan a que aquella figura masculina tenga unos cuantos detalles más.

Entonces me percató de que el tipo de afuera va uniformado.

Creo que puedo distinguir el color rojo en su uniforme. Demasiado brillante para perderse incluso en la noche. Su chaleco lleva botones dorados.

Un empleado.

No tardo en caer en la cuenta de quién se trata.

Estoy congelado, creo que me caeré. Realmente me asusta lo que veo. Hay alguien afuera. Está parado justo enfrente del cine, y me observa. No realiza ni un solo movimiento y eso me causa una angustia peor todavía, una angustia intensa que hace que me duela el estómago.

Me es imposible evitar que mi mente comience a fabricar imágenes perturbadoras respecto al sujeto…, podría comenzar a moverse en cualquier momento y en cualquier dirección. Podría incluso simplemente entrar al cine.

El tipo tuerce la cabeza, no deja de mirar al frente.

Si salgo…

Comienzo a retroceder, miro a todas las direcciones, buscando alguna salida, una de emergencia.

Todos los cines tienen una.

Por lo general dentro de la sala.

Corro hasta las puertas de la sala donde fue la… función anterior.

Entro y sólo me encuentro con sombras y escasas luces. Admiro la sala. Es más grande de lo que recordaba.

No paro de buscar la salida de emergencia.

Entonces, el proyector se enciende. La enorme pantalla se ilumina. Corre la película de esta noche.

Hay una habitación sucia, y bastante demacrada, las ventanas están selladas por tablas de madera, las paredes son de un azul opaco, cuya pintura se está cayendo. El piso se encuentra cubierto de plástico transparente.

En medio del cuarto, hay una niña de unos 10 años, de piel morena y cabello negro. Los único que la cubre son unas bragas infantiles rosadas un poco sucias y sudor. Lo que pinta su rostro no es más que confusión. No luce asustada, pero hay algo inquietándola.

La miro, inevitablemente.

Tengo que mirarla.

Sigo moviéndome a través de la sala, la cual siento interminable; por más que camino, el maldito pasillo no se detiene, y la oscuridad parece querer tragarme. La película sigue.

El terror que me invadía se convirtió en una nueva clase de horror. Siento que ya no puedo moverme. Comienzo a llorar, camino sin rumbo, no dejo de dar vueltas, ya ni siquiera sé qué busco. Trataba de encontrar una salida de emergencia, pero ahora dudo mucho que existiera una.

Dos mujeres están a lado de la niña, quien comienza a inquietarse. Una de ellas es alta y de buena figura, posee pechos firmes, aunque no puedo fijarme mucho en ellos. Su compañera no es tan atractiva; es fea, de hecho, un poco gorda y de pechos caídos. Las dos están desnudas.

Sé cómo terminará esto y no quiero verlo. El pecho va a estallarme. Sólo pienso en salir, no me reaccionan las extremidades. Sé lo que vendrá a continuación. He visto una película con un argumento y una trama muy similar. Las lágrimas no dejan de correr por mis mejillas.

La niña también quiere llorar. La gorda le mete la mano en las bragas, juguetea su sexo, pero la pequeña no quiere.

Claro que no quiere.

Por eso lo están haciendo.

La mujer de mejor figura la sujeta de los hombros, suavemente. Se los masajea mientras le pide a la niña que se calme y la gorda le quita la ropa interior e introduce su dedo en su pequeña vagina. La de mejor figura ahora sujeta con fuerza a la chiquilla, comienza a apretarle el cuello, y le ordena que se calle. La niña sigue chillando. Su llanto es desesperado.

Me siento asqueado. Encuentro las fuerzas para caminar.

En el pasillo, de pie, veo al botones. Tiene las manos en la espalda, y está parado derecho. Me mira. Su cara lampiña y su nariz puntiaguda son iluminadas por una porción de la luz del proyector. Una sonrisa ligera está pintada en su cara. Levanta su mano derecha, la cual lleva un guante de cuero negro.

Mi cuerpo se vuelve de hielo. Ese loco podría hacerme daño. No me permitió irme la noche anterior, ¿qué podría ser diferente ahora?

-¿Qué opina de la función de hoy, caballero? -me pregunta, señalando la pantalla -Es un film nuevo, muy reconocido por la crítica y la mayor parte del público.

Escucho lo que dice, pero no termino de entenderlo.

No puedo dejar de ver la pantalla.

Aparece un hombre desnudo a lado de las mujeres y la niña. Es un varón de complexión delgada, pero una pequeña panza caída le cuelga, tiene bastante vello corporal, sobre todo en el pecho. Tendrá unos cuarenta años; su rostro posee varias arrugas y una cabellera castaña. No muestra ninguna expresión facial, su cara es de hielo. Pero estoy seguro que disfruta lo que hace. Sostiene un consolador negro de grandes proporciones y el sujeto tiene una erección que por pocos centímetros iguala la del objeto fálico en su mano; la punta de su pene gotea líquido seminal.

La gorda y su amiga abren violentamente las piernas de la niña, y el sujeto le mete el consolador por la vagina, de manera lenta, hace todo lo posible por que le duela. La chiquilla grita como loca, sus ojos son una cascada de lágrimas. Sus gritos invaden las bocinas de la sala.

Yo no dejo de llorar, giro hacia todas direcciones, y empiezo a marearme.

-Relájese, caballero – dice el botones – Tome asiento y disfrute de la función.

Se acomoda los guantes y se sienta en la primera fila.

La vagina de la niña sangra y sus llantos invaden toda la sala.

El hombre toma un taladro y atraviesa el cráneo de la pequeña.

Me desperté de un brinco. Quedé incorporado en la cama, llorando y empapado de un sudor frío. Estaba completamente mudo, ni siquiera gritar podía y necesitaba hacerlo, pero de mi pecho nada más salían jadeos y lloriqueos. El corazón me vibraba como loco.

No sé por cuánto tiempo estuve en la misma posición, como una jodida estatua, consumido por la negrura que moraba en mi habitación.

Volver a acostarme implicaría la posibilidad de volver a dormirme, y si me dormía, sería lo mismo que aventarme a un pozo con lanzas metálicas apuntando al cielo.

No me movía, no hacía ningún ruido, incluso intenté dejar de respirar, pero con cada inhalada me sentía observado, como si alguien me estuviera mirando y riéndose a carcajadas de mí, en algún rincón, en la oscuridad. Al cerrar los ojos, saldría de su escondite y me seguiría viendo mientras duermo, mientras no miro, para así él poder mirarme. Se aprovecharía de lo oscuro de mi cuarto para rondar por donde se le antoje, porque sabe que yo no sé dónde está. Él sabe. Lo sabe.

Era imposible, pero pensaba también en que podía estar justo detrás de mí. En las películas de terror, cuando uno piensa que el monstruo se ha ido o que no se encontraba escondido donde parecía estarlo, siempre sabía cómo demonios llegar a las espaldas del protagonista y asesinarlo en el acto. Podía estar detrás de mí ahora.

¿Qué cosa?

No sabía qué cosa, simplemente algo. Un ente que poseía una forma, un ser que mi mente alcanzaba a formar de manera vaga y errada; criaturas con tenazas, con varios ojos, de diversos tamaños, se dibujaban en mi cerebro, sin embargo, no es que tuviera que pensar mucho. Había un rostro, un rostro que podía vislumbrar. El botones. Su nariz, su cara lampiña, sus guantes negros. Podría estar en mi cuarto, mirándome, esperándome con unas palomitas en la mano.

O con un cuchillo.

No dormí en toda la noche y me sentía cansado al día siguiente. Ni siquiera volví a acostarme tras despertar, estuve despierto todo lo que quedó de la madrugada, dando vueltas en mi recámara.

Bajé al comedor y olía los deliciosos huevos que mi mamá cocinaba, pero la sensación de placer estaba muy apagada, ausente. Dos días con la misma pesadilla; no fueron dos días seguidos, aunque eso no cambia nada, el asunto es tétrico y no me permite vivir en paz. Mis pesadillas nunca han sido una lista de reproducción; si sueño con Jason Vorhees una vez, la posibilidad de que se introduzca en mis sueños posteriores es casi nula.

Saludé a mi mamá, quien me miró pálido y ansioso.

-¿Te sientes bien, Fabián?

-Sí, mamá. Fue una mala noche.

Quería contarle lo que soñé, desgraciadamente las palabras no me salían de la boca; es decir, ¿qué diría si le confieso la clase de pesadillas que he tenido? Podría tacharme de loco, y la situación sería la misma si se lo dijera a mi padre. Podría perturbarlos, y no quiero eso. Se asustarían, se horrorizarían al pensar que su hijo está enloqueciendo. Pensarían que necesito un psiquiatra. Recordé algunos artículos que leí en revistas hace varias semanas, donde hablaban sobre trastornos mentales y sus consecuencias tanto en quienes los padecen como en sus allegados. Había una enfermedad mental llamada esquizofrenia, que ocasionaba que empezarás a alucinar y a ver y creer cosas que no pasarán nunca, se te meten ideas extrañas en la cabeza y no puedes salirte de ellas, no importa cuánto te demuestren su falsedad y los vagos fundamentos en los que te sostengas; delirios creo que se llaman.

Me acuerdo mucho de la esquizofrenia porque fue la que más miedo me dio. Un síntoma común también podía ser tener pesadillas constantemente.

Si iba con un maldito psiquiatra me diagnosticaría algún trastorno, probablemente, y me mandaría a un hospital psiquiátrico.

¿Será tan grave?

Desayuné con trabajo, aunque el sabor de los huevos y el tocino me causaban una relajación momentánea, pero mi ansiedad mataba todo lo que pudiera causarme placer.

Al terminar fui corriendo a buscar el periódico; me dediqué una buena parte de la mañana a hojear en todas las secciones, esperando no encontrar ninguna nota sobre una niña desaparecida; al muchacho Rojas lo declararon desaparecido apenas al día siguiente de que soñé con su tortura y brutal asesinato. El rayo cayó dos veces, podía pasar de nuevo.

Había malas noticias por todas partes; no leía las notas completas, nada más me fijaba en los encabezados; represión en Cancún, linchamientos; dos policías en México mataron a un par de niños, los secuestros en Tabasco están peores que nunca; el cartel de los Zetas dejó tres cadáveres descuartizados en el monte, etc. Las fotografías no escaseaban en imágenes inquietantes, un sujeto al que dicen que arrolló una camioneta mientras viajaba en su moto tenía una gran herida en la cabeza y emanaba mucha sangre. Un muchacho protestante de unos veinte años, quizá, quedó con una pierna rota tras ser agredido por federales durante una marcha en el centro de la ciudad.

Pésimas noticias por todos lados. Ninguna era la que yo buscaba. Escaseaban los recuerdos en los que me había sentido tan feliz de ver el rumbo que tomaba mi país.

Aunque tampoco canté victoria. Es decir, tampoco olvido reportajes que vi antes, en noticiarios, tiempo atrás y en artículos de internet.

La trata de personas era un problema enorme, decía una página web, varios niños son secuestrados o incluso vendidos por sus familias, las cuales son de bajos recursos. Si algo le pasó en verdad a la niña durante la película (si es que tal niña existe) no hay nada actual relacionado con ella porque no es reciente; pudo haber sido raptada o vendida desde hacía ya mucho tiempo.

Piensas demás las cosas. Posiblemente sólo fuera otro mal sueño y ya.

Claro, igual podría estar exagerando los hechos. La sugestión pudo haberme jugado una mala pasada.Pudiera ser que esta vez no fuera más que otra pesadilla.

Pudiera ser.

Toda la semana que siguió fue un poco complicada. Pensar en dormir me aceleraba el corazón. Antes de darme cuenta, lograba conciliar el sueño durante la madrugada y no tener una sola pesadilla en toda la noche; desgraciadamente, no descansaba la cantidad de tiempo que mi cuerpo requería para tener un alto porcentaje de rendimiento al día siguiente. A lo largo de mi vida me di cuenta de que mi sistema trabajaba al cien con unas siete horas de sueño como mínimo, y para mi mala fortuna ahora solamente era capaz de cerrar los ojos unas cuatro o tres horas si me iba bien.

Ya no me concentraba en las clases como debía, incluso platicar con mis amigos me resultaba un poco incómodo. Podía fingir que estaba bien por un rato, riendo y diciendo groserías como si nada, inventando chistes crueles sobre retrasados mentales o la hambruna en África; lograba articular carcajadas de vez en cuando. Poco era el éxito que conseguía intentando tranquilizarme mientras hacía mi vida como siempre. Únicamente había espacio para una cosa en mi cabeza. El puto cine. Estaba presente en mis pensamientos incluso cuando se me olvidaba. No era necesario que pensara en él físicamente, simplemente me bastaba con tener la idea para que me pesara.

Los días en la escuela eran difíciles, pero estar en casa no era mejor. Al ver a mis papás sólo podía pensar en confesar mis temores; quería decir que un maldito cinema aparecía en mis sueños cada determinado tiempo y un botones maniático me obligaba a mirar asesinatos horrendos. La violación y masacre de la pobre niña con las dos mujeres y aquel sujeto era de lo que más me atormentaba. Sólo pensar en el dolor de la pequeña me producía náuseas, la imagen del consolador en su lacerada vagina seguía tan clara como la primera vez. Quería gritarles que por favor me ayudaran.

Jamás lo hice. Jamás les dije. No encontraba valor suficiente, no encontraba una manera poco perturbadora de confesarlo, aunque sabía que tal manera no existía, nunca existiera una manera suave de decir algo como eso, nunca habría manera suave para describir la decapitación de un adolescente o la violación de una niña. Yo tenía la tarea de confesar haber sido testigo de ambos actos.

La posibilidad de estar volviéndome loco tampoco me hacía ningún favor.

Si el puto diablo no me estaba jodiendo de una forma, me estaba jodiendo de otra, ¿cómo demonios le explicas eso a tus padres? ¿cómo demonios le explicas eso a alguien?

Ni siquiera eres capaz de explicártelo tú.

Ignoraba la tarea que dejaron mis maestros, realmente no estaba de humor para jugarle al buen estudiante. Encendía la televisión, sin molestarme en lo que estaba pasándose. Llegué a poner un poco de atención a un anuncio mierdero de propaganda política, un programa gringo de hombres musculosos y mujeres atractivas que buscaban a sus ex parejas en una playa, y una serie policiaca que anunciaban mucho en la televisión por cable. Apenas pude distinguir todo esto en lo que mis lagunas mentales me permitían descansar. Perdí la noción del tiempo sentado en mi cama mirando la pequeña pantalla. Cuando mi mamá se acercaba a mi cuarto fingía que estudiaba.

No se me había ocurrido entonces, o al menos no consideré la opción. Podía buscar en internet sobre aquel cine. Cinema Leviatán estaba lejos de ser cualquier cosa; algo como ello debía de poseer una historia, alguna anécdota importante que narrara sus orígenes.

Tecleé el nombre y sólo salieron artículos sobre cines, historia del cine, funciones estelares, imágenes sobre cómo sería un leviatán en caso de existir según la imaginación de una infinita cantidad de artistas y sobre la obra de un hombre del que jamás escuché hablar llamado Thomas Hobbe.

Según internet, Cinema Leviatán no existía. Y, aún sin existir, parecía significar demasiado.

La semana casi terminaba. Era viernes por la tarde, y la ansiedad no me dejó en paz en ningún momento. El mundo entero fue punto y aparte todo el día, mis maestros hablaban, pero yo solamente escuchaba balbuceos. Me la pasé mirando la ventana del salón, con la cabeza temblando. Hablar con mis papás seguía siendo una actividad casi imposible, aunque prefería seguir fingiendo que todo estaba bien.

Miré la televisión el resto del día; tardé en darme cuenta de que nada más estuve viendo la guía de canales.

Llegó la hora de dormir. Le di las buenas noches a mis padres, y rogaba que ellos jamás tuvieran que pasar una experiencia así, al igual que no dejaba de pedirle a Dios que me mantuviera cuerdo algunos años más.

Estuve recostado en mi cama, sin mover un solo músculo, tragado por la oscuridad. Miraba los alrededores, como si esperara que algo saliera de su escondite. La imagen de alguna figura saliendo de las sombras me perturbaba, me hacía sentir incómodo.

Estar despierto era horrible pero no sería peor que dormirme. Definitivamente no lo sería. Desgraciadamente necesitaba saberlo. Necesitaba saber qué clase de locura me estaba envolviendo, a qué clase de mal me estoy enfrentando. Si me duermo y el teatro aparece en mis sueños, ya nada será coincidencia.

Todo será verdad.

La sala sigue siendo gigante. La recuerdo, la admiro un momento, pensando que quizá es más grande de lo que realmente puedo recordar, y el fondo cada vez es más difícil de ver, incluso el punto de luz que escupe el proyector al final de la sala luce más pequeño conforme lo miro.

La pantalla también parece más grande.

No pasan comerciales, ni adelantos. Como es costumbre.

Un hombre moreno, de complexión delgada y con la cabeza sangrando está un callejón, uno muy oscuro, pero que alcanza a iluminarse un poco con la ayuda de un poste de luz en la calle. El hombre moreno luce cansado y agotado. La herida en su cabeza no deja de sangrar, es una fuente. Las manos le tiemblan, y sus nudillos también tienen mucha sangre, aunque no parece ser suya. En la mano derecha sostiene un arma de fuego, una magnum negra; juraría que ya fue usada.

No sé qué sentir. Incertidumbre, cuando mucho, al menos ahora tengo una idea de lo que ocurre. No veo a alguien indefenso, veo a alguien herido, y que acaba de luchar, con mucho o poco valor, no sé, pero sí sé que ahora las cosas pueden ir distintas.

El guión es un poco más original y diferente está vez.

El hombre moreno se aprieta sin parar el estómago, que también tiene sangre fluyendo sin intención alguna de detenerse. Arruga la cara de dolor, incluso mantener el arma en alto le pesa. Jadea; sigue jadeando; desde que apareció en escena sigue jadeando. Luce extremadamente cansado. Las piernas parecen querer traicionarlo, y conspiran para hacerlo caer, pero el hombre moreno no cede, quiere seguir en pie; se apoya en la pared del callejón, pero sabe que las sombras en esté no lo acobijarán por mucho tiempo.

No deja de espiar a la calle. Algo se aproxima, parece saberlo. Su mano armada tiembla con mayor fuerza.

Me siento horrorizado. Esta experiencia la he vivido antes.

Al hombre moreno le pasará algo malo.

Suelen pasar cosas muy malas en esta sala.

La sangre sigue saliendo, lucha por escapar del cuerpo del hombre herido, quien intenta contenerla con la mano, pero está perdiendo la batalla. La mano que sostiene el revólver tiembla de forma imparable, sólo se detendrá cuando ya no exista pulso en la muñeca, lo cual no debe de tardar mucho para que pase.

La humedad cubre las calles y el callejón que abrazan al hombre moreno, quien no deja mirar su entorno, esperando.

Su mano en el estómago parece cubierta por un brillante guante de plástico rojo.

Las piernas del pobre sujeto tampoco ayudan mucho. Continúan con su amenaza de dejarlo caer, aunque el hombre moreno sigue negociando para que aguanten un poco más.

Sigue recargado sobre el muro del edificio en el callejón, refugiándose en la matriz de la oscuridad.

Entonces, la cinta explota. Sólo veo borroso, y varios fotogramas corren y saltan como locos sobre la pantalla; después, nada más hay un opaco color blanco frente a mis ojos.

El silencio gobierna en toda la sala.

Creo entender qué ocurrió. El proyector tuvo una falla. Posiblemente el rollo se rompió.

No deberían de tardar en repararlo.

Realmente quisiera saber qué le ocurrió al hombre moreno.

¡No! No quieres saberlo. Recuerda que no quieres saberlo.

Siento demasiado frío; tanto silencio también es agobiante.

Unas débiles luces naranjas en el techo iluminan la sala de pronto. Levantó la vista y las contempló un rato. Son un tanto hipnóticas. Me siento un poco más relajado, pero todavía chispea aquella alarma que me pide irme. No sé si debería levantarme, no sé qué está esperándome afuera de la sala, o lejos del cine. Tampoco sé qué me espera si me quedo sentado.

Escucho que una puerta se abre. Las luces del puesto de golosinas invaden una mísera fracción de la sala. Una sombra se arrastra dentro. Veo una silueta parada junto a las escaleras. Comienzo a temblar.

-Buenas noches, caballero – me grita con ese tono tan amigable y a la vez lúgubre – Lamentamos mucho esto, pero estamos teniendo unas cuantas dificultades técnicas. No es la gran cosa, a todos los cines les pasa. Deme unos minutos y en breve estará disfrutando de nuevo su función de viernes por la noche.

Se me queda viendo por un rato. No tengo que verlo directamente ni de cerca para saber que sonríe. Dudo que los pensamientos en su cabeza sean de los que causen que sonrías. Levanta el pulgar derecho como un emperador griego y camina a la puerta.

-Tómese un intermedio -dijo mientras se iba -Sírvase lo que quiera de la tienda de dulces. La casa invita.

Las puertas se cerraron.

La escasa luz anaranjada me tiene bajo su cuidado, pero ya no me siento a salvo con ella a mi alrededor. Ya no son lámparas las que están sobre mi cabeza, ahora más bien parecen ser ojos; pupilas enrojecidas cuya única tarea es observarme. No lastimarme quizá, pero sí listas para impedir que no salga lastimado.

Aunque ahora veo mucho mejor la sala, no me es más fácil ver el fondo, sólo largas y extensas filas de asientos, que posiblemente irán aumentando cada vez que voltee.

Veo mis manos, y continúan temblando. Escucho un traqueteo muy cerca de mí, pero luego me percato de que son mis dientes.

Sin darme cuenta, estoy en el pasillo, bajando las escaleras y saliendo de la sala.

La zona de golosinas tiene caramelos nuevos, de colores diferentes. El olor de la mantequilla derretida me seduce la nariz nuevamente. Hay enormes platos que contienen montones de dulces y cucharas de plásticos gigantes, junto con varias bolsas a los lados. Me acerco a un plato con pequeñas bolitas azules cubiertas de azúcar. Huele mucho a menta y a también logro detectar un toco de limón en la mezcla. Me llevo el brillante y azulado dulce a la boca, mi lengua entra en éxtasis, es lo más delicioso que he probado; el sabor de la menta es predominante pero el limón se hace notar.

Escucho unos pasos detrás de mí. Al darme la vuelta, veo al mismo botones de siempre, con sus curveados labios apuntando hacia arriba. Me mira un rato, feliz de verme, feliz de ver a quien quizá sea su mejor cliente. Me le quedo viendo unos pocos segundos. Mis dientes vuelven a traquetear, mis manos bailan. Él puede verlo.

No recuerdo haberlo visto antes, pero lleva una identificación en el chaleco; es un rectángulo dorado con letras grabadas. Dice: “PASOLINI”.

Así que tiene nombre.

Levanta sus manos, que todavía llevan puestos los guantes de cuero. Y agita los dedos como si estuviera lanzando confeti; se acomoda su identificación y se acerca detrás del mostrador de las golosinas.

Yo sólo lo observo mientras se mueve.

-Hemos resuelto el problema – dice mientras toma una bolsa para palomitas de maíz – El rollo se rompió, pero y lo reparé. En un rato podrá seguir disfrutando su película.

Habla como si nada, y eso me molesta. Ahora ya no siento tanto terror sino más bien ira.

Recuerdo cada instante en este lugar, cada detalle de los films que he admirado en él, cada expresión, tan viva y auténtica, de cada intérprete, en su único estelar, su único papel, con una fama que posiblemente sea inmortalizada por sus seguidores, por la crítica y por el público; desgraciadamente, todas las circunstancias lo vuelven poco memorable.

El botones, cuyo nombre acabo de enterarme que es Pasolini, me entrega las palomitas, y yo las tomo; las contemplo, las huelo, todavía no voy a comerlas.

Pasolini me observa, con ese gesto tan alegre y a la vez perverso, al cual nadie podría acostumbrarse jamás.

Yo sigo mirando las palomitas, y me hipnotiza un poco su olor a mantequilla derretida; volteo a ver los dulces que reposan en los recipientes, sentir su sabor es lo único para que lo que queda espacio en mi mente.

– ¿Ocurre algo malo, caballero? – dice Pasolini, aunque sin inmutarse realmente.

No puedo contenerme, no puedo pensar en otra cosa, no puedo perder la oportunidad de hacerlo ahora. Necesito información, o cualquier cosa que me ayude a comprender qué es este sitio que roba pedazo por pedazo los fragmentos que comprehenden mi cordura.

Quiero hablar, y preguntarle a este maniaco qué puta madre está haciendo aquí.

¿El Diablo existe?

-Pasolini – contesté finalmente – ¿Dónde estoy exactamente?

Parecía estar en trance al pronunciar eso, ni siquiera recuerdo si realmente lo dije o no fue más que una fugaz fantasía de valor, o si lo dije hace diez segundos o lo mencioné hace un mes.

Pasolini El Botones, tuerce unos cuantos centímetros su cuello. Me mira como si pretendiera analizarme. Distorsiona un poco su sonrisa y entrecierra los ojos. Quizá sabía que quería preguntarle aquello, pero no llegó a pensar que verdad me atrevería. No sé si le molesta o no. Siento que mis manos y mi pierna derecha tiemblan.

-Usted, caballero, está en Cinema Leviatán. Posiblemente el único teatro que queda en el mundo que no usa proyectores digitales – permanecí callado mientras hablaba – Construido hace mucho tiempo, su propietario tenía una sola idea en mente: preservar el espíritu del cine en blanco y negro, además de la ausencia de sonido en los films.

Finalmente, hablo.

-Se refiere al cine mudo.

-Por supuesto -dijo Pasolini – No es que haya problemas con ello, de hecho, el sonido saliendo de las bocinas produce sensaciones que quizá un pequeño e insignificante grupo de músicos con instrumentos de orquesta jamás podrían evocar, sin embargo, nadie podrá negar que había algo mágico en aquello. Es decir, tienes a un grupo de personas que ayudan a crear el ambiente; lo vuelven menos pesado y la sensación que debe generar se siente más viva. Yo así lo recuerdo, al menos. Aunque, claro, las cosas deben ir cambiando. Cuando llegó el sonido a Cinema Leviatán, el dueño no estaba del todo seguro; creía que conservar ese estilo clásico era como una firma; casi como si dijera “Yo de aquí no me muevo”. Pero, por supuesto, las cosas fueron totalmente distintas. Se esperaba que el cine sonoro fuera un fracaso y que los espectadores quisieran regresar a lo clásico, a aquello que conocían, a aquello que el dueño de este teatro creía que sería una verdad incuestionable. El cine mudo jamás iba a ver su extinción.

Me concentro en sus palabras. Suenan tan claras, concisas y seguras. No titubea, ni balbucea. No sonríe. Siempre lo hace, pero ahora, ya no sonríe.

Continúa con su cátedra.

-Lo cierto es que el fin llega siempre. El dueño vio el emerger del sonido en su cine. Su único premio de consolación parecía ser el celuloide en blanco y negro; y creo que usted sabe a la perfección cuál fue el destino de ello. Hoy en día hay colores por todas partes; no existe un solo fotograma que no brille con alguna gama de brillantes colores en él. Eso lo destruyó. Al dueño, me refiero. No pudo con las demandas que exigía ser un cine moderno.

La vista de Pasolini se pierde en la nada. No me mira, sus ojos están perdidos. Creo que quiere contener sus emociones; pareciera que las ha contenido por mucho tiempo.

-Su sueño se perdió – dice – Fue demasiado. Con tantos cines mejores y un lugar que no puede progresar ni conseguir un proyector de calidad superior, asientos decentes y mayor variedad de caramelos. Poco a poco todo se fue al demonio. Solamente existía una cosa de la cual el dueño podía sentirse orgulloso después de que casi nadie asistía, porque era una cosa que nadie le había quitado, y era muy probable que nadie le quitaría jamás – Sostuvo una bolsa de palomitas y la levantó en el aire. – Sus palomitas. La gente decía que eran las mejores que hubieran probado. Ese sabor de la mantequilla derretida que nosotros lográbamos volvía locas a las personas; había ocasiones en las que pedían incluso dos bolsas por persona. Pero eso no fue suficiente para conservar la lealtad de la gente. Las palomitas de los otros cines eran una mierda, aunque seguían contando con salas mejores que las nuestras. – Me pongo a pensar. Este cine sólo tiene una sala – Mejor servicio, mejores y más empleados. Pronto olvidaron a Cinema Leviatán.

Silencio. Se queda callado por un momento. Miro a Pasolini. Por un instante, ya no luce como un maniático; parecía que tiene alma, una muy torturada.

Una lágrima tan delgada como un hilo recorre su lampiña e inexpresiva cara. Creo que empiezo a compadecerlo. Dudo que eso sea algo positivo.

-El dueño ya no pudo más. Se pegó un tiro en la cabeza. – Lanza un suspiro. Sujeta entre sus dedos enguantados con cuero una roseta de maíz; la mira por un rato. Parece desubicado. Inhala profundamente. De la nada, aquella sonrisa que lo caracteriza aparece entre sus mejillas; enseña los dientes, no tiene colmillos de vampiro, y no resultaría sorprendente que de pronto los tuviera.

En definitiva, ya no puedo compadecerlo.

– ¿Por qué yo? – pregunto.

Pasolini me ve fijamente.

-No lo sé – responde –. Le tocó y ya, caballero.

-Pero yo no quiero seguir viniendo. No soporto ver todo eso. No soporto ver todos estos asesinatos, yo no lo pedí.

-Nadie nunca lo ha hecho. Y nadie nunca ha apreciado la oportunidad que se les da. Pueden ver lo mejor del mundo, aquello que no pueden contemplar, y saber que existen cosas maravillosas allá afuera.

Sus palabras suenan suaves, parecieran tener melodía. No me creo lo que dice, no tiene sentido. “Cosas maravillosas” fue lo que dijo; podría querer burlarse de mí. Siempre lo hace.

– ¿Cómo puedes llamar “maravilloso” al asesinato de una niña pequeña?

Encoge los hombros.

-Hay gente que lo disfruta, es arte a su manera. Existe; forma parte de su vida, caballero, aunque usted no lo sepa o no quiera aceptarlo. Y deberá aprender apreciar tal arte, de lo contrario deja de formar parte del universo que lo está rodeando. En este cine nos gusta que la gente puede ver lo que nunca ve, lo que sólo podrá imaginarse.

-Yo no quiero ver esto. Es horrible.

-El horror es hermoso – dice, lentamente –. Apreciar el mundo es difícil. Tiene un precio alto, pero créame que valdrá la pena. Usted nos visitará todos los viernes a la media noche, hasta que pueda entender.

Me quedo callado. Estoy llorando, el llanto me ahoga el habla. Dijo “todos los viernes”. Yo soy joven. Tengo 13.

-Detente – le suplico.

Pasolini tuerce la boca.

-Lo siento. No hay devoluciones.

El olor de las palomitas es muy penetrante. Ahora más que nunca.

-Creo que ya lo entretuve demás, caballero – Sale del mostrador –. Regrese a su asiento y siga disfrutando de su función.

Me mantengo inmóvil. Ya no sé qué debería hacer. Volver a la sala implica continuar viendo a aquel pobre hombre moreno a punto de morir. Sus piernas no le respondían y tampoco podía levantar muy bien su arma. Puedo adivinar el final de esta película. No será agradable para nadie. Y, aun así, me doy cuenta de que una parte de mí quiere volver a entrar a la sala. Empieza a dejar de molestarme la idea, y ahora es eso lo que me aterra. Pareciera que comienzo a disfrutarlo. Mi corazón es un tigre, es un avión. Vuela hasta el cielo y se pierde al salir de la atmósfera por accidente. Ese temblor surge de nuevo en mis manos, comienza en mis dedos y se extiende hasta los brazos.

No quiero volver a entrar.

De hecho… parece que sí quieres. Aunque no deberías. ¡Detente, por favor!

Me encamino a la sala, dejo que Pasolini me sostenga la puerta.

La película corre.

El hombre moreno continúa sangrando como un cerdo. Quisiera saber qué está pensando ahora. ¿Sabrá que ya no puede salvarse? ¿Pensará en un destino al cual pueda pertenecer? ¿un destino feliz a lo mejor? Es posible que lo fantasee ahora, en su aparente final, el cual tiene elevadas probabilidades de ser.

Lo contemplo. Quisiera creer que puede salvarse.

Sus piernas se rinden, y le dejan caer al piso sin resistirse. Contrae el rostro, comienza a llorar, mira su brillante mano ensangrentada, la otra le tiembla. Mira su arma como si estuviera admirando lo que estuvo a su lado hasta el fin, como si estuviera viendo por última vez aquello que estima, como si el adiós ya estuviera escrito. Pone la boca del arma bajo su mentón y dispara.

Despierto, rápido.

No sé cuánto tiempo estuve inmóvil sobre mi cama. Abrí los ojos con tal violencia que me ardieron. El calor en la habitación me quemaba el pecho y la cara, la cual estaba empapada de sudor cálido. Toqué el lado de mi corazón con el mismo cuidado con el cual un soldado transporta dinamita.

Ya no quería volver a cerrar mis párpados, pero no era mejor estar admirando la oscuridad que emanaba de mi habitación. Otra vez la sentía como si fuera ajena a este mundo, y también como si hubiera algo más vagando en ella.

Mi cerebro no cavilaba bien la situación. Se me dificultaba respirar. Un puño invisible azotó mi cara.

Pensé en el cine, pensé en Pasolini, pensé en la sala. Jadeaba como un perro cuando comprendí por fin que atribuirle mis visitas a ese teatro a simples azares del destino, o pensar que podían ser nada más que pesadillas que podrías dejar en el pasado, así como así, era tonto. Lo era ahora, y lo fue desde la primera función, en el estelar del chico Rojas. Cinema Leviatán era real, si no en este plano, lo sería en otro, al cual de alguna forma yo he tenido acceso.

Estuve temblando del miedo por un largo rato. Parecía estar entendiendo la situación, y conforme más analizaba todo más terror me entraba en el cuerpo. Las posibilidades de que todo este asunto estuviera ocurriendo en verdad deberían de ser nulas. Ni siquiera tendría que estar cuestionándome respecto a ello, sin embargo, ahí estaba, tratando de reacomodar los trozos de cordura que me quedaban para que todo esto tuviera un poco de sentido.

Ya no existían las coincidencias ni las pesadillas. Ya no existía esperanza para creer que los sueños no matan. Los sueños pueden ser peores que la realidad, y la realidad misma es una pesadilla eterna.

Lo es ahora. Lo ha sido siempre… ¿cómo es que nunca me di cuenta?

Aquel fin de semana fue el peor de toda mi vida, la cual nunca más volvería a tener sentido. Saber que eres parte de algo grande y malévolo y nadie puede ayudarte no es una noticia agradable. Ni el desayuno que preparó mi madre y las buenas noticias del aumento de sueldo de mi padre tuvieron significado para mí, cuando hasta hacía unas tres semanas me habrían hecho muy feliz.

No quería pensar en nada más (no podía, más bien). Realmente existía una fuerza siniestra escondida en este plano al que yo pertenecía, y no era capaz de hacer nada para dejar de ser su presa. ¿Qué sentido tenía ahora seguir intentando vivir si de cualquier forma ya no era dueño de mi destino? Cinema Leviatán no sólo mandaba cuando yo dormía, dominaba mis días y todo mi existir mediante su recuerdo. No tenía caso tratar de pensar en algo distinto para distraerme y calmarme; esto ya no era sólo un delirio o una paranoia pasajera. Estaba teniendo miedo de una amenaza real, una amenaza que no debería ser real de ninguna manera, pero no importaba cuántas veces repitiera eso último o si era justo o no. Las cosas eran como eran y estaba totalmente fuera de mi control cambiarlo.

La idea de Dios y el Diablo nunca se me hizo ridícula para nada, y a estas alturas no paro de preguntarme qué clase de Dios se divierte permitiendo este tipo de cosas. Quizá no sea tan grande como Él piensa, y no puede pararlas. Quizá sólo permita que las vea porque no le interesa en lo absoluto lo que puedan significar para mí. Quizá piensa que estoy muy desapegado de la vida, de mi mundo y quiere que me reconecte con él mediante el sufrimiento ajeno. Quizá pretende volverme loco para que ya no pueda cuestionar cómo demonios Adán y Eva poblaron la tierra y solamente lo acepte, así como así.

Las razones para que yo pudiera tener acceso a ese teatro podían ser muchas, y no importaba si eran válidas o no. Alguien decidió que yo necesitaba ver ese tipo de películas en aquella interminable sala ennegrecida por las sombras y los gritos de las bocinas pegadas a las paredes.

Durante toda la semana que vino recuerdo haberme sentido observado por extraños puntos naranjas a mi alrededor. Sabía perfectamente a qué se relacionaban. Eran las luces que asemejaban ojos inyectados en el techo del cine. Seguían vigilándome, aunque estuviera despierto. Los veía en la escuela, a la cual ya ni atención prestaba; los veía cuando mis padres hablaron conmigo respecto a mi extraño comportamiento, tan retraído y distante. No sabía qué responderles, y tampoco se me ocurría manera de mentirles, al menos no de forma convincente. Sólo podía limitarme a decir que estaba cansado y que en verdad necesitaba descanso, y que no se preocuparan, que ya pasaría. No parecieron convencidos, pero ni siquiera ellos podían engañarse; sabían que estaba mostrando signos de alguna enfermedad mental, pero lo negaban, se negaban a aceptarlo, al igual que yo.

No era más que un alma perdida, un ser intrascendente que ya no quería vivir. Preferiría morir antes que volver a tener que ver esa gigantesca pantalla exhibiendo una pútrida cara de la humanidad, una cara que no pensé pudiera ser tan horrenda.

Función de viernes por la noche. Por supuesto, ¿a quién no le gusta ver una buena película un viernes por la noche? Esa era la razón por la cual todo se daba en ese horario y en ese día. Pasolini siempre se preocupaba por que sus clientes estuvieran cómodos, sin importar el género de la película que estuvieran a punto de ver, simplemente quería que disfrutaran.No sé lo que era Cinema Leviatán cuando existía lejos de mi cabeza, pero sí sé lo que es ahora.

Es una puerta al infierno. Apostaría cualquier cosa a que no soy el primero en tener el privilegio de visitar ese cine, tampoco voy a ser el último. Me pregunto si mi historia alguna vez estará proyectada en aquella pantalla. Es posible.

Cuando llegue el jueves, sin más, voy a suicidarme. Quiero cortarme las venas. Dicen que es bueno hacer cortes verticales para que el sangrado sea más eficiente. Espero que no sea muy doloroso. Les dejaré una nota a mis padres diciéndoles que los amo y que nunca sería su culpa tal acto mío. Es egoísta, claro que sí, pero ¿no sería todavía más egoísta dejarles que sufran viéndome en un maldito manicomio? Que vivan sabiendo que yo tenía problemas mentales que se quedaron como asunto mío, porque yo no quise decirles nada.

Moriré a los trece años de edad. No hay forma de evitarlo.

Gracias por haber visto mi función. Espero que la hayan disfrutado.

FIN.

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