SOFÍA
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Avanzada la noche, mientras en las sombras se proyectaba su larga figura a la luz de los faroles de la angosta avenida; mientras en medio del silencio se escuchaba a los grillos entonar su lamentable y monótona canción; mientras de las pulquerías y las tabernas; (verdadera llaga incurable), supuraba la ciudad su penosa enfermedad llena de hombres ebrios y mugrientos, de hombres inactivos y llenos de vicios, cuya conciencia adormecida no escucha sino el consejo que le dictan la ociosidad y la desvergüenza; mientras un ligero viento mecía las copas de los árboles que circundaban la alameda, y una luna de octubre contemplaba la faz de un mundo tan alejado del cielo como lo está ella de la tierra, caminaba un hombre envilecido y aborrecible. Un autentico demonio embutido en el mas asqueroso pellejo. La sonrisa se dibujaba maliciosa en sus labios, caminaba tambaleante por la embriaguez pero en su espíritu perverso había resuelto hacer su fechoría.
En muchas otras ocasiones; a eso de las tres o cuatro de la madrugada, después de haber pasado el día bebiéndose el dinero que le quitaba a su mujer, y que ella se había procurado mendigando por las calles, (teniendo algunas veces que prostituirse para conseguirlo); llegaba azotando la puerta. Se detenía entonces bajo el marco, y; como si buscase algo, paseaba una rápida mirada por la pequeña habitación, compuesta únicamente de una mesita de madera, una estufa, unos cuantos utensilios de cocina y un tapete que hacía las veces de cama y sobre el cual, dormían dos pequeñitas; hijas de la mujer.
Sofía, la mayor, que acababa de cumplir los ocho años, en vano intentaba consolar a la pequeña Diana, que aún no cumplía los dos, y que había despertado a causa del portazo, poniéndose a llorar. Era visible que el llanto de la niña irritaba extraordinariamente sus nervios de loco.
Entonces; como un autentico demonio entraba lanzándose sobre la criatura, profiriendo maldiciones y dando de gritos. Su voz repugnante y destemplada, parecía más bien estar mezclada con otras muchas voces igualmente repulsivas. Espantada, lloraba Diana con más fuerza, mientras Sofía la abrazaba recibiendo sobre su pequeña espalda los golpes que aquel miserable le asestaba, produciendo severas laceraciones con un cable trenzado, que para ese propósito había siempre colgado de un clavo; en la parte superior de la pared.
En su rostro podía apreciarse el gozo que experimentaba en azotar a la pequeña; sus ojos ardían como carbones encendidos y sonreía cínicamente lleno de un diabólico placer al escuchar sus gritos. Luego de golpearla salvajemente, las sacaba a la calle sin más con que cubrirse que una cobijita que, ya desgastada por el uso difícilmente les protegía del frío. La mujer, que permanecía impasible ante tal espectáculo; sentada sobre el suelo en una esquina de la habitación, agachada la cabeza, se tapaba las orejas con las manos. Él; regresaba al cuarto tambaleándose, articulando con dificultad palabras ininteligibles, completamente satisfecho de su innoble acción y cerrando tras de sí la puerta; se echaba cuan largo era, resoplando pesadamente como una bestia sobre el piso; llenando el cuartucho de una atmósfera alcohólica y pestilente.
Las dos pequeñitas hubieron de pasar muchas noches afuera, en las que el viento secaba una sobre otra, lágrimas de tristeza y desesperación. Diana se quedaba al fin dormida en los brazos de su hermanita mientras ella le decía: «no llores chiquita, yo te voy a cuidar».
Nadie sabe el verdadero alcance que puede tener una acción o una palabra en la mente y percepción de un pequeñito; pues, aunque pequeño; un niño lo ve todo y lo aprende todo…, y… Triste es reconocerlo; un niñito en manos de un adulto irresponsable, es, por lo general, cuando adulto; tanto o más irresponsable que el ser del cual aprendió a serlo. Y cuando uno de éstos ejecuta tan viles acciones con ellos, irremediablemente; está creando un monstruo.
Es mi deber al narrar esta historia el hacer notar que; aunque lo anteriormente dicho resulta cierto en la mayoría de los casos, también los hay algunos en los que no sucede así. Afortunadamente existen también, almas destinadas ya, desde antes de su nacimiento; a la bondad y a las buenas obras. Almitas que aunque suelen estar siempre en los seres más débiles e indefensos, en los más pobres y los desvalidos, entre los humildes y entre los que sufren; son más hermosas y valiosas que el oro. Ésta pequeñita que tantas desgracias y tormentos hubo de padecer a tan corta edad; tenía sin duda, un alma como estas. Y precisamente por las desgracias padecidas, había la niña madurado tan rápidamente que, justo es decirlo; su mentalidad no era en nada similar a la de una niñita de ocho años.
Algunas veces pasaba las horas, fija su mirada en un punto cualquiera, y sus ojos obscuros, enmarcados por negras y largas pestañas curvas, miraban siempre con la misma grave expresión, cual si estuviera mirando un mundo distinto al que tenía frente de sí. Como si fuera un ángel que; confundido de pronto al no hallarse en el cielo, se mira en tierra desprovisto de alas.
La madre que en algún otro tiempo intervino en favor de sus pequeñas, hubo también de sucumbir ante las tremendas golpizas del marido, al que sin embargo; pagaba sus vicios pidiendo limosna, pues pensaba que al no hacerlo, éste, la abandonaría; y ella, por supuesto, no podía vivir sin él. He aquí la razón por la que no se atrevía a levantar siquiera la vista, ante tamaña monstruosidad. Convendrá el lector, en que semejante dependencia emocional, no puede ser llamada amor, aunque era éste precisamente el calificativo que ella le daba a su “obsesión por el”
Había llegado en un par de ocasiones al inmundo cuartucho en que vivía, acompañada de hombres a los que se vendía por unas cuantas monedas, compraba un trozo de carne, que luego cocinaba, no sin antes haber sacado a las pequeñas de la habitación, esperando la llegada del marido para dársela a comer; mientras sus pequeñas comían tortillas enlamadas, untadas con aceite y un poco de sal.
Sofía; debilucha y pálida; recordaba, años atrás, haber pasado varias horas gravemente enferma, al cuidado de su madre, guardándolas en su memoria como las más felices de su vida. ¡Pobre pequeñita que lo hubiera dado todo por un solo beso, que miraba como las muestras de ternura que alguna vez recibiera se habían esfumado por completo siendo reemplazadas por el desamor y hasta la indiferencia; incapaz de recibir siquiera la atención que se le tiene a un animal!… Pese a todo esto, la pobre pequeña soñaba pacientemente con el día en que por un milagro del cielo llegaría su madre hasta ella, y en un arrebato de ternura; la estrecharía contra su pecho prodigándole toda clase de mimos y cuidados, llenándola de la atención y el cariño que tan ávidamente había esperado y…Quizá luego…, la llevase lejos; si, lejos de esa vida horrible, a la que tan injustamente estaba condenada.
Esa noche; la noche en la cual comienza este relato; estaba la pequeña sentadita, dentro del cuarto en la parte más alejada de la puerta esperando ver aparecer a su madre que había salido la mañana anterior al igual que «el viejo», sin haber vuelto. Le parecía que de un momento a otro la vería entrar, y… porque no, -pensaba- «quizá hoy sea el día en que nos vallamos juntas para siempre». Pensaba en esto porque unas horas antes de salir su madre, les había escuchado pelear, de la siguiente manera:
-Ya me tienes harto, -le decía él, furioso-, si quieres largarte, bien…lárgate, lárgate que ninguna falta me hace que estés aquí. Hazlo antes de que te mate yo mismo y te tire al canal como una perra que eres. Y diciendo esto, la tomó de los cabellos arrastrándola hasta la puerta.
-No, por favor te lo suplico, -le decía la mujer llorando como loca, abrazándose a una de las piernas del viejo que la apartó de un golpe al otro lado y salió luego de la habitación diciendo: «No quiero volver a verte a ti ni a tus crías. Cuando regrese, ¡escúchame bien, si te encuentro, te mato!».
La mujer que por efecto del golpe había caído al suelo se incorporó y salió corriendo tras él, segundos después que éste lo hiciera. La niña pensó que seguramente su madre regresaría pronto por ellas, y por esa razón la esperaba con ansia.
Las horas pasaban y la pequeña que no tenía noticias de su madre, prestaba atento oído para distinguir sus pasos al acercarse a la puerta, pero nada pasaba. De pronto se escucharon pasos a lo lejos. Conforme avanzaban, iba la niña sintiendo helarse su sangre, desaparecían por completo sus sueños, y al igual que ellos; quería ella también esfumarse para que él no la viese. Se le arrancaba el corazón del pecho; sentía tanto asco y desprecio por aquélla bestia; que de haber tenido la fuerza suficiente, lo habría destruido con sus propias manos. – ¡Dios mío por qué no se muere!-pensaba-.
Era él, no había duda, nadie como él alteraba tanto la imaginación de la pequeña; le veía ahora como en los sueños en los que, a la entrada de un largo y estrecho pasillo que ella debía de cruzar, aparecía siempre delante, cortándole el paso; un enorme perro negro de pelaje erizo, hocico jadeante y ojos como de fuego, en el que había mucho de humano y de diabólico…pero que pese a todo, ella reconocía.
Al llegar a la puerta se detuvo según su costumbre. La luz de la luna iluminó la asquerosa piel de su cara, calada cual pedazo de carne seca y cubierta de cicatrices y marcas de viruelas. Miró hacia adentro como otras veces, con sus lascivos y redondos ojos siempre inyectados de sangre. Avanzó con paso convulso; lento, entró en la habitación como buscando de un lado a otro. Llevaba en la mano una botella vacía, las correas de las botas desamarradas, y los cabellos crispados como si fuesen alambres. Diana, apenas le vio, comenzó a llorar asustada, Sofía la abrazó con todas sus fuerzas, cubriéndola del viejo que le lanzó la botella y que, herrando sobre la barda hizo pedazos. Cerró luego la puerta y colocó la tranca. -«Ya verás mocosa del demonio, me las vas apagar»-, le gritó echándose sobre ella, y arrancándole a su hermanita de los brazos; la estrello contra la pared.
La niñita cayó inmóvil.
De la manera más infame ultrajó a Sofía desgarrando con sus asquerosas manos el vestidito que llevaba. Ella lloraba y gritaba con todas sus fuerzas que ya sentía se terminaban. No podía ya moverse y de sus negros ojos de donde debían brotar destellos de infantil alegría, corrían gruesas lágrimas de impotencia que resbalaban por su carita.
Cuando él hubo salido, la pequeña, que apenas tenía fuerza para respirar con dificultad, quiso mirar que había sido de su hermanita, a la que vio muerta. En un instante así; Sofía no comprendía bien lo que le había ocurrido pero sentía el dolor físico de haber sido ultrajada y un dolor en el alma por estar sola en el mundo.
Luego entonces arrastrándose por el suelo, cogió debajo de la mesa un grueso pedazo de vidrio de la botella estrellada. Adolorida por la bestial manipulación de que había sido objeto, sintió como ya otras tantas veces esa misma mezcla de asco, odio y desprecio por ese animal demoníaco al que debía todos sus pesares. Cortó pues de un tajo con el vidrio una de sus manos, y mientras sentía como sus fuerzas se desvanecían poco a poco, se sentía también caer en un profundo sueño, del que por algunos momentos volvía sobresaltada para caer de nuevo en el. Tantas veces había rogado -¡Diosito llévame contigo, ya no quiero estar aquí!-, y tantas veces su súplica no había sido escuchada, que ahora, no podía menos que sentirse aliviada. En el último momento, ya cuando no podía distinguir muy bien si estaba aún viva o no, escucho un ligero quejido que pensó era de su hermanita; miro entonces y creyó ver que se movía. Quería levantarse, correr al lado de su hermana, ayudarla, abrazarla fuerte y llorar con ella. Quiso gritar pero le fue imposible, ya no le quedaban fuerzas para tanto, quería vivir para cuidar de su hermanita y al mismo tiempo, abandonar un mundo tan lleno de miseria y soledad.
Su corazón latía ya sin fuerza pero con un sobresalto tal, que en aún en términos médicos sería imposible describir. Su cuerpo se estremecía en el estertor de la muerte, de su manecita fría, fluía todavía la sangre y un minuto después…murió.
Diana su hermanita, había muerto al instante mismo de estrellarse en la barda. Ni siquiera en su agonía, pudo Sofía olvidar su desgracia. Creyendo a su hermanita viva, el sabor de la muerte que alguna vez pensó dulce, fue tan amargo como lo fue su vida.
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