Rita despertó de un sueño letárgico, casi una hibernación, en aquella cama del hospital. Dedujo que allí estaba por los sueros que colgaban por encima de su cabeza. Al lado, un monitor mostraba, sin ruido, sus constantes vitales. Apenas podía ladear la cabeza, el resto del cuerpo no lo sentía. Ella de cincuenta y dos años, aunque aparentaba menos, con un cuerpo voluptuoso y grácil, poseía una expresividad en el rostro y gestual diáfana. No dejaba lugar a la mentira, ni siquiera sus maneras a la ironía engañosa. Se mostraba siempre extrovertida y vital, al tiempo que estricta.
-¿Por qué? Se preguntaba. Aquel olor…Lo tenía metido dentro.
-“¡Gasolina! ¡El coche! Iba al abogado…”Pensó.
-“He tenido un accidente”.
Se abrumó, se vino abajo y aunque no podía, deseaba llorar. Recordó vagamente la lluvia sobre la calzada iluminada por los faros del coche. Aquella curva tediosa, interminable. El automóvil empezó a girar sobre sí mismo, nada más. Volvió la mirada en otra dirección, vio un periódico, era viernes veintidós de Abril de dos mil dieciséis. Había ido a llevar unos papeles para su divorcio con Mario a casa del abogado. Su actual marido, el segundo, le engañaba con todas las mujeres que podía. Mario era un mentiroso compulsivo, vanidoso, manipulador y narcisista seductor con ciertas dotes de encantador de serpientes. Lo compensaba con dosis de amabilidad, atenciones, simpatía e inteligencia inmediata improvisada.
Ambos se conocieron cuando él entró a trabajar para las empresas de Fausto Grup, del padre de Rita, cuando ella era directora de Marketing. Fue algo maravilloso. Trabajaban codo con codo, los dos llevaban poco tiempo desde sus respectivas y dolorosas separaciones. Parecía venido del cielo y en un sentido afectivo, fue como una salvación. Cada uno tenía un hijo de sus anteriores matrimonios. Rita a Diana de veintidós años y Mario a Javier, que terminaba sus estudios en el extranjero con veintitrés primaveras recién cumplidas. Los dos emancipados. Mientras Javier trabajaba en un hospital de Londres al tiempo que terminaba sus estudios de enfermería, Diana lo hacía en una empresa de confección del grupo Fausto, asumiendo diseño y dirección con la ayuda de Rita para esto último.
La relación entre los dos cónyuges se hizo insostenible para Rita, que poseía todos los negocios y propiedades de sus padres, ya fallecidos, al tratarse de su única hija. Harta hasta la saciedad, decidió poner fin a la relación. Ya no quedaba nada, después de todos los embustes, patrañas y triquiñuelas orquestadas por su marido, tomó la determinación.
Volviendo a Rita en el hospital, cayó en la cuenta que llevaba como mínimo cinco días ingresada. Seguía aturdida, con la boca seca y un sabor metálico. La luz blanquecina parpadeante de un fluorescente salpicaba el ambiente y parecía retorcerlo como si de un cielo de Van Gogh se tratara. Cerró los ojos para eludir esa visión. Al tiempo sintió una sacudida interior, como una descarga eléctrica, un chasquido. Al abrir los ojos de nuevo, se vio de pie en el comedor de su casa. Pensó que soñaba y se tocó. ¡Estaba realmente allí! Al palparse observó sus manos que, aunque le resultaban familiares, no eran las suyas. Se dirigió al espejo del lavabo. Era su marido. Regresó al comedor casi a tientas del “shock” y se sentó en el sofá. Respirando acaloradamente miraba la ropa que llevaba y efectivamente era la de Mario. Se levantó nerviosamente y empezó a andar por la casa. Volvió al espejo.
-¿Qué narices me está pasando? Dijo en voz alta.
Comprobó que era la voz de su marido. Exasperada y sin saber por qué , decidió llamar a su marido con el fijo del comedor, como había hecho tantas veces. El móvil de Mario sonó en el bolsillo interior de la americana que llevaba puesta. Lo tenía ella, es decir él. Colgó y al momento sonó, vio que la llamada era de Ramón, su abogado y el de Mario. Se quedó pensando en la fecha que mostraba el teléfono un instante, veinte de Abril. Descolgó.
– ¿Si?
-Hola Mario. Tengo las transferencias del dinero preparadas para que sea difícil seguir la pista. Soltó el abogado. Ella, tras dudar un par de segundos contestó
-No sé ahora con la situación de Rita…No sabemos si saldrá de ésta y… Dijo Rita con la voz de Mario algo insegura.
-Bien, pero si lo transferimos en la forma que te expliqué, ella dudará de su existencia…Como hemos hecho otras veces. Además venía a traerme los papeles que le pedí, para entretenerla, como tú en el tema del divorcio. Apostilló Ramón.
Rita con el tono que usaba Mario para dejar un tema zanjado, le contestó:
-De momento déjalo tal cual. Sabes que todavía tengo poderes para este tipo de transacciones. Cuando veamos su evolución tendremos aún tiempo para actuar. Sentenció.
Terminaron la llamada. Rita no salía de su asombro. Mario había estado sacando regularmente dinero a escondidas. A parte, las dos aventuras, que ella supiera y que había descubierto por sus correos electrónicos en el ordenador de la oficina por casualidad con dos empleadas, casadas, a las que Rita se encargó de despedir. La última de ellas recientemente. Todo ello, unido a la pérdida gradual de “feeling” entre ambos, empujó a Rita al divorcio. Además ahora había que sumar, o mejor dicho restar el tema económico, es decir, el robo. Se llamó a la calma, después de respirar profundamente varias veces. Observó por la ventana mientras su mirada atravesaba el reflejo de la cara de Mario que lucía en el cristal. Suspiró mientras pasaba del enfado más persistente al sentimiento humillante producido por el engaño más absoluto. Se tocó la cara con expresión de rabia y cerró los ojos. De nuevo sintió esa sacudida, el chasquido y se encontró en la cama del hospital. Resopló de alivio pues la ergástula en la que estuvo encerrada la conmocionó enormemente, como no podía ser de otra manera. Estaba sola reflexionando sobre la conversación con el abogado cuando evocó la fecha del móvil, veinte de Abril. Estábamos a veintidós. No le cuadraba, no conseguía comprenderlo.
Se presentó una enfermera y le explicó que se pondría bien, su evolución así lo preveía, no tenía nada dañado, le dijo con una amplia sonrisa que se fue diluyendo cuando le comentó que tenía un pequeño coágulo en la parte occipital de la cabeza, debido a un golpe sufrido en el accidente y que los médicos ya le ampliarían la información.
Al rato entró su hija Diana, al ver a su madre despierta la abrazó y se puso a llorar. Se apartó para secarse las lágrimas al tiempo que sacaba elegantemente un pañuelo de su bolso. Mientras lo hacía y todavía con algún gimoteo, se interesó por su estado. Como respuesta, Rita se encogió de hombros, acto seguido sonrió al darse cuenta de que los había movido. Recuperaría la movilidad, le habían dicho. Todavía con la voz trémula, dudando de que todo hubiera sido un sueño, conversó pausadamente con Diana para tranquilizarla. Le quitó importancia al accidente y desvió su atención dibujando el futuro de la empresa de confección, de Rita, que Diana dirigía. La madre pidió a la hija la información financiera de la empresa, pues Mario también se ocupaba de la parte contable. Lo hizo de manera que no sospechara nada, pero Diana sabía de la falta de confianza de su madre con Mario. Ella personalmente, no podía ni verlo. Desde un principio el padrastro y Diana no se llevaron bien. Mientras Diana le daba el móvil nuevo con otro número, pues el suyo se había perdido en el accidente, le pidió un despertador digital, de esos con fecha y hora para la mesita, le obsesionaba el descuadre de fechas y que le trajera los periódicos cada día. La hija ya pensaba hacerlo, pues el que había en la mesita lo había traído ella cuando su madre todavía no había salido del coma. Pasaron dos días, durante los cuales, aparte de recobrar prácticamente toda la movilidad y la lucidez, recibió más información de la que había pedido de muchas empresas del holding. Diana se las ingenió para conseguirla, pues había olido algo cuando su madre le hizo esa petición y se avanzó. Rita tuvo tiempo para analizar los datos financieros detenidamente. Descubrió gastos hinchados o doblados, conceptos en el dispendio difíciles de justificar, como regalos a posibles clientes; entre los que se incluían viajes y dietas exorbitantes. Las amortizaciones, mal hechas, eran otro capítulo para echarse a reír, por no llorar. ¿Cómo podía haber sido Mario tan chapucero? El odio que le tenía iba creciendo en su interior y le devoraba. Decidió dejarlo sin nada, sin blanca. Quería hacerle daño. Provocarle el Mal.
Pasaron los médicos y la animaron, se estaba recuperando rápidamente, aunque seguían pendientes de ese coágulo en la zona occipital de la cabeza y programarían otro escáner para su seguimiento.
Se impuso con determinación cambiar de abogado, uno que se ocupara de todo, del divorcio y del papeleo patrimonial. Cogió su nuevo móvil y buscó uno por internet que ejerciera en la ciudad. Entre las muchas, halló una referencia que le interesó: “Belial Associats”. Asesores empresariales, gestión de patrimonios, resolución efectiva de conflictos entre partes, divorcios, herencias, etc. Así rezaba, poco más o menos, el anuncio que parecía estar hecho para ella y aunque la presentación gráfica era algo lúgubre, inquietante, decidió llamar. Había algo en ese anuncio que le atraía. Llamó y concretó una visita que le harían en el hospital. Le urgía.
Recibió la visita el día veinticinco de Abril por la mañana, a las once. Veía la hora porque ya tenía el despertador que le hizo llegar Diana encima de la mesita. Era digital con los números en rojo y la fecha debajo. Estaba junto al ramo de gladiolos blancos y lirios azules que le hizo llegar Mario. En la tarjeta ponía que estaba fuera de viaje y que se mantenía informado a diario por las llamadas que realizaba al hospital. Llegaba el veinticinco por la tarde. El abogado era un señor mayor, de edad indeterminada, vestido con traje oscuro a rayas blancas finas, pañuelo rojo en el bolsillo de la americana a juego con la corbata. Lucía unos gemelos de plata, grabados igual que su anillo, con un símbolo que desconocía, dos serpientes entrelazadas.
-Doña Rita: es un placer conocerla. Dijo con una leve reverencia y una sonrisa mientras la miraba con sus negros ojos. Tuve el honor de trabajar para su padre en sus inicios, Don Fausto de Prada, en sus inicios y me he tomado la libertad de llevar su caso personalmente su padre fue un gran hombre y desearía contribuir a la continuación de la labor que juntos empezamos, en su memoria.
Damián Dalmau, así se llamaba el propietario del bufete, o al menos eso leyó en la tarjeta que le extendió con gesto afable y esa sonrisa algo forzada mientras seguía con sus negros ojos clavados en los de ella.
-Es un placer. Dijo Rita algo sorprendida por lo que le contó sobre su padre. Él nunca le había hablado del tal Damián. Si fue al principio, debería ser mayor de lo que aparentaba, pues de estar vivo su padre estaría a punto de rebasar el centenar y “en sus inicios” como dijo Dalmau, su padre era un jovenzuelo de veinte y pocos.
Rita le puso al corriente del infierno vivido con los líos de faldas de Mario, así como de los análisis de la documentación empresarial. Tras escucharla atentamente sin afectarse lo más mínimo por el relato, le preguntó:
-¿Quiere Usted vengarse? O simplemente ¿Mantener la continuidad de su patrimonio?
-La verdad, ambas cosas. Me ha robado y lo que es peor, me ha engañado en todo. Quiero recuperar lo que es mío y dejarle sin nada. Nada. Lo he pasado muy mal y encima casi muero en el accidente por su culpa. Se lo había dado todo.
No se atrevió a contarle lo del chasquido interior. Al despedirse Damián le alcanzó un paquete rectangular que llevaba en el maletín.
-Tenga es para usted señora de Prada. Cuando supe quién era le compré este obsequio a un anticuario amigo mío.
-No tenía por qué molestarse, muchas gracias. Dijo abriendo el regalo.
Se trataba de un espejo con un marco de plata antiguo. Parecía artesano. Atisbó las dos serpientes otra vez.
-Es precioso. Dijo Rita mientras acariciaba con los dedos el marco. Damián intervino:
– Dicen que para triunfar en la vida se deben usar tres cosas; El reloj, ya veo que tiene uno encima de la mesita, el espejo, yo acabo de regalarle uno y el dinero…Tal vez éste último se halle en la tarjeta de éste ramo de flores, a parte del suyo…
Soltó Damián de carrerilla como si fuera un discurso aprendido en plan perorata. Acabó diciéndole que no se preocupara por nada, que él se encargaría de todo, divorcio, recuperar el dinero, del futuro y bienestar de Diana, que a fin de cuentas era lo único que ahora mismo le importaba. Entre tanto, Rita le tendió la mano y se saludaron. Tras la marcha de Dalmau, se quedó pensativa mirando el espejo y el reloj con aquella nota de Mario en el sobre clipeado en el celofán y que decía:
-“Cariño estoy fuera de la ciudad, sé de tu situación a diario por los médicos. Sigo esperando que cambies de opinión y sigamos juntos. No deseo el divorcio, lo sabes igual que te quiero de verdad” y la rúbrica de Mario.
Así evitaba hablar directamente con ella. Podía haberla llamado por teléfono al recuperarse ella y no lo hizo por cobardía, pensó Rita. Ni siquiera la letra de la nota era la suya y la tarjeta olía a perfume barato comprado en cualquier chino de todo a un euro.
Le empezó a doler otra vez la cabeza, primero un poco, después fue aumentando. Pensó en tocar el timbre, pero cerró los ojos de puro dolor. Sintió otra vez ese chasquido interior. Abrió los ojos de nuevo y observó las manos de su marido, las suyas en aquel instante. El muy cabrón no llevaba alianza. Oteó a su alrededor. Dedujo que estaba en la suite de un hotel. Le sonaba de algo. Sí. Estaba en el interior del hotel Arts de Barcelona. No había salido de la ciudad como rezaba la tarjeta. Buscó su teléfono, el de Mario. Estaba en el bolsillo interior de la americana como siempre. Se dispuso a llamar sin parar atención a la fecha que mostraba, pero desistió al preguntarse:
-“¿A quién voy a llamar?… ¿Para saber qué?”.
Era evidente que estaba en ese hotel, había estado allí con Mario. Era una suite en la parte alta del edificio, desde la ventana se veía el mar grisáceo marcando una línea perfecta en el horizonte de un cielo azul pastel. Lógicamente no tenía el dolor de cabeza que le acechaba en el hospital. Se sentía bien, fuerte. Aunque notaba un sabor extraño en la boca, algo especiado, como a canela. Mario solia comer caramelos extravagantes para que no se notara su aliento a alcohol.
Sonó el teléfono de la habitación. Primero probó su voz y se cercioró de que era la voz de Mario. Descolgó el auricular y contestó. La voz femenina de recepción le anunció que subía la visita que estaba esperando. Se preguntó quién sería, simultáneamente andaba nerviosa serpenteando por la antesala. Llamaron a la puerta. Esperó unos instantes moviendo los ojos en todas direcciones. Cogió aire y abrió. Sin tiempo a reaccionar, Eli, la mejor amiga de Rita, se abalanzó sobre él besándole en la boca y abrazándole con fuerza. La apartó con toda la rapidez, prevención y delicadeza de la que fue capaz, que no era mucha. Con unos reflejos dignos de un buen actor y mientras iba pasándose los dedos por los labios para quitarse el carmín que le impregnó, le espetó:
– Lo nuestro debe terminarse…Quiero que Rita se recupere y volver con ella. Eli lo miraba airada con los ojos que le salían de las órbitas. Rita, es decir, Mario en aquellos momentos, le hubiera pegado un bofetón, pero debía asumir su rol, aunque le costase horrores, máxime oliendo aquel perfume pegajoso de Yves Saint Laurent que exhalaba una fragancia a caoba. A madera de ataúd. Intentaba medio taparse la nariz mientras se limpiaba de una vez los labios del carmín, con un kleenex de una caja que encontró encima de una mesa de té. Eli que todavía conservaba los ojos en su lugar, montó en cólera y tras insultarle, lanzarle improperios y blasfemar, fue suavizando el tono y con voz cariñosa empezó a rogar:
-No puedes hacerme esto…Después de tanto tiempo…Dijiste que nos casaríamos después de nuestros divorcios…El mío está a falta sólo de la firma de él…Eres…Eres… ¡Un hijo de puta!
El tono fue adquiriendo volumen hasta que pegó un portazo y se marchó. Al hacerlo rompió a llorar y los sollozos de Eli se oían, con la puerta cerrada, mientras se alejaban. Se preguntó cuánto tiempo hacía que duraba aquello. La nota del ramo no paraba de taladrarle la mente. ¿Lo recibió posteriormente a ese encuentro? Cuantas más vueltas le daba la cabeza, más se reafirmaba en su intención de hacerle daño, dejarlo hecho trizas. Mentiroso, vil, rastrero desagradecido. Se acordó de Eli, eran amigas desde la universidad. ¿Cómo podía ser tan hipócrita? Sintió una sensación rara entre las piernas.
-Maldita sea. Dijo para sí. Estaba teniendo una erección. Después de todo, Eli, desde la óptica masculina era un buen ejemplar, como decían la mayoría de hombres, que son los que sólo piensan con lo que tienen entre las piernas. Un pelo negro azabache hasta la cintura de su cuerpazo. Vestida siempre con los últimos trapitos de las tiendas del paseo de Gracia y maquillada como una joven actriz, aunque rebasaba los cincuenta, estaba muy bien. Se duchó y se puso la misma ropa, con la intención de quitarse esa “suciedad” de encima. Cosa que no consiguió pues su cabeza nadaba en las mentiras de gran calibre que iba dilucidando. ¿Habría Mario mandado las flores porque ya había perdido la relación con Eli? Miró la fecha en el móvil. Era plausible, eso sucedía cuatro días antes de la llegada del ramo. Las piezas iban encajando.
Optó por descansar un rato porque la situación había resultado superestresante, quería relajarse y bajar el ritmo cardiaco. Se tumbó en el diván de la suite con este propósito pero no lo consiguió. Se levantó de nuevo con los puños cerrados golpeando al aire imaginando a Mario. Volvió sobre su inquietud por las fechas. Se escribió una carta a si misma al hospital en la que pedía perdón y firmaba como Mario. Lo hizo sin saber la causa. Tal vez para discernir el trasiego de fechas en la que pululaba su alma. Rubricó como Mario pero la letra era la suya. Suspiró, cerró el sobre, llamó a recepción para que la mandaran y la entregó al botones que llamó a la habitación. Regresó al diván y se tumbó. De puro cansancio por la tensión, se durmió. Soñó. Veía a su marido fuera de sí, lanzando un reloj despertador de esos antiguos contra un gran espejo, en un muro de una sala capitular de un gran castillo, al romperse escupía de su interior cantidades ingentes de monedas de oro ardiendo. Despertó y todavía sobresaltada, se encontró nuevamente en la cama del hospital. Miró el reloj en la mesita. Eran las doce y media de la mañana del día veinticinco. El señor Dalmau se había marchado a las doce y veinte, habiendo estado ella fuera muchísimo más que diez minutos.
Sintió una fuerte punzada en la cabeza, le dolía horrores y avisó. Perdió el sentido. Despertó tres días después, el Jueves veintiocho. Tras la pérdida de conocimiento el escáner mostró el crecimiento del coágulo en su cabeza oprimiendo su cerebro. Los neurocirujanos decidieron operarla de urgencia. Le indujeron el coma con el fin de minimizar los efectos del postoperatorio. Durante esos tres días, Damián y su equipo hicieron todo el trabajo, con la inestimable ayuda de Diana que disponía de poderes notariales para estos casos, precisamente extremos. Ella la visitó esa misma tarde. Rita, aún bajo los efectos secundarios de la sedación anterior, no disponía del cien por cien de su lucidez, pero cuando Diana la besó y le dijo que todo estaba solucionado le entendió perfectamente y esbozó una sonrisa. Al día siguiente, le visitó Damián Dalmau con Diana y los ayudantes de éste. Tras saludarla e interesarse por su estado, empezaron la exposición de los pormenores del trabajo realizado. La estampa de ese momento era un tanto enigmática. Tanto Dalmau como sus ayudantes, hombre y mujer ambos pelirrojos, vestían totalmente de negro, camisa y corbata incluidas. Portaban sendas carpetas con documentos. Damián extrajo un pliego seleccionado sacando una pluma Montblanc que destapó, se la tendió a Rita, con un atisbo de sonrisa y señalando una de las hojas del pliego, le dijo:
– Firme aquí. Señalando el lugar.- Quedará todo resuelto.
Rita miró a Diana cuando ella asentía con la cabeza. Firmaron las distintas hojas que conformaban el documento.
-Ahora mis ayudantes le expondrán las circunstancias y resoluciones más relevantes.
Mientras Damián y Diana hablaban apartados, los empleados del primero le narraron como pusieron todo el dinero en cuentas corrientes a nombre de Diana y ella misma. Idénticamente obraron con las propiedades, casas, acciones de distintas compañías y las suyas propias, es decir la totalidad de la participación en todas las empresas del grupo Fausto. El documento recién firmado contenía además del divorcio con Mario y que éste ya había firmado, el consentimiento de todas las transferencias y cambios realizados por Diana, así como un nuevo testamento íntegramente a favor de Diana. Damián, con una amplia sonrisa, se despidió con una copia de los documentos firmados por todos ellos, quedándose sus ayudantes con Rita en la habitación. Tras solidificarse un silencio, los rostros de todos los presentes fueron mutando hacia una sonrisa que casi se convierte en risa que lo licuó. Diana informó a su madre que Mario, evidentemente, estaba al corriente de la situación y que era consciente de que estaba arruinado bajo la sombra de la espada de Damocles en forma de denuncia por sus múltiples y demostrables fechorías.
En ese mismo momento llamaron a la puerta. Entró Mario compungido y antes que Diana pudiera echarlo, con un gesto de conmiseración le suplicó
– Por favor…Te quiero.
Rita dio un sobresalto y pareció ahogarse. Apretó los ojos con fuerza, sintió el chasquido y adquirió el cuerpo de Mario. Se vio a sí misma en la cama con los ojos cerrados. Simultáneamente el monitor pitó seguidamente, una línea recta mostraba la ausencia de latidos. Antes que Diana llamara, un regimiento de médicos y enfermeras se abalanzaron sobre Rita hablando todos a la vez, pasándose instrumental, haciendo masajes cardiacos, inyectando algo en las vías y preparando el desfibrilador. Una descarga, nada. Segunda, nada. El médico que no había parado de hablar, miro a Diana negando con la cabeza y dijo:
– Ya está. Lo siento.
Mario, es decir, Rita empezó a agitarse y levantando la voz dijo.
¡No, no, no,! Cada vez más fuerte y alargando las oes de los noes.
Los ayudantes de Damián lo sacaron de la habitación y se lo llevaron. Diana estaba encima del cuerpo sin vida de su madre, llorando. En la mesita el espejo plateado reflejaba el reloj y una copia de los documentos firmados delante del ramo de flores.
Por la ventana, el cielo barcelonés lucía unas nubes largas y grises que se entrelazaban como si serpentearan el atardecer plomizo que se enrojecía en el horizonte.
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