Entre cartas y silencios
Una historia con ecos, cicatrices y secretos bajo llave.
Desde hacía semanas, en la vieja casona de los Altamirano, nadie dormía tranquilo. Ni siquiera Iván, el chico nuevo del colegio, que vivía en la casa contigua y escuchaba cada noche los mismos tres golpes: uno en la ventana, uno en la pared, y uno en el techo. Siempre a las 3:17 a.m.
Nadie sabía que esa casa había sido cerrada por años. Hasta que, sin aviso, volvieron a encenderse las luces.
Una tarde, mientras buscaba una pelota perdida, Iván se acercó demasiado a la reja oxidada. Alguien —o algo— le lanzó desde adentro un sobre viejo, manchado y doblado con cuidado.
Lo abrió.
No tenía nombre. Solo decía:
«No dejes que ella vuelva a entrar.»
Esa misma noche, los golpes no vinieron solos.
Una risa. Lenta. Que venía desde la chimenea.
Y luego:
—Iván… ¿Recuerdas lo que escribiste en sexto grado?
Él tragó saliva. Nadie sabía de esa carta. Nadie.
Días después, empezó a encontrar más sobres, escondidos en su mochila, bajo su almohada, dentro de sus cuadernos. Todos escritos por él mismo, pero con frases que juraba nunca haber escrito.
Una decía:
“El no te ama. Solo quiere salir.”
Otra:
“Te dije que no le respondieras.”
Y una más, escrita con lápiz rojo:
“Si abres la última carta, ya no podrás cerrarla.”
Y entonces llegó ella.
Lucía.
La chica de cabello negro que no hablaba con nadie, y que se sentaba en el lugar vacío del salón, justo al lado de él.
Nadie más la veía.
Pero todos decían que ese asiento estaba libre desde que una alumna desapareció en 1999.
Lucía le sonreía. Y solo decía una frase:
—Aún guardas mi carta… ¿cierto?
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