Era el tiempo de la vida joven, de la emoción, de los impulsos, de reír, de la aventura, de conocer, del enamoramiento, de las sorpresas, de los estudios, de las fiestas, de los amigos y de las amigas. Todo esto parecía llegar al mismo tiempo a la cabeza y a la vida de Oliver Westermann, un joven lleno de sueños, listo, animoso, con metas y con todo el entusiasmo digno de una persona a los 20 años de edad, que busca conseguir aquello que tanto desea.
Había nacido en un pequeño barrio en las afueras de Berlín, fue criado con principios y valores inculcados por sus padres y como varios alemanes de ese tiempo, estaba lleno de un especial orgullo por su patria.
Corría el año 1936 y para el mes de julio, las calles estaban llenas de una particular emoción y júbilo por aquella fiesta llamada “Olimpiadas”. Para ese entonces, la delegación alemana era el orgullo más grande de todo germano y era muy claro que todos los ojos alemanes, estaban puestos en esos atletas.
Para Oliver la vida era una aventura, llena de retos y curiosidad, queriendo siempre pertenecer a algo más grande y más grande cada vez, ¡¿por qué no?! era joven, inteligente, fuerte, apuesto y atleta. Sentía un especial interés por el deporte, había roto varios records en algunas disciplinas durante su formación escolar y ahora que estaban en plena temporada de juegos olímpicos, su pasión por el atletismo se dibujaba en su rostro y su hablar.
Siendo ahora, estudiante universitario, había concursado en varios eventos de preselección para jóvenes interesados en representar a su país en los juegos olímpicos, ese era su sueño, sin embargo, el hombre va teniendo a lo largo de su vida momentos de triunfo y momentos de aprendizaje, y para Oliver había llegado la hora del segundo.
Con 6 medallas escolares y 2 universitarias en la práctica de jabalina, los 100 metros planos y salto con garrocha, parecía que Oliver tenía el mundo en sus manos, pero no fue así. Una pequeña molestia en su pierna se lo había impedido.
Durante una práctica escolar, a los 18 años de edad, Oliver había dado un mal paso al momento de lanzarse corriendo en la modalidad de salto largo. Ese paso de más, ocasionado por el deslizamiento de su pie izquierdo sobre el suelo, llevo a recargar su pie derecho con todo el peso de su cuerpo para poder detenerse y no caer abruptamente, lo cual funcionó, pero daño algunos tendones de la parte baja de su pierna.
Oliver todavía recordaba los fuertes dolores de su pierna derecha, debido al fuerte impacto que sus tendones se vieron forzados a recibir con tal de no caer al suelo. Esto lo marco para toda su vida.
Que más da… decía Oliver, sé que todavía puedo concursar, sé que todavía lo puedo lograr. Con mucho coraje el joven estudiante se levantó temprano esa cálida mañana de julio para asistir a sus clases de ingeniería en la Universidad de Berlín y luego ir, por la tarde, a una práctica de rutina de cara al inicio del torneo. Ese día, el dolor era insoportable.
Venía practicando desde hacía dos meses atrás, ya que los atletas alemanes clasificados para las actividades olímpicas de 1936, no debían permitirse ser indisciplinados y ejercitaban durante cada semana en el Palacio de los Deportes de la ciudad, Oliver no era la excepción a esa regla, con gran entusiasmo asistía a su práctica después de sus estudios, y si el horario de una clase interfería, se rumoraba que el alto mando del gobierno alemán, concedía a los estudiantes un permiso especial para que no perdieran su rutina de ejercicios.
La pierna le dolía, pero el dolor de no participar en las olimpiadas de ese año, podía ser más grande, ese dolor no lo quería ni siquiera imaginar, se asustaba solo de pensarlo.
¿Que tal después de la práctica?, ¿tienes clase por la noche?, le preguntó Albert Herder, su gran amigo desde que tenía 6 años de edad, tratando de convencerlo para ir a la fiesta de Margarete Bachmann, una de las estudiantes más hermosas de la Facultad, ¿qué me dices?, insistió.
No lo creo, no tengo clase, pero si mucho trabajo que hacer en mi casa, mis papás van a salir y debo encargarme de Dana, no puedo dejarla sola. Dana era la hermana menor de Oliver, tenía 7 años, y debía quedarse con ella por la noche, puesto que sus padres iban a asistir a uno de esos mítines del nuevo partido político que tanta euforia estaba causando en el pueblo alemán desde hacía tres años atrás, y que se abreviaba NAZI. El padre de Oliver trabajaba en las oficinas de la Cancillería Alemana como asistente de relaciones internacionales y debía estar al tanto del acontecer político de su país, jamás se perdía un mitín.
No seas tan correcto, le dijo Albert, quien además de ser el mejor amigo de Oliver, también era su compañero en la Universidad. Puedes hacer que te quedas y cuando se vayan tus padres, solamente te aseguras de que Dana este bien, te vas y nos encontramos unas cuantas cuadras antes de la casa de Margarete, ¿qué te parece?
Todo depende de cómo se sienta Dana, contestó Oliver, ha estado con una fiebre horrible, mis papás están preocupados porque el doctor dijo que puede ser Varicela, una de las niñas de su colegio, al parecer está contagiando a todas las demás. Definitivamente, el estado de Dana, hace más difícil que yo pueda ir, haré lo posible pero no te garantizo nada, si no estoy allí a las siete, puedes irte sin mí, ¿Qué hay de Frederick?, ¿irá?
Todavía no lo sé, respondió Albert, parece que es tan aburrido como tú, dijo que me llamaría para confirmarme, tenemos 20 años, pero parecemos de 60, exclamó con pesadumbre, haciéndole ver a Oliver su descontento, ya que ni él, ni Frederick Fischer, mostraban el interés esperado por Albert para ir a la fiesta.
Frederick Fischer había sido compañero de Albert en el colegio y eventualmente también se había hecho amigo de Oliver, eran un trío inseparable, y se guardaban lealtad el uno al otro, sobre todo en esos momentos en los que Alemania proclamaba la lealtad como un valor extremo para todo patriota.
Oliver llego a su casa en el preciso momento en que sus padres estaban por salir al mitín.
Donde diablos estabas, le preguntó su padre, con tono de reprimenda, te estábamos esperando, tu madre y yo vamos a llegar tarde. Cálmate le dijo su esposa, seguramente este día el entreno fue intenso, deben ponerse en forma para la competencia, ¿no es cierto Oliver?
Oliver, que sabía que su madre era más condescendiente respondió, sí, …sí, tuvimos una práctica intensiva, los juegos olímpicos están cada vez más cerca.
No era cierto, le había tomado la tarde por quedarse platicando con Albert, pero aprovecho la ventaja que su madre le dió. Donde esta Dana preguntó. Esta arriba dijo su padre, la fiebre le ha disminuido, pero todavía se siente muy mal, la he dejado dormida, necesita tomarse el medicamento en media hora, el doctor dijo que deben ser dos cucharadas, por favor la atiendes, le dijo a Oliver. No te preocupes papá, váyanse tranquilos, luego me cuentas como estuvo el mitín.
A Oliver le encantaba Margarete, pero no podía dejar a su hermana en ese estado, así es que se resigno a quedarse, tal vez hasta a estudiar un poco o leer un buen libro, le gustaban sobre todo los que hablaban de la superioridad de la raza germana.
Al día siguiente, Oliver se disponía a salir a dar un paseo con sus dos mejores amigos, era sábado, ese día no había práctica, amaneció lloviendo pero en cuestión de unas horas, el clima mejoró, la radio no paraba de vitorear a los atletas alemanes que en un mes estarían colocando en alto el orgullo de la raza aria, Oliver se sentía rebosante de orgullo, se le hinchaba el corazón al escuchar la grandeza de su pueblo, él pertenecía a algo grande, pensaba que eran diferentes a todos los demás pueblos del mundo.
Se reunió con Albert y Frederick en una de las cafeterías de la ciudad, pues Albert le había contactado por teléfono temprano, diciéndole que la fiesta había sido una maravilla, que llegaron muchas chicas y que había logrado que, a la mañana siguiente, algunas de ellas se encontraran con él. Entre ellas, estaría Margarete.
A Oliver le encantó la idea de que finalmente podría ver a la muchacha de sus sueños, ¡sería posible! Pensaba. Albert había hecho una verdadera hazaña la noche anterior. Margarete y sus amigas eran perseguidas por muchos chicos de la Universidad y, sin embargo, han querido reunirse con nosotros, ¡no lo puedo creer!, se dijo a sí mismo todavía incrédulo. Creo que hasta podría darle un beso a mi amiguito Albert.
Ni lento ni perezoso, Oliver salió a encontrar a sus amigos y allí estaban los tres, sentados esperando a que esos preciosos seres llamados mujeres, aparecieran de un momento a otro. Quedaron de verse con Albert a las 10 a.m., sin embargo, el reloj ya marcaba las 10:30 a.m.
Eres un tarado Albert, debí suponer que ellas te habían jugado una broma, jamás vendrán y yo estúpidamente te he creído, Margarete sabe que me derrito por ella, que mejor idea para burlarse de mí que hacerme venir y dejarme esperándola. Margarete no sabe que tú vendrías, dijo Albert, ¡Ah no!, respondió Oliver, ¡claro que no!, yo solamente les dije que vendría con dos amigos, pero no les dije quienes.
¡Si que eres zopenco!, como si ellas no nos vieran juntos todo el tiempo, que acaso no te da la cabeza, dijo Oliver que se sentía como un idiota, ¡está bien!, ¡está bien!, ¡ya basta! dijo Albert, me equivoqué. Eso le pasa a uno por querer agradar a sus amigos, yo matándome por traerte a Margarete y mira la forma en que me lo agradeces. ¡Ah, ahora soy malagradecido!, ¡oigan cierren ya lo boca!, dijo Frederick, queriendo bajar un poco los ánimos caldeados de sus dos amigos, ¿por qué no nos largamos ya de aquí?, ellas no vendrán, no es culpa de nadie, los tres creímos que vendrían y no fue así, dejen ya de echarse la culpa uno al otro, también yo me siento como un imbécil, pero aceptemos la realidad, ellas nos han jugado una maldita broma y lo peor que podemos hacer es arruinar nuestra amistad por ello.
Hubo un silencio y luego Oliver dijo, maldita sea, tienes razón, … lo siento amigos, creo que me pasé un poco, lo siento Albert, es que me he sentido como un verdadero idiota. Pues creo que los idiotas hemos sido los tres, no eres el único Oliver, dijo Frederick, quién era el equilibrio en el grupo, siempre intentaba recuperar el control ante situaciones difíciles.
Se estaban levantando para irse cuando una preciosa figura apareció delante de ellos, los tres se quedaron perplejos, era Kristin, la mejor amiga de Margarete, ¡hola chicos!, les dijo, siento haber llegado tan tarde, pero a decir verdad me costo un poco levantarme después de lo bien que la pasamos anoche. Kristin, estaba vestida toda ella de color rosa, su vestido era bastante escotado del cuello y los tres se quedaron congelados al verla.
Hubo un silencio entre ellos, hasta que Albert se percató del mismo y reaccionó tratando de no quedar como tontos ante Kristin. No hay problema linda, le dijo, hablando lo más naturalmente posible. Yo también me he levantado tarde, pero ¿dónde están Margarete y Leyna?, ¡creí que ya estaban acá!, dijo Kristin, ¡vaya, y yo creyendo que era una dormilona!, ¿Crees que vengan?, preguntó Oliver, mostrando inocentemente su ansiedad por ver a Margarete. Tienen que hacerlo, dijo Kristin, me lo prometieron.
Mientras hablaban, Frederick se había quedado congelado, viendo como bobo a Kristin y antes de que ella notara su cara de tonto, muy disimulada y oportunamente, Oliver le asestó un codazo en un costado para que bajara de su nube.
Frederick reaccionó al sentir el golpe e inmediatamente quitó su mirada de Kristin y con un tono de voz firme, como queriendo ocultar su situación le dijo, bueno vengan ellas o no, nos sentamos, ¿sí? No sé, dijo Kristin, me avergüenza decirlo, pero nunca he estado sola con tres chicos. A Frederick le pareció inocente el comentario de Kristin, pero a la vez se derritió al escucharlo y no pudo evitar su cara de bobo nuevamente.
Vamos Kristin, acompáñanos solo un momento le dijo Albert y si en 20 minutos no han venido, te puedes ir, ¿qué dices?, ¿trato hecho?, Kristin vaciló, pero tímidamente terminó aceptando la oferta.
Al cabo de una hora, ninguno de los cuatro se había movido de la mesa y ya estaban disfrutando de comida y bebida. Entre los tres, se las habían ingeniado para que Kristin se sintiera en confianza y ahora no paraba de reírse con las ocurrencias de sus acompañantes. Por supuesto que el más agradecido con la presencia de ella, era Frederick, quien ya había superado bastante su cara de bobo y lograba incorporarse a la conversación.
Los cuatro se la pasaron super bien, más tarde, Frederick, ya estando únicamente con sus dos mejores amigos, no paraba de hablar de Kristin, y sus dos amigos lo hacían pedazos, recordándole la cara de idiota que ponía cada vez que Kristin le hablaba.
Dos días después, Oliver estaba listo para su práctica vespertina en el Palacio de los Deportes, se rumoraba que ese día, el mismo Adolfo Hitler llegaría en persona a ver las prácticas de los atletas y aprovecharía la ocasión para interactuar con ellos.
Oliver se sintió emocionadísimo al enterarse de la noticia y no podía ocultar su ansiedad porque llegará la tarde y expresarle a Hitler su lealtad y patriotismo.
La hora llegó, Oliver se encontraba en la pista de tierra, listo para ensayar un salto largo, cuando vió entrar a tres hombres altos con uniforme del ejército, bien armados, uno de ellos llevaba una bandera color rojo con esa cruz negra que se había puesto de moda y cuya sola imagen evocaba orgullo y emoción en el pueblo alemán.
Los tres hombres se detuvieron a unos tres metros de la entrada y seguidamente entró Hitler, detrás de él, apareció otro hombre que vestía un uniforme impecablemente elegante, de un color negro con casco del ejercito y usando unos lentes redondos. Se distinguía una calavera bordada en un extremo de su cuello y en el otro, tenía bordadas las iniciales SS. Era Heinrich Himmler.
Oliver dejó lo que estaba haciendo y antes de que su entrenador diera cualquier indicación, él comenzó a acercarse a Hitler, se sentía orgulloso, emocionado, parte de algo grande. Todavía estaba como a unos veinte metros de Hitler, cuando creyó ver que su mirada se cruzaba con la de él, y sin vacilar, se detuvo en seco, e inmediatamente alzó su mano derecha y exclamó con un fuerte grito, ¡Heil Hitler! El grito pareció escucharse por todo el recinto, como si el mismo hubiese sido una orden de guardar silencio para todo el mundo, pues precisamente eso fue lo que sucedió, todos callaron, incluyendo al mismo Hitler, que se quedó congelado, hasta los guardias reaccionaron un poco nerviosos, sujetando sus fusiles como en posición de alerta, pues nadie esperaba esa situación.
Hitler vió al muchacho, quien inmediatamente después de saludar a su dios personificado, se incorporó nuevamente a seguir caminando y acercarse cada vez más a él, todo el mundo pareció quedarse a la expectativa, siguiendo con sus miradas a Oliver. Cuando éste estaba a unos tres metros, uno de los soldados pareció querer bloquear el paso del joven, pero inmediatamente Hitler le hizo una seña para que desistiera y permitiera que Oliver pasara.
Oliver no podía creer lo que hacía, estaba a punto de acercarse cara a cara al hombre que tanto admiraba y que consideraba su salvador y salvador de su país. Si Frederick ponía cara de bobo al ver a Kristin, pareciera que Oliver lo hacía al ver a Hitler.
El muchacho se acercó hasta tenerlo a unos centímetros y llegando frente a él, volvió a detenerse y nuevamente con fuerte grito y alzando otra vez su mano derecha, exclamó, ¡Heil Hitler!, el canciller alemán lo vió fijamente y con una sonrisa en su rostro, le extendió su mano para estrecharla con la de Oliver, quien bajo su mano derecha alzada y luego estrechó la de su líder. En cuanto lo hizo, bajo su mirada, y luego levantándola nuevamente, vió a Hitler directamente a los ojos y eufóricamente le dijo, estoy a su servicio mi Fuhrer, Dios salve a Alemania. Hitler entonces, retiró su mano de la de Oliver y llevándola hasta el rostro de éste, le dio tres palmaditas en la mejilla izquierda, diciéndole, tu patria espera lo mejor de ti, que tu juventud y fuerza sean el impulso para nuestro futuro, el pueblo alemán espera que nunca lo defraudes.
Oliver estaba extasiado al escuchar esas palabras y en un acto desbordado de admiración mezclado con emoción, se inclinó sobre una de sus rodillas y levantando la cabeza, dijo a su dios, no defraudaré a mi pueblo, ni a usted. Todos estaban en suspenso y anonadados por la manera en que Oliver había abordado a Hitler.
Después, Oliver se puso en pie nuevamente, y viéndole Hitler exclamó, ¡señores!, ¡éste es un verdadero hijo de Alemania!, ¡este es un Nacional Socialista de corazón!, y dicho esto, todo el mundo allí presente estalló en aplausos y gritos de júbilo.
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