ZAPATERO REMENDÓN.

Se llamaba Pedro, Pedro el zapatero, vivía dos calles más abajo de la mía, en sentido hacia casco de Cartagena, en el barrio de las casas blancas y, por la mañana, salía al porche de la puerta de su casa, instalaba el banco de trabajo, se sentaba y comenzaba a trabajar. Era hombre cojo desde el muslo y, que yo me acuerde, la mayor parte de los zapateros remendones de aquella época tenían alguna cojera, unos por el muslo, otros por la rodilla, el que menos un pie torcido o una pierna mas corta que otra.

Y el hombre, antes de nada, empezaba su desayuno comenzando con un poco de líquido para aclarar la garganta. El líquido era lo que llamábamos «paloma», un vaso de agua con la mitad de anís y el resto agua. Al llegar al estómago aquello le provocaba el suficiente calor como para triturar lo que viniera después, dos sardinas de bota entre el pan y sorbos de café.

Algunos vecinos se paraban en el porche y conversaban y nuestro zapatero siempre sacaba a colación los tiempos de la guerra civil, cuando perdió la pierna y todos los días ocurría igual, el locutor se marchaba pronto puesto que ya se lo había contado varias veces. Algún otro pasaba por la acera de enfrente y le soltaba la misma frase del día anterior.

– ¡Zapatero a tus zapatos!

El miraba con cara de mala uva y también contestaba como otras veces.

– Que cabrón más gracioso.

Para comer se metía en la casa dejando todos los aperos en el porche, seguramente por que su mujer le obligaba, pero cenar si lo hacía en el sitio donde trabajaba. Y era, cuando cenaba el zapatero que yo admiraba. Sacaba el cable con su bombilla colgando que enganchaba en un cáncamo sujeto al techo, la dejaba a una altura determinada para que la luz le diera de lleno, enchufaba en el interior de la casa e iluminaba el porche taller. También preparaba un carburo, aparato de luz pestoso que se utilizaba después de la guerra civil puesto que los cortes de luz eran continuos y la peste no se notaba mucho en la calle.

En una pequeña y tosca mesa, que a su lado izquierdo colocaba, ponía el porrón con vino tinto, era la droga del pueblo, quitaba las penas, hacia olvidar y su precio estaba tirado por lo que, el consumo, era bastante extendido entre la población de tan pocos recursos como la que entonces existía y además era la inmensa mayoría. También colocaba las sardinas de bota, estas no podían faltar, algún ajo tierno para, de vez en cuando, morderlo y hermosas rodajas de pan de panizo pues no estaba el trigo para comprarlo. El pan de panizo era el sustituto del de cebada con ventaja, pues estaba blando y esponjoso y con la desventaja que al poco tiempo se florecía. El de cebada se ponía duro rápidamente y los viejos sin dientes no podían comerlo como no fuera en sopas con café, que no era café, se llamaba malta y era cebada tostada que le daba color al agua cuando la hervían en ella. La cebada daba mucho juego.

Ponía la horma en posición, el zapato sobre ella y ese ruido del clásico martilleo sonaba a continuación cuando las tachuelas clavaba e iba formando con el martillo el contorno de la suela que colocaba.

Y, entonces, al compás de su golpeo de zapatero remendón, de hombre que reparaba las herraduras de las personas, su voz se iba elevando, la canción estaba saliendo de la garganta cascada, del hombre gastado por una vida anterior que no le había solucionado el futuro, un futuro bastante negro cuando se miraba esa extremidad que no existía y muchas veces notaba los dolores, como si realmente fuera una continuación de su humanidad.

Y por la calle se extendía, al son del golpeo, la canción del zapatero. Esa canción triste, tal vez dolorosa, que narraba su estado de ánimo del pasado, presente y futuro.

Y yo soñé con la muerte

pero no quiso la gente

que el sueño realizara.

Solo quedó en mi cara ,

solo quedó en mi cuerpo

las cicatrices marcadas,

el recuerdo de aquel sueño

en forma de pierna sin dueño.

¡Y yo soñé con la muerte!

La voz se interrumpía, el pan, pan,pan de la herramienta también y en el silencio se oía el chorreo sobre la garganta del vino del porrón. Chascaba la lengua, los labios apretaba y, limpio el garete para continuar, observaba el trabajo ejecutado, sentía el cerebro mejor engrasado al notar ciertos vaporcillos que subían y pensó que debía continuar. El ritmo podía sonar , pan, pan, pan, pero es entonces cuando un nuevo sonido se une al cantaor. Es la clásica palmada del flamenco que se acerca.

– ¡Olé la garganta de oro!

Un vecino se acercó al oírlo,haciendo palmas y era el clásico compañero vinagreta que, por la noche, siempre aparecía para consumir de aquel líquido que tanto le gustaba. El hombre, cojo del muslo, le miró con sarcasmo.

– Será por el vino que pasa por mi garete.

Contestó el zapatero cantaor.

Las palmas y el martillo se mezclaron en el intento de dar la nota musical a la canción que continuaba elaborando el hombre artesano en herraduras humanas.

Y al despertar de mi vía

de ella no pude huir,

pues si intentarlo quería

esta no me dejaba morir.

¡Y yo soñé con la muerte

y la vida me la quitó!

Y no estaba solo mi zapatero con su amigo vinagreta, otro se acercaba con una botella de esas de anís arrugadas y, con una cucharilla, acompañaba con sus sonidos a las palmas y los golpeos. Se había percatado de que comenzaba la reunión y no quería perder ser parte de la orquesta. Y también su garganta acompañaba.

Zapatero, zapatero,

toma un trago de lo mío

y cantemos a dúo,

tu clavando tachuelas

y yo comiendo lo tuyo.

El zapatero reía, el palmero también y el del cazalla bebía.

El nuevo invitado, a petición propia, llevaba en sus bolsillos dos grandes tomates que, con la navaja que tenía el zapatero sobre el banco, cortó en varios trozos que comieron entre los tres, acompañándolos de las sardinas de bota del anfitrión y el pan de panizo mientras los regaban, ya en el interior de sus estómagos, con el vino de aquel porrón que se vaciaba rápidamente. La voz gangosa del hombre se dirigió hacia el interior de la casa.

-¡Paca, llena el porrón!

Siempre mirando la horma y las tachuelas clavando continuó la voz desgarrada del zapatero remendón.

¡A veces quiero mentir!

y, escondido,

digo que soy un galgo

y otras veces

deseo sentir

que soy algo.

¡A veces me siento nada!

Quisiera ser hombre medio

y no medio hombre

Y el vino me hace grande

y el cazalla me acelera

y al final siempre duermo.

¡Y yo soñé con la muerte!

Y del otro extremo de la calle se escucha la voz del sereno, esa luciérnaga de la noche que antiguamente vigilaba las calles, abría las puertas de los edificios y trabajaba para que la gente descansara.

– ¡Zapatero a tus zapatos! Deja dormir a los vecinos, mañana hay que trabajar.

Y el palmero se retira con las manos en los bolsillos pensando que no era cuestión de enfadar al sereno que, por cierto, llevaba el chuzo con pincho en un extremo y, aunque no le pinchara, podía darle con el mango. Y el del cazalla no se retira, está durmiendo esa borrachera profunda que le mantendría en el porche, sentado en el escalón, durante largo rato, aunque el anfitrión se retirara.

Y el zapatero mira al extremo de la calle, coge el porrón, riega su garganta y moviendo su cabeza de un lado a otro continua con su trabajo y por lo bajo runrunea.

¡Y yo soñé con la muerte!

Con la muerte que no llegaba.

En aquel momento se apaga la luz, cosa normal en los tiempos que vivían, era raro cuando no ocurría varias veces antes de irse a la cama. La voz gangosa se escuchó en la noche.

– ¡Paca, enciende el carburo!

Y su voz grave y sorda continuó escuchándose en la oscuridad.

¡Y la vida me acogió

aunque yo la muerte deseaba!

Juan Martínez González-Cartagena, 26 de Febrero de 2018.

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