Cambá Boyero. Cuento.

Ayer por la mañana, muy temprano murió Cambá Boyero, una multitud asistió al suceso de su funeral y sepultura. Un pelotón de gente común, peones, capataces también niños y mujeres conformaron la variopinta muchedumbre que ansiaban colmar su morbo. Con esa especie de respetuoso recogimiento ante un símbolo que desaparece, hacían un alto frente al ataúd asombrados por la imagen que durante mucho tiempo quedaría en sus recuerdos; pues nunca se imaginaron que así luciría Cambá Boyero en su disposición final.Las mujeres, creo que, animadas más bien de curiosidad por ver a un hombre del que solo habían oído comentarios en los últimos diez años y los niños atraídos por la aventura que significa ver a un muerto tan famoso.

A un costado del alero improvisado como precaria capilla ardiente descansaba echo un ovillo el perro de Cambá con una oreja levantada y la otra caída sobre un ojo, era un perro viejo y flaco, sucio y pulguiento impasible del traqueteo que acontecía en el lugar, creo que el único ser que el acontecimiento no generaba alguna emoción o sentimiento.

El rancho casi rectangular, ahora prolijamente encalado hasta un metro del suelo, para las exequias, despuntaba en un techo a dos aguas de paja colorada con ventanitas triangulares amañadas con ladrillos; asentado al final de la calle principal del pueblo casi cercano al arroyo Las Garzas. En los tiempos en que se edificó era el único, ahora el sitio se había visto invadido por otras construcciones que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de la traza original del vecindario. Varias viviendas rodearon literalmente la casa de Cambá, aunque a prudente distancia, el rancho aún levantaba su permanente e imponente decadencia de otros tiempos destacándose nítidamente sobre los galpones bajos de los curtidores de cuero y un fabricante de bebederos de animales, ofendiendo la vista de Cambá, entre las demás cosas que también lo ofendían.

Mucho tiempo atrás Cambá se reunió con los representantes de aquellos ilustres que ya descansaban en el sombreado cementerio, algunos olvidados, que ya habían caído en viejas y olvidadas batallas, para tratar un tema por el que este hombre era renombrado en el lugar.

Mientras vivía, Cambá Boyero había sido para el pueblo una tradición, un deber y un cuidado, un heredado respeto que databa del día en que el Coronel Mayol -autor del edicto que ordenaba la prohibición de cuadreras dentro del radio del pueblo- lo relevó de todas las obligaciones pecuniarias para con el municipio que los otros vecinos debían cumplir, la dispensa fue otorgada a perpetuidad. No es el caso de que Cambá aceptara una caridad de buenas a primeras y por cualquier cosa. Pero el coronel Mayol inventó una vieja historia, diciendo que escuchó de propios labios del Presidente (desconozco en que oportunidad) que Cambá había hecho un servicio único a su Patria (tampoco explicó cual), y que se utilizaba este medio para pagar la deuda contraída con él. Sólo un hombre de la consideración y del modo de ser del coronel Mayol hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo un persona como Boyero podría merecer tal dispensa y todos aceptar por buena esta historia sin decir pio.

Pero los tiempos pasaron y cuando la siguiente generación, con ideas nuevas y una visión distinta de lo público, maduró y llegó a ser autoridad del lugar, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a Cambá por Correo las liquidaciones contributivas, a pesar que el municipio no distaba gran distancia del rancho, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron una carta llevada en mano por un secretario municipal, citándolo en el despacho del Intendente para un asunto de interés particular. Sin contestación. Una semana más tarde volvió la máxima autoridad a escribirle ofreciéndole ir en persona a visitarlo, o enviarle un medio de movilidad para que acudiera a la oficina municipal con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel amarillento, de un viejo cuaderno y tinta pálida, escrita con una caligrafía rudimentaria (de su puño y letra), comunicándole estrictamente que no salía jamás de su casa y no recibía a nadie. Así sin más para desligarse de estas responsabilidades las liquidaciones con las notas y respuestas fueron giradas por el Intendente al Consejo Deliberante para que arreglen la situación.

El Consejo Deliberante oportunamente trató la cuestión y ante el dilema e incertidumbre del punto y fama de la figura del involucrado designó una delegación para que fuera a visitarlo.

Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde aproximadamente según la memoria de alguno unos diez años antes, otros decían más. Fueron recibidos por el Viejo Negro con la puerta semi abierta que dejaba escapar unas sombras aún más densas. La comitiva percibió un olor pesado y húmedo, vestigios a polvo y encierro. Camba los dejó pasar, en el interior solo podían entrar tres, cuatro a lo sumo. Cuando el Negro descorrió las cortinas de una ventanita, divisaron enseres mugrientos y se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus humanidades flotando en ligeras motas, perceptibles por los rayos de sol tranzando líneas rectas desde la lucera. Sobre el precario fogón colgaba un retrato de una pareja, sus padres tal vez, con la técnica de fotografía retocada con pinceles,con un opaco marco cuarteado gris.

Todos quedaron en pie ante la figura Boyero -un hombre pequeño, grueso, vestido de oscuro, con una faja a la cintura y un gran facón que asomaba sin amenazas-Parecía abotagado, como un cuerpo que durante mucho tiempo hubiera permanecido hundido en agua de un charco. Sus órbitas extraviadas en las gruesos pliegues de su cara, entreveían dos piezas de carbón cubicadas, apretadas entre masas de terrones que arqueaban sus cejas cuando él pasaban su mirada de uno a otro de los visitantes, que intentaban explicar el motivo de su visita e inevitablemente miraban hacia el suelo, sin poder fijar la vista en los ojos del Negro.

En ningún momento los hizo sentar; se detuvo frente a la mesa y escuchó tranquilamente, hasta el último término de la trabada explicación. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto entre su ropa oscura ante el silencio que ganó el ambiente.

Les contestó seca y fríamente haciendo un paneo con los carbones ahora brasas.

-Yo no pago contribuciones aquí. El coronel Mayol me eximió. Pueden dirigirse a la Intendencia y allí se aclarará todo a su satisfacción así que…

-De allí venimos; somos autoridades del Consejo, ¿no ha recibido usted un comunicado del nuevo Intendente, firmado por él?

-Sí, recibí una papeleta -contestó-. Quizá él se considere Intendente. Yo no pago contribuciones aquí.

-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos…

-Vea al coronel Mayol. Yo no pago contribuciones.

-Pero, señor Boyero…

-Vea al coronel… (El coronel Mayol había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones. ¡Y…por favor les pido que se retiren! -exclamó el Negro-. Indicando con su mano derecha la salida a las frustradas autoridades, ahora si sus ojos eran las puertas de infierno.

….

Así pues, Camba Boyero venció a los hijos que fueron a visitarlo de la misma manera que tantos años atrás había vencido a los padres de los mismos. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su esposa y a uno de la imprevista partida de su único hijo –se marchó así como así, de la noche a la mañana- a este abandono muchos le atribuyeron infinidad de causas pero debido al mutismo de Boyero nadie sabía exactamente la verdad. Cuando murió su mujer apenas si volvió a salir a la calle; después que su hijo se fuera, desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunos amigos que tuvieron el valor de ir a visitarlo, no fueron recibidos; y la única muestra de vida en aquella casa la daba una especie de criado que todos los días entraba sigilosamente por la puerta trasera del rancho. Este cobraba la jubilación una vez al mes y hacia la provista de mercaderías. Entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

“No puede vivir solo… cualquier hombre necesita una mujer…quien podría mantener una casa limpia”, comentaban las señoras, así que a nadie le extraño la montaña de basura que se acumulaba en los fondos y tampoco cuando empezó a sentirse el nauseabundo hedor.

Una vecina de Boyero que transitaba por un sendero paralelo al arroyo a ordeñar sus lecheras por frente de la casa del negro acudió a dar una queja ante el Intendente y el Concejo y amenazó con acudir al comisario.

-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el Intendente.

-¿Qué quiero que haga? ¿Pregunta Usted…? Pues que le envíe una orden escrita para que limpie su sitio. ¿Es que no hay una ley?…Y si no… la policía…

-No creo que sea necesario -afirmó el Intendente-. Será que el negro ha matado algunas ratas en el los fondos o tal vez murió un animal en las cercanías. Ya le hablaré acerca de ello. No se preocupe.

Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:

-Tenemos que hacer algo, señor Intendente; por nada del mundo querría yo molestar al señor Boyero; pero hay que hacer algo. ¡Usted tiene que hacer algo!

Por la noche se reunió el Consejo Deliberante -dos hombres, uno que apenas peinaban canas, y una mujer algo más fresca y el tercero decididamente más joven- con un grupo de vecinos para tratar el asunto.

-Es muy sencillo –afirmó uno de ellos -. Ordenen a Boyero que limpie las inmediaciones de su sitio, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace…

-Por favor, señor -exclamó uno de los Concejales-. ¿Va usted a acusar a Boyero de que acumula basura y que huele mal?

-¡A podrido!- Exclamó la más vieja del grupo.

Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron la callejuela que separa la finca del negro Boyero de la fábrica de bebederos y se deslizaron como ladrones nocturnos, husmeando los alrededores del rancho, construido con adobe y paja, y azotado con una mezcla chirle de cemento, mientras uno de ellos hacía un rítmico y enrevesado movimiento, como si sembrara, metiendo y sacando la mano de una bolsa que colgaba de su hombro,esparciendo cal, y también en las inmediaciones sobre las pilas de basura cercanas. Cuando finalizaron la tarea y emprendían el regreso, se iluminó la ventanita que al llegar estaba oscura, todos vieron la sombra que los escrutaba inmóvil y amenazante. Cruzaron lentamente la calle y llegaron a los lapachos que se alineaban a lo largo de la calle dando sombra a los faroles que publicaban el rosa floral de la primavera ya cercana.

El vecindario de Cambá despertó con un picor en la garganta y una niebla producto de la profusa humareda que invadía los ambientes. Boyero decidió dar un corte expeditivo al problema planteado y organizó una gran quema de su basural. Esa misma tarde el humo había desaparecido reemplazado por un penetrante olor a plástico quemado que inundaba y anulaba el olfato de todos.

Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por este hombre. Muchas de las mujeres aspiraban secretas intenciones de consumar algo con el Negro luego de su viudez. El pueblo se había acostumbrado a representarlo como un cuadro patético y sin solución. Y así fue transcurriendo el tiempo y llegó a sus muchos años en estado de soltería, no sólo nos compadecíamos por ello, sino que algunos hasta experimentamos un sentimiento de vergüenza que no podíamos explicar pero no por Cambá sino por nosotros mismos. A pesar de la tara de locura en su familia, muchos decían hereditaria, no hubieran faltado a Boyero ocasiones de nuevo matrimonio o avances femeninos si hubiera querido aprovecharlos.

Cuando murió su esposa, se supo que sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; siempre se especuló que era dueño de inmensos campos y una gran fortuna heredada de un antepasado protagonista de una guerra del siglo pasado, al fin el pueblo podría compadecerse genuinamente de Boyero porque antes en realidad sentían envidia. Algunos opinaban: Ahora que se había quedado solo y empobrecido, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de no tener un billete de más o de menos y sería más razonable con lo que la comunidad espera de él.

Al día siguiente de la muerte de su esposa, las señoras fueron a la casa a visitar al viudo y darle el pésame, como es costumbre. Él, vestido como siempre, y sin muestra alguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su mujer no estaba muerta. En esta actitud se mantuvo varios días, visitándolo el cura y tratando el medico de persuadirlo de que los dejara entrar para disponer del cuerpo de la difunta. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, Cambá rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar a la difunta.

No decimos que entonces estuviera loco. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos las tropelías que el Negro nos tenía acostumbrados, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, todos pensamos que ahora no tendría más remedio que adaptarse a nosotros que en otro tiempo nos había despreciado.

….

Camba aparentemente estuvo enfermo mucho tiempo. Cuando lo volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que lo hacía aparecer más joven que un muchacho, con una vaga semejanza a esos ángeles negros que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena…

Por entonces justamente la intendencia acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente empezaron los trabajos. La compañía constructora desembarcó con obreros, camiones y maquinarias, y al frente de todo, un Capataz: Hilarión Barrios, un gringo blanco de piel ceniza, robusto, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los chicos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar con los operarios, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. El Capataz conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad y dondequiera que un grupo de gente se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que él estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando de Boyero en las tardecitas del domingo, rumbeando para el bar de Ahumada…

Al principio todos nos sentimos alegres de que Boyero tuviera un interés en la vida, aunque todas los corrillos decían: “Está bien que Camba tenga un amigo…pero eso de pasar las horas y horas en lo de Ahumada jugando al truco, bebiendo y fumando como un murciélago…” Había otros, y éstos eran los más viejos, ellos afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera se podría olvidar con el alcohol y las juergas y exclamaban:

“¡Pobre Cambá! ¡Ya podría venir su hijo a acompañarlo!”, pues todos recordaban al hijo que se fue y aunque no hacía muchos años que se habían enemistado consideraban que el tiempo transcurrido ya curaría esa herida, sin saber que su hijo también se había vuelto totalmente loco, y era imposible la relación entre ellos porque no regresaría jamás, de tal modo que ni siquiera estuvo en el funeral del Negro.

Pero al mismo tiempo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Cambá!” también a cuchichear: “¿Cambá está perdido…?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser… con la bebida no se juega….?” y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la noche después de lo de Ahumada, desde detrás de las ventanitas entornadas para evitar indiscretas miradas, oían el vivo y ligero carcajeo de los compadres, ebrios y alegres de la pareja que entregada al disfrute no dimensionaba espacios ni tiempo, sin embargo podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de satenes y ruleros: “¡Pobre Cambá!”

Por lo demás, Boyero que ahora salía regularmente, cuando sobrio, seguía llevando la cabeza alta, aunque muchos creían que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como último representante de una estirpe, como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí mismo. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Camba!”, y creo yo porque su cómplice Hilarión regresó a su pueblo natal, concluida las obras.

-Necesito un veneno -dijo al dependiente farmacéutico. Tenía el semblante adusto y abotargado con la nariz como una berenjena, aunque algo más delgado de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla parado frente a la tenue luz de las lámparas de gas de las calles de mitad de siglo.

-Necesito un veneno -dijo.

-¿Cuál quiere, señor Boyero? ¿Es para las ratas? Yo le sugiero…

-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.

El droguero le enumeró varios.

-Este puede liquidar hasta un toro. Pero no se lo qué usted desea. . .

-¿Tiene arsénico? …¿Es bueno?

-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, Don Boyero. Pero ¿para qué lo necesita…?

-Quiero arsénico.

El dependiente lo miró con desconfianza. Él sostuvo la mirada de brasas, de arriba abajo, rígida, con la faz tensa y los puños apretados.

-¡Sí, claro… hombre-; si así lo desea! Pero debo aclararle que la ley ordena taxativamente declarar para qué se va a emplear el veneno.

Camba continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando los rescoldos en los del muchacho, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó meticulosamente luego se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando Boyero abrió el paquete en su casa en la caja, bajo una calavera y un par de huesos, rezaba: “Para las ratas”.

….

La noticia corrió como reguero de pólvora y al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” Muchos opinaron que era lo mejor que podía hacer. Cuando lo empezamos a ver de juerga con Hilarión, pensamos: “Esta perdido…”. Más tarde dijimos: “Quizás la junta le convenga…siempre estuvo tan solo…”, pues Hilarión, que frecuentaba el trato de los hombres con los hombres y se sabía que bebía bastante, había hecho migas con otros y varios lo apreciaban por su carácter amable y cortes, él era un hombre al que otro hombre quisiera tener de amigo. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Cambá!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar tambaleante pero con la cabeza erguida con Hilarión en su recuerdo con su sombrero volado, un cigarro entre los dientes y su perro siguiéndolo un par de metros atrás….

Allí todos reaccionamos y fue entonces cuando empezamos a decir que aquellos encuentros furtivos en el rancho de Cambá constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Algunos no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al cura de que fuera a visitarlo. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, Cambá remontó de nuevo por las calles, y al día siguiente todos sabíamos que un funesto acontecimiento ocurriría por el vuelo bajo del suindá que anunciaba desgracia inminente….

Así pues, nos sorprendimos mucho cuando regresóHilarión Barrios, la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo y no tenía razón su retorno. Nos sentimos, en verdad, más tranquilos de la pública aparición muy ostentosa por cierto, fumando un cigarro y repartiendo billetes de diez con una alegría desbordante y creímos que se encarrilarían sus asuntos, o por lo menos Cambá se haría visible. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga, pues a Cambá se lo dejó de ver por el poblado). En efecto, pasada una semana las cosas se acomodaron y el cauce abrigó a los acontecimientos pueblerinos.

Y ésta fue la última vez que vimos a Hilarión con vida. En el medio de la semana apareció ahogado en el arroyo muy cerca del puente, la policía afirmo que cayó a las aguas borracho como una cuba. ¿Alguien creyó la hipótesis? Creo que muy pocos. También dejamos de ver a Camba Boyero por algún tiempo. La puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando su imagen reflejaba en la ventanita, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue visto por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su esposa difunta, que había arruinado su vida durante tanto tiempo hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él….y ahora Hilarión.

Cuando se lo volvió a ver había engordado y su cabello tornó opaco. En poco tiempo este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo, luego blanco.

Entretanto, el Concejo nunca le había dispensado de pagar las contribuciones municipales. Cuando llegó el servicio de numeración de los domicilios, Camba fue el único que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos y que colgasen de la misma un pequeño buzón para la correspondencia, gentileza del Intendente. No quería ni oír hablar de ello.

Día tras día, año tras año, vimos a su secretario ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, Boyero recibía el detalle de las contribuciones, que era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez se contorneaba la sombra por la ventanitas semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo Camba Boyero pasó de una a otra generación, respetado, inasequible, impenetrable, tranquilo y perverso.

Como relaté al inicio un día normal como todos Camba Boyero murió. Cayó postrado en aquel rancho, envuelto en polvo y sombras. Luego supimos que no estaba enfermo, sino que fue ingiriendo pequeñas dosis del veneno hasta que este hizo el resto, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.

Murió en su cama de leña dura, con cortinas corridas, la cabeza apoyada en una almohada áurea, empalidecido por el paso del tiempo y la falta de sol.

—-

Ante el aviso del fiel servidor de Boyero el pueblo entero se congregó en la puerta principal y las primeras señoras que llegaron a la casa entraron curioseándolo todo. Bastaron 3 o 4 para atestar el pequeño rancho. Atravesaron la casa, algunas salieron por la puerta trasera y pronto una multitud rodeaba la humilde morada. El Intendente dispuso el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar al enigmático personaje bajo montones de flores, y con el óleo de sus padres colocado sobre el ataúd, acompañado por dos monaguillos sibilantes y tristes. La comitiva se abrió paso, a la derecha estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos (muy pocos), vestidos con su veterano uniforme de combatientes; hablaban de Boyero como si hubiera sido contemporáneo suyo, las mujeres a la izquierda también murmuraban sobre el Negro como si él las hubiera cortejado una a una y bailado con ellas infinitas piezas, trastocando el tiempo en su matemática progresión de signo igual, como lo hacen los viejos, para quienes el pasado no está detrás de uno, sino es un campo inmaculado e inmenso al cual los inviernos se conectan con el presente por la estrecha unión de los últimos años vividos o imaginados.

Sabíamos ya todos que debajo del camastro había un arcón cerrado con un antiguo candado que no se abrió los últimos veinte años y obligatoriamente debería ser forzado. No obstante esperaron, para abrirlo, a que Cambá Boyero descansara en su tumba.

Al abrir el gran candado, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. El arcón rebosaba de innumerables objetos que impregnaron con su magia el ambiente y por doquier sentíase una tenue y acre atmósfera irreal que se imponía sobre la realidad, sobre las penosas sillas (dos) y el humilde bargueño de un marchito color almagre; también sobre las humanidades que afanosas en sus miradas buscaban el resplandor del oro. Una vieja navaja con sus implementos de plata para afeitar muy oxidada, con un monograma inentendible débilmente grabado. Entre estos objetos aparecía un birrete verde oscuro con una escarapela en su frente, atiborrado de “saludo uno…saludo dos” como si se hubieran acabado de quitar, resplandecía con una lozanía en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un vestido floreado de colores estridentes (todos en un primer momento creímos propiedad de su difunta esposa) de inusuales medidas, cuidadosamente doblado y al pie primorosamente dobladas unas medias enterizas blancas caladas, una virginal coronilla con orquídeas que misteriosamente se conservaban frescas (algunos dicen haber visto gotas de rocío) y los zapatos blancos de tacón de inusitado tamaño.

Esta era la última voluntad de Boyero. Solo en ese instante la comprendimos…

Por un tiempo indefinido nos detuvimos, mirando asombrados aquella mixtura misteriosa y descarnada. Todos supimos que el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto amoroso, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, era solo eso su última voluntad que nunca pudo materializar por quien sabe qué y se había convertido en algo imposible de negárselo como el tema de cobrarle los impuestos. Muy por debajo de todos los objetos se deslizó un sobre con un ajado papel que establecía precisas órdenes (o deseos póstumos) todo cubierto por la misma capa de denso y tenaz polvo.

Entonces nos dimos prisa en rescatar el cuerpo del atribulado hombre ya en la tumba y cumplir su última voluntad. Las mujeres primorosamente colaboraron con esmero único la tarea de vestirlo, otras insistieron darle el maquillaje perfecto para la ocasión y uno de los presentes, que llevaba el ajado uniforme militar levantó algo que descansaba en el fondo del arca en una cajita negra y casi destartalada (solo allí supimos el porqué de la orden del coronel Mayol) y en un gesto natural se inclinó sobre el difunto hacia adelante y prendió al vestido de colores la “Medalla Al Heroico Valor En Combate” con las dos islitas colgando majestuosas y todos los ex soldados al unísono forjaron el saludo militar mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y picante, y con la garganta hecha un nudo tuvimos la sensación de que Cambá descansaba en paz.

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