Tenía los ojos grandes y grises, como los de los gatos. Respiraba poemas en las noches de insomnio, en la terraza, mirando estrellas en el cielo. Se llamaba Claudia y escuchaba a escondidas como sus vecinos ensayaban obras de Shakespeare. Solía inventar historias, después de imaginarse princesa dentro de aquellos versos, viviendo de la inspiración de las palabras que oía recitar. Sus vecinos se enzarzaban en acaloradas discusiones que se suplían con el ensayo teatral de última hora, en la terraza de aquel quinto piso a las afueras de Sevilla a media noche. Y sus ojos resplandecían detrás de las enredaderas durmiendo entre celosías de plata, cuando la luna casi se tocaba.

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