La madruga era fresca, cargada de un rocío suave y primaveral, el cantar de los gallos, anunciaba el amanecer, los habitantes de aquel pueblo, enclavado en el pie de monte de la serranía de Perijá, iniciaban sus quehaceres diarios. En una de las viviendas de aquel pueblo, una mujer entrada en años de figura recia y andar brioso, se levantó de la hamaca en que dormía, ingresó a la cocina, allí, sobre los tres tacanes que hacían el fogón de leña, instaló una olla negra con un sinfín de hendiduras, depositó agua caliente y varias cucharadas de café, con lo que preparó el brebaje tropical para recibir las visitas matinales. Liduvina Vega, una mujer fuerte, incansable, trabajadora, diferente a su estatura; su carácter la hacía más grande que su tamaño físico.

Mientras el café iniciaba el sopor estimulado por el arder de la leña de peralejo, tarareaba versos ensalzados de melodías que contrastaban con el pilar del maíz. La herramienta artesanal penetraba la cavidad circular del tronco vertical con figura aguitarrada, que los hombres del caribe denominaron «pilón» Allí, los granos de maíz sucumbían ante el fuerte y musical impacto de la mano de pilón, que, hacían saltar en trizas la cubierta del cereal, éste afloraba diamantino, listo para preparar los manjares criollos, arepas, bollos o rosquetes.

A esa hora, uno de sus hijos, un hombre de mediana estatura, corpulento, de ojos verdes y rasgos finos en su rostro, se disponía a partir hacia el lugar de sus labores diarias, la ganadería. José Aristóteles Barreto Vega, entraba a los 30 años de edad, su oficio principal era la vaquería; era un experto enlazador, castrador y veterinario empírico. El reloj marcó las 4:50 de la madrugada, el mismo instante en que una algarabía de amigos tocó a la puerta de la vivienda. Liduvina Vega, en medio de un balbuceo descompuesto e indescifrable retiró la tranca que aseguraba la entrada y separó suavemente un alar de la puerta de madera. – ¿Qué pasó, cual es la algarabía a esta hora’?

¿Está José? Dígale que salga que llegó un hombre al pueblo, que dice que lo derrotará. Dijo Juan Muñoz, primo de Aristóteles.

-Si está, pero no va a salir. ¿Vayan a buscá oficio! – les gritó la anciana madre.

Los visitantes hacían referencia sobre un trompeador que había arribado al pueblo, procedente de Barrancas en La Guajira, de nombre Nicolás Romero, quien conociendo la fama de Aristóteles se trasladó hasta Becerril para desafiarlo. El gladiador criollo, había derrotado a los más afamados trompeadores a su paso. Nicolás Romero, era un hombre alto, musculoso, piel de ébano y guardaba misteriosos secretos para la lucha cuerpo a cuerpo.

Cuando la anciana madre se dispuso a cerrar la puerta, Aristóteles apareció al frente de su progenitora y le dijo: -Mamá Vina, tranquila, usted sabe, que el que me busca me encuentra.

El diminuto pero fornido hombre cuestionó. – ¡aja Primo! ¿Cuál es el hombre, quién es?

Juan Muñoz, le dijo: -Mira José, se trata de Nicolás Romero, ese hombre es el mismo diablo, viene de pueblo en pueblo derrotando a to el mundo. – Fíjate anda con una manta roja, diciendo que el que se la pise se las verá con él. Enfatizó Muñoz.

Nicolás Romero, recorría los pueblos del antiguo Magdalena Grande, desde la alta Guajira pasando por las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba, las riberas del río Magdalena y entrando a las tierras del Cesar, arrastrando una manta roja de manera desafiante, buscando un adversario; a todos aquellos que se atrevían a ponerle el pie sobre el trapo, les tocó morder el polvo.

José Aristóteles, estaba acostumbrado a peores desafíos, como el de aplicar el “tranqueo” a novillos cimarrones, labor que consistía en acosar sobre un caballo a un semoviente y al final, después que el animal estaba agitado, se paraba sobre su montura y de ahí se lanzaba sobre el semoviente y entrecruzando las piernas sobre el cuello, lo tomaba por los cachos y lo ataba de patas y manos. Este oficio le dio la fortaleza que ningún otro hombre de la región tenía.

-Bueno Juan si la cosa está así, ¡No se preocupen que ese hombre es mío! Gritó Aristóteles.

Mientras esto ocurría, la tranquilidad de Liduvina Vega se opacaba, la inconformaba la terquedad de su hijo.

La luz de la aurora sideral empezó a filtrase por las rendijas de las viviendas de aquel bucólico pueblo. La anciana madre tomó un taburete de madera, forrado en cuero de res y se reclinó contra la pared, elevó su mirada al cielo con una expresión de súplica; no quería que su hijo volviera a pelear.

Las horas se apuraron a su antojo, la brisa primaveral se extendía suave por las sabanas en donde el ganado y los hombres del campo se confundían en un ambiente tranquilo y con fuerte aire de paz. La plaza principal se preparaba para convertirse en un escenario especial. Allí se reunía la gente para observar las corridas de toros que improvisaban los vaqueros de la comarca los dos de febrero, fecha patronal en honor a la virgen de La Candelaria. Esta vez el encuentro no era con los toros; allí en un costado de la plaza estaba Nicolás Romero, quien había recorrido las calles del pueblo con una manta roja a rastra incitando a los hombres de pelea a aceptar su desafío. Su tez azabache, su cuerpo fornido, sus ojos con una mirada encendida sembraban temor a quienes se le acercaban.

– ¡Que salga Aristóteles, pa ve si es verdad lo que dicen!

Gritaba el hombre de pelea. A los pocos minutos, por el otro costado de la plaza apareció una muchedumbre y en medio, caminaba un hombre de baja estatura, en camisilla blanca, con pantalón de dril color caqui y unas albarcas tres puntá. El sujeto arrastraba una sábana blanca, una especie de manta de toreo que colgaba de la pretina de su pantalón. Se trataba de Aristóteles Barreto, El peleador de la localidad, quien con paso marcial cruzó la plaza, se acercó al sitió en el que estaba el extraño y desafiante sujeto.

– ¡Aquí estoy en mi pueblo, por lo tanto, las reglas las pongo yo! Dijo Aristóteles dirigiéndose a Nicolás Romero.

– Aja ¿y entonces cuáles son tus reglas? Cuestionó Romero.

– Bueno que la pelea queda casá si tú me pisas la sabana a mí. Aseguró Aristóteles.

Nicolás Romero, desafiante se acercó a Aristóteles y pisó su manta blanca, este hizo lo propio deslizando su pie derecho sobre la de Romero.

El clima cambio de manera exorbitante; en el cielo unas nubes negras se arremolinaron, la brisa primaveral fue consumida por un fuerte viento que levantaba la arenay estremecía los arboles de “Toco” que adornaban la plaza. Los hombres, hicieron caso omiso al temporal, al igual que los fanáticos enardecidos aplaudían el arrojo de los peleadores. Estos se fueron al centro de la plaza y se trenzaron en una colosal lucha. Las trompadas iban y venían; los destellos de sus puños se estrellaban con sus cuerpos musculosos. El lugar fue invadido por un olor a azufre, el viento apuraba su furia en una interminable borrasca. En un instante Nicolás Romero sembró su mano derecha en el pecho de Aristóteles Barreto que lo hizo morder la arena. Aristóteles levantó la mirada al mismo tiempo que su mano derecha en señal de espera. Nicolás Romero Dijo:

– ¡Levántate Aristóteles, que estas peleando es con un verdadero hombre!

Los segundos parecían horas, el estallido del silencio no se hizo esperar y las voces que aclamaban al ídolo local se confundieron con el eco misterio de la voz de aquel extraño personaje.

Mientras Aristóteles Barreto tomaba el aire necesario para resistir el mortal golpe y continuar la pelea, en su casa, Liduvina Vega, prendida de un rosario clamaba la protección de la patrona del pueblo sobre su hijo. Dos grandes cirios encendido iluminaban la imagen de la virgen de La Candelaria y el ruego maternal se hacía sentir en todos los rincones de aquel pueblo.

En la plaza, Aristóteles, elevó su mirada al cielo, desde donde descendió un haz de luz, a su velocidad, penetró por su boca y le dio la suficiente fuerza para levantarse.

– ¡Bueno Romero, ahora si vamos a ve quien es quien!Dijo el hombre golpeado segundos antes, quien se puso de pie y embistió con sus puños al extraño visitante. La mano izquierda de Aristóteles voló con velocidad indescriptible y se estrelló en el costado izquierdo de Romero, quien exhaló un fuerte grito y se fue a estrellar de bruces contra el suelo de aquella plaza donde muchos hombres habían vivido igual suerte. José Aristóteles dijo: ¡Levantarte Romero, aunque lo dudo por que estai es puyao!

El hombre en el suelo se retorcía del fuerte dolor que le produjo aquel impacto, repetición inversa del golpe que él, le había propinado a su rival. La pelea culminó allí, Nicolás Romero no se pudo levantar, las personas que lo acompañaban le ayudaron a ponerse de pie.

El ambiente volvió a la normalidad y los peleadores se reunieron en una cantina, hasta donde llegó “Mocho Mon” con su acordeón al pecho para amenizar la parranda. Allí Nicolás Romero hizo demostraciones asombrosas como la de clavar una puntilla sobre una mesa con el puño. Le ofreció a Aristóteles los secretos para pelear acompañado por las fuerzas del mal, a lo que el trompeador becerrilero le dijo:

– Nada de eso, yo no necesito ayuda de ninguna clase para vencer, solo de Dios.

Mientras los otrora contrincantes y sus seguidores se dejaban llevar por el sopor de la parranda, en su vivienda Liduvina Vega, frente a su santa patrona veía morir la luz de los cirios y con rosario en mano, daba gracias a su protectora.

La parranda duró una semana completa, al cabo del cual, Nicolás Romero abandonó aquel pueblo; a su partida, sobre la distancia, la imagen colosal del hombre de pelea se difuminó y solo se vieron dos puntos; uno rojo y uno blanco que se perdieron en lo azul del cielo.

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