BAJO LAS CAPAS DE LA NOCHE
Tu memoria sigue llenando espacios. Todavía quedan zonas oscuras. Pero nada más es cuestión de esperar a que les dé la luz, de a poquito, el haz de una lámpara que se mueve lentamente. Y ya casi. Lo otro, lo que se ve, está hecho con los pedazos que fuiste encontrando después, a veces despierta a veces dormida, y a veces, como ahora, desmontándolo todo y volviéndolo a armar.
Habías descolgado sus trajes del placard y los estabas poniendo encima de la cama matrimonial, junto a la pila de camisas que fuiste sacando del tercer cajón de la cómoda. En el piso ya tenías dos valijas abiertas. No van a alcanzar, pensaste con las manos metidas en el cajón de las camisas. Hasta lo que te pasaba por la cabeza vuelve cuando empezás a juntar las partes. Y en ese momento, y en éste, notaste una ausencia. Después saliste del dormitorio para tomar agua, y ahí, en la cocina o yendo por el pasillo, sentiste un roce, volvés a sentirlo ahora en el costado del pie izquierdo. Entonces no te diste cuenta porque ibas pensando en que dos valijas eran pocas para tanta ropa. Es al ir arrimando los fragmentos cuando se notan los huecos. Estabas de nuevo en la habitación. Las medias, las corbatas, los sweaters, el sobretodo, la campera, los zapatos y, en un mismo bloque la primera señal de desvío. Salir de la empresa a las tres en vez de a las cinco para dar una vuelta y el impulso repentino de ir a esperarlo a la salida de su oficina como hacías al principio, antes del desgaste y de las grietas. Además los perfumes, los frascos del baño, y ya empezabas a entender que no podía entrar todo, que era muy poco espacio para tantos años. El tiempo se solidifica en las cosas y la vida no se puede acomodar en dos valijas como se acomodó en aquella esquina del centro a media cuadra de su trabajo. Parece mentira, pensaste en el taxi, cómo puede caber la vida en lo que dura un beso visto a través del ventanal de la confitería mientras tomabas un café con el sol contra el vidrio. En el taxi estuviste a punto de largarte a llorar, como ahora, y sin embargo no lloraste. Tenías una piedra de lágrimas en la garganta, pero a la congoja le salió de golpe una sonrisa triste como si la insignificancia del sol contra el vidrio hubiese sido el detalle que perfeccionó la escena. Volvés a verlos en la ochava, esperando en el cordón para cruzar, él que le dice algo a ella en el oído, ella que se ríe, se besan. La luz del semáforo, el paso de la gente que los tapa, se dispersa, los tapa, se dispersa, igual que esta niebla que no te deja ver todo. Un colectivo y todavía el beso, lo que tarda la vida en pasarte por atrás de los ojos. Los trastos de la mesa de luz, el pijama bajo la almohada. Hay tramos en los que las cosas se ordenan solas. Después cruzaron la calle abrazados quién sabe desde dónde, y vos al otro lado del vidrio con el asa del pocillo entre los dedos. Todavía podés sentir ese contacto en la yema del pulgar. Ella te habrá visto como a una mujer cualquiera que los miraba y nada más, te dijiste en el taxi. Algunas secciones encajan tanto en un lugar como en otro, y te pareció que a él, en cambio, le hizo falta una milésima de segundo para comprender que te estaba viendo de verdad, que estaban los dos en la misma tarde, como antes. Los pañuelos y la ropa de verano. Maniobras del cuerpo, pagar la cuenta en la confitería, ponerse de pie, recoger el abrigo de la silla, cerrar la cartera, salir para la calle. Mirarlo de frente pero sin decirle nada, porque las palabras se te habían quedado en esa otra parte tuya que aún seguía rezagada en la confitería. El escándalo de bocinas, la torre de la iglesia, un reloj, las cosas de nuevo en su contorno como si la tarde también se estuviera recomponiendo después de hacerse trizas. Hasta que por fin pudiste decir algo, pero ya estabas en el taxi. Él tampoco dijo nada, en ningún lado lo ves diciéndote algo. Aunque cómo saberlo con ese zumbido de turbina que tenías, que tenés todavía en la cabeza. Cómo estar segura de que no te habló desde lejos, cuando ya se lo había tragado la succión. No, él no dijo absolutamente nada, fue el cálculo que sacaste al entrar en el ascensor dándole enseguida la espalda al espejo. Y no es que se calló por vergüenza, pensaste entre el primer y el segundo piso, ni tampoco porque la culpa le haya impedido hablar, se quedó mudo, pasando el tercero, porque en el fondo debe haber sentido que fue lo mejor, que de esa manera ya estaba dicha la verdad. El número cinco pintado en la pared del pozo. Lo siguiente es una sucesión de figuras rotas, fracciones de fotos en las que nada se mueve. Ya no es posible saber cuántos pisos habían pasado, ni por qué en uno de los pedazos aparecés dos veces como si un punto tuyo te hubiese estado mirando desde afuera. Después parecería que todo quisiera moverse de nuevo, pero es el encadenamiento de imágenes quietas lo que produce esa ilusión. Una película a la que le faltan cuadros. Vos parada en el centro del ascensor. Tu cara. Los párpados apretados. Vos con el hombro y el lado derecho de la cabeza apoyados en el panel de la cabina. Tu boca un poco abierta y torcida. La nuca contra el panel. Vos levemente encorvada. La boca más abierta. Vos llorando. Una larga secuencia con las fases del llanto y un campo incandescente de piezas blancas que se van oscureciendo gradualmente. Lava enfriándose. Del blanco al gris y del gris al negro. Una dilatada extensión absolutamente negra. No es un vacío, aunque no te puedas ver, vos sabés que estabas adentro de ese volumen oscuro, que entraste al departamento y encendiste las luces, que pasaste al dormitorio para buscar algo y volviste. Lo que sigue es la serie de la espera. Vos esperándolo hundida en la negrura. Él llegó y es absurdo preguntarse por el tiempo que tardó en volver, ni en qué capa de la noche que lo tapaba se alojó el destello, la línea de fuego que se estiró desde tu mano y se perdió sin ruido. Regresaste al dormitorio y empezaste a sacar sus cosas. Los sonidos se incorporaron mucho más tarde, con la luz y con toda esa gente que te encontró sentada en la cama entre montones de ropa. Alguien te tomó del brazo, una mano blanda, y te pidió que lo acompañaras, una voz suave. Te dejaste llevar sin levantar la vista. Las últimas piezas corresponden al piso del departamento, tus pisadas con sangre por todos lados, el revólver que ya no estaba en el cajón de las camisas tirado en el suelo. Y él derrumbado en el pasillo, con un brazo extendido como cuando lo rozaste al ir a tomar agua.
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