I
Estaba sentado en el despacho escuchando la voz de su compañera de fondo. Leía a medias en la pantalla del ordenador y escuchaba a medias, lo suficiente para saber que no entendía, sin embargo oía.
Los hombres tienen una curiosa forma de componer una rutina, buscando compensar la dosis justa de obligaciones con alguna actividad que reconozcan como hacer lo que desean, llenan su vida de símbolos con los que puedan etiquetar los momentos del día para poder hacer balances definitivos justo antes de estar inconscientes en sus camas y decidir, como parte de la monotonía que reconocen como ‘vida propia’, si ese fue o no un buen día. Curiosamente y para muchos es un momento más repetitivo e idéntico día tras día que los quehaceres de su profesión. Un ejemplo es el café de media mañana, los hombres pueden llegar a pedir, día tras día, durante veinte años el mismo solo con sacarina y hielo, porque es la única forma que tienen de reconocer su tiempo libre, si en esa media hora se les ocurriese un día descalzarse aprovechando que aquel trocito de césped que hay a la izquierda de la cafetería está húmedo y sentir por un momento el frío, el tacto férreo de la tierra negra entre sus dedos, aquel día, ¿cómo se sentirían por haber sido infieles a su café solo con sacarina y hielo? ¿Acaso tomarían diez minutos más para tomarlo? ¿Qué derecho tienen como inquilinos de un cuerpo y usuarios de una monotonía a faltar un solo día a la rutina de su tiempo libre?
Sin saberlo había construido una vida, le había puesto sus puntos de control para poder reconocerla, para poder saber inconscientemente que vivía ‘su propia vida’ decidiendo, en los momentos que dependían de él, qué actividades le ayudarían a reconocer que seguía teniendo el control.
Estaba matriculado en la universidad, iba cada día como cualquier estudiante pero no avanzaba, generalmente sentía que esa situación era estable que duraría toda la vida. Algunas personas tienen una fortísima sensación de tiempo presente, recuerdan el pasado pero su presente es tan dúctil que parece poder alargarse y cubrir toda la línea de tiempo que el individuo puede imaginar de esa entelequia que llaman futuro. Sabía que quería vivir fuera de su país, quería un título universitario, tener su propia casa, ser independiente y sin embargo sólo tenía masa de presente para moldear el futuro. Lo malo es que tener su ‘vida propia presente’ no era la puerta que conducía a su ‘vida propia futura’.
Pero en medio de su presente de cada día había un espacio en el que no había tiempo. Comparaba lo que sentía en ese momento con aquellos en los que se encontraba en la oscuridad de su terraza en una noche fría mirando a través de unas grandes puertas de cristal hacia el salón, con la televisión encendida, la pequeña lámpara en la más grande de aquellas tres mesillas hermanas, una mantita que siempre parecía estar esperando a alguien dejando un espacio libre que nunca se atrevía a conquistar esperando al que debía sentarse y una almohada. La habitación espera a una persona pero no puede dejar de permitirle al tiempo que transcurra sin vuelta atrás. Esa visión desde la oscuridad le recordaba que el tiempo pasaba, que existía a pesar de él. Se parece a esas sensaciones que se tienen cuando estás rodeado de gente que no conoces ni tienes la obligación de conocer. Como en un autobús cuando uno mira las caras de la gente y piensa que piensan, incluso se pregunta tímidamente qué podrían tener en la cabeza o va más allá e imagina una vida para ellos. Recuerda a Descartes, se da cuenta de lo fácil y posible que parece tener la sensación de estar encerrado en si mismo y solo sabe cierto que existe lo que piensa pero nada más puede asegurar, viajar en autobús es el momento de máximo reconocimiento de la conciencia de uno mismo. Bien pues desde que la conoció tenía la ventana desde la que se asomaba a su vida propia, mirándola como si fuese ajena, sabiendo que ocurre y dejando que transcurra.
Piensa en lo preciosa que es, cuando aparece con su pequeña coletita y una sonrisilla que le recuerda a los dibujos de algunos animalitos que tenía en un cuento que solía leer. Cuando la busca por el edificio entre la gente sale de su rutina para mirar por esa ventana, porque no hay hora, la hora depende tan sólo de la sospecha de que ella pudiera estar, depende de la rutina de aurora, depende de lo que nunca hizo, al sitio que nunca fue o donde nunca la vio, pero todos son lugares que se encuentran en el reino de los posibles lugares en los que la podría encontrar. Y, todo lo que hace por verla es ajeno a su rutina y no es una obligación, por eso, porque aurora existe ha podido construir una ventana desde la que ver su vida, sin serle infiel a su vida propia presente.
En el momento en el que empezaba a tomar conciencia de ese oír y no escuchar, alguien llama al timbre y su compañera va a abrir.
Entra, aparece un torbellino, una presencia que amanece dando sentido a su nombre y el se da cuenta de que siente, un año y medio después siente y eso le embarga, pero, de pronto, lo que siente es un error, no es posible y es que la inspiración y la expiración son dos cosas bien distintas, a veces, contradictorias. De pronto se encuentra viajando entre lo que debe, lo que quiere y lo que desea y, nota la presencia de ese animalillo interior que no escuchó a sus padres, que nunca vio a sus profesores, que no conoce el significado de las palabras; es ciego, sordo y mudo pero siente y se siente.
II
Hace años que no tiene miedo, ni siquiera uno de esos miedos adultos como el miedo al ridículo. Un buen ejemplo es como en la madurez uno cambia sus pesadillas por sueños incómodos. El conjunto de incertidumbres que se van a convertir en recuerdos algún día incomodan al individuo porque piensa que las elecciones y actos que tome y realice en el presente serán causas de unos efectos. Así, sin saber de cuáles, el ser humano se embarca en la construcción de toda una maraña de acciones y reacciones pasadas, presentes, futuras, posibles, probables, seguras, dependientes, independientes… de vez en cuando se deja llevar por cansancio, hastío o impotencia, otras veces es el hedonismo o la curiosidad, pero es inherente al ser humano denominar esas ocasiones como simples debilidades, perdonándose y proponiendo enmendarse inmediatamente para continuar dirigiendo a los músicos de la orquesta que interpreta la melodía de su vida.
Sin embargo, se le antoja algunas veces invocar un temor del pasado. Su preferido: la muerte. Cuando era muy pequeño lloraba noche tras noche pensando en ella, siempre proyectaba este miedo en la pérdida de su padre. Se proponía, aún en el servicio, no llorar esa noche pero siempre acababa notando la humedad en el lado de la cara que descansaba sobre la almohada, frecuentemente llamaba a su padre que, con su paciencia y amor infinitos, le consolaba con promesas y algo de humor. En realidad ese monstruo que le acechaba cada noche no tenía que ver con la muerte, nunca tuvo nada que ver, tenía que ver con la inmortalidad. La inmortalidad es la posibilidad de ser el último de tus seres queridos en fallecer, lo terrible de la muerte no es sufrirla, lo terrible es que la desaparición de tus seres queridos te hace macabramente inmortal.
Le gustaba recordar ese miedo especialmente, le hacía rememorar su juventud, era más fuerte cuanto más joven, lógicamente según va creciendo aumentan las posibilidades de tener seres queridos menores que uno y que por ley natural deberían sobrevivirle. En un balance de posibilidades, aumentando en edad, a pesar de que crece la probabilidad de perder a un amigo, familiar, amante…, también disminuye la de quedarse sólo, desapareciendo ese vampirismo infantil.
Probablemente porque cada día que vivía le restaba uno para morir, había transformado sus miedos en incomodidades que descartaba o resolvía según iban apareciendo, ahora podía permitirse tener nostalgia de la peor pesadilla de su infancia.
Enlazado a este miedo se encuentra el cambio disfrazado de abandono o pérdida. En concreto, la importancia de una persona para otra es directamente proporcional al miedo que tiene a que la primera le abandone. Existe una escala desde imprescindible hasta completamente intercambiable en la que cohabitan los conocidos. Esta mutación de la pesadilla de su infancia suele manifestarse en la adolescencia por primera vez cuando despiertan los sentimientos románticos y culmina en el encuentro de dos personas que se aman de forma bilateral.
Cuando la conoció detectó al instante la inflexión en la curva de su vida. Es curioso que lo sienta así, de los muchos puntos críticos que una persona enamoradiza como él puede tener al conocer a cierto tipo de personas, sólo parecen definitivos los que consiguieron llegar a ser una relación. Los otros, más que olvidarse, dejan de existir. Resolvieron dos de los tres años que estuvieron juntos con un amor tan inmenso, interiorizaron de tal manera las palabras ‘para siempre’, fueron tantas las promesas que, por amarse tanto, quisieron voluntariamente renunciar a parte de si mismos, a buena parte de lo que les hacía reconocerse como Ellos. Renunciaron felices de tener un motivo, un porqué y un para quién haciendo de su relación el centro de sus vidas. Al final se miraban de tan cerca que no reconocían al extraño que tenían enfrente, ni sus vidas, ni a sí mismos, ya no reconocían estas paredes. Tratando de seguir adelante, dos personas valientes que huyen mirando al futuro, quisieron salvar su vida en común. Con esa excusa destruyeron en cinco meses lo que habían tardado dos años en construir, pero testarudos, débiles, siguiendo al pie de la letra la definición de cobardía colaboraron en el holocausto de su amor, detectaron cada uno de los vínculos que los mantenían juntos y fueron destruyéndolos cuidadosamente uno por uno. Fue lo último que hicieron juntos.
Ciego, heroinómano del amor el ser humano desea y busca amar tanto como para renunciar a si mismo y a su vida por otra persona, convirtiéndose en un cupido homicida. Sólo por casualidad o desespero se empareja con alguien a quien no ama lo suficiente, convirtiendo su relación en un acompañamiento vital, manteniéndose a sí mismo y a su libertad como las respuestas a las preguntas esenciales, logrando emparejarse de por vida.
III
Las máscaras. Como en un baile de carnaval las calles de una ciudad cualquiera se llenan de rostros fuertes, felices, amables, indiferentes hechos de dolor, ira, vergüenza, temor, debilidad, inseguridad. De los inadaptados que se muestran tal como son consagramos santos, locos o seres inertes, invisibles, para el resto de máscaras son unos sociópatas dementes. A los tres tipos sin excepción los condenamos a vivir solos, apartados de la fiesta de máscaras que llamamos realidad probablemente por miedo a que tengan la capacidad de ver a través de la máscara que llevamos puesta, griten lo que somos en realidad.
Muchos buscan ser aquello que admiran, otros, como si se tratara de actores de una obra de teatro, interpretan un papel sin miedo a no gustar al mundo porque no son ellos mismos los que se muestran, sino su máscara perfectamente blanca, decorada con guirnaldas doradas sobre la cerámica.
Ha construido una máscara de acero forrada de porcelana, blanca sin adornos, pensada para triunfar, escalar, no piensa en agradar pero si en impactar, la indiferencia, la prepotencia, la fuerza y el poder. Hace tanto tiempo que interpreta la obra de teatro de su vida que ya no le queda a penas conciencia de si mismo. La máscara, viva y fuerte ha ido echando raíces hacia dentro, abriéndose camino en su interior. De vez en cuando lo poco que queda de si lucha por salir al exterior, y se observa vomitando sus miedos y sus debilidades de madrugada y se siente vivo y triste recogiendo los trocitos de su máscara para poder componerla.
Alguien le dijo: “No puedes gustarle a todo el mundo, pero al menos serás tú la que guste o no, ¿quieres vivir siempre una mentira?” Pero es tarde para cambiar el sentido en el que se mueven las agujas de este reloj, desafortunadamente no se puede cambiar de vida, no existen segundas oportunidades, como en una película barata en la que alguien pierde la memoria y empieza una nueva vida. No podemos hacer más que continuar perfeccionando las máscaras que admiramos porque lo que somos no nos gusta y nos da miedo dejarlo al alcance de cualquiera.
Si se aleja un poco de ese baile de máscaras descansando en uno de los palcos del salón, observa las pelucas y los zapatos forrados de raso, algunos pensamientos entran y salen de puntillas, son como las líneas de boceto. Al parecer la vida transcurre de meta en meta. Cuando aún no hemos cruzado esa banda que se pone al final de la carrera ya se nos exige, nos exigimos encontrar la siguiente etapa que vamos a correr y ¿cuál es el último destino? Obviamente la última parada del tren es abandonar este mundo, un fin completamente vacío de sentido, desprovisto de todo. Por lo tanto, y si el fin de la vida no es morir sino vivirla, ¿por qué nos empeñamos en apresurarnos tanto en conocer cada desenlace pasando sin apenas darnos cuenta por el nudo de nuestras historias? ‘No importa cómo se consiga, lo importante es llevarlo a cabo’. Por encima del maquiavélico fin que todo los justifica está el medio, el medio es la vida misma.
Quiso ser médico aunque no lo suficiente como para conseguirlo, es una de esas excusas que guarda en el baúl del que echa mano cuando quiere justificar sus imperfecciones, su desinterés, su fracaso o su falta de voluntad. De todos modos, se dice, no está viviendo la vida que eligió así que su destino no coincide con el que le corresponde. Por eso puede permitirse fracasar, porque un gran error pasado convirtió su futuro en una equivocación tan enorme que tiene derecho a estropearlo, no le corresponde ese presente. Es como cuando un niño rayajea un dibujo porque se ha salido un poquito y ese ya no vale, cogerá otro y empezará de nuevo. Esa experiencia nos lleva al equívoco de que podemos rayajear nuestra vida, siendo, lo cierto, que no hay otra hoja qué coger.
Y, la verdad, es que sólo puede construir con lo que tiene, el ser humano, lejos de ser constante y homogéneo es un niño locuelo movido por impulsos y rachas. La suerte depende de que las decisiones importantes tenga que tomarlas en una racha buena. Si no es así, muy al contrario de lo que hace habitualmente no puede más que obligarse a ser feliz, conformándose estoico con lo que no puede cambiar porque se ha grabado en las paredes ya recorridas de ese pasillo y esforzándose en lo posible por escribir en todas las páginas que le restan en blanco una historia con su propio puño y letra.
IV
Se fue, abandonó su vida transformándola, dirigiendo sus pasos hacia su ‘propia vida futura’, llegó a una ciudad verde y gris en el corazón de Europa con una maleta cargada de esperanzas y preconcepciones, llevó solo en una mano su pasado, la otra libre tanteando el aire. Pero encuentra soledad, soledad en mayúsculas, investiga día a día la capacidad de sentirse sólo, incomunicado en un mundo que no comprende. Todo lo que quiere, entiende y le entiende se encuentra a más de mil kilómetros. La soledad se resume en olvidar el dinero para pagar la cuenta y no poder llamar a nadie para que te traiga la cartera.
Esa prueba de fuerza, el límite de torsión de su propio ser, muy al contrario, le hace más débil, la inconsciencia del niño, la locura del joven es la que nos hace valientes, desconocer el peligro nos hace valientes. Y vuelve, no para quedarse, vuelve porque tiene que volver y se da cuenta de que ama el lugar donde nació, se transforma en una persona consciente de su propia felicidad, en los azules y amarillos del fondo del mar que es su tierra de montañas desnudas y colores ocres, en los ojos de la gente que no dice lo que piensa, en lo ojos de los niños de sangre y arena. Más aún sabe que vuelve para irse, abandona su vida con el dolor del que sabe que estando lejos su vida continúa sin él, y él vive alienado en la de otros.
Lejos de nuevo…
La amistad vive en un nido que se llama necesidad, la necesidad psicológica que sólo el ser humano tiene de proyectarse a si mismo en otros. Los estados de la amistad se alargan o acortan en proporción a la necesidad que unas personas tienen de otras, por eso el número de elementos de ese conjunto no es infinito, la existencia de elementos disminuye la necesidad hasta que esta tiende a cero y dejamos de interesarnos por esta búsqueda.
Esta vez, se encuentra con una soledad acompañada, encuentra a un grupo de personas que sí comprende porque atraviesan la misma situación, alienados viviendo la vida de otro, se necesitan y comienzan un idilio amistoso que responde a la necesidad de reconducir en alguna dirección el cariño, el amor, el humor, la compañía que le ofrecen y son ofrecidos por sus seres queridos… lo hacen como el que acaba de romper con su pareja y busca, con prisa, un lugar, una persona donde depositar los sentimientos que hasta entonces ofrecía al ser amado, buscando en lo bares, en las calles a un cualquiera que se ofrezca a recibir sin preguntas lo más íntimo de otro, se ofrecerá a ser el recipiente que podría contener a una ella que es única, pero que puede ser cualquiera… porque cualquiera podría contenerla…
Él se pregunta muy a menudo a cuantas de esas personas llamaría amigo si pasaran por su vida, por su ‘propia vida’ donde la soledad es una utopía, porque sólo mirando su mar, la silla donde se sienta a leer está viendo al entramado de seres, de objetos, de recuerdos y esperanzas que le acompañan.
Probablemente, ninguno, pero eso son cosas en las que no se piensan, no se necesitan saber.
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