Capítulo I
Melodías
Baikalia, hace unos 700 millones de años…
Todos en Yodl estaban reunidos para la gran celebración de la batalla. En cuanto el sol apareciese al día siguiente irían a la guerra, pero en ese momento ellos solo pensaban en comer, beber, reír, bailar y por supuesto poseer a sus mujeres y las mujeres poseer a sus hombres por una probable última vez.
Aquel era un día en el que las nubes desfilaban si cubrir el sol y continuó así durante el atardecer y la noche. No hubo frio, no hubo calor, no hubo lluvia, no hubo nieve, era un día de verano en donde el clima permitía hacer lo que quisieras. Pocos días en el año eran así.
Por la mañana las mujeres limpiaron pulcramente las espadas y escudos. Para ellas solo eran las herramientas que sus hombres utilizaban para llevar a cabo su labor. Terminaron temprano aquella tarea para luego concentrarse en el banquete y la fiesta.
Endir y sus asistentes cocinaron sus recetas más secretas, normalmente preparadas para el rey y sus capitanes, pero esta vez las hacía para todo el pueblo.
Los jabalíes se doraban lentamente en el fuego, la carne del cordero comenzaba a sudar al calor de las brasas, todo tipo de festines se colocaban en las mesas, los licores más dulces y elaborados llenaban las jarras hasta rebalsar.
Dentro del bullicio un estruendoso grito interrumpe todo:
– “¡Por Yodl!”.
Otro respondió:
– ¡Por el Rey Royson!
Acto seguido otro contesta:
– ¡Y por los pechos de tu esposa!
La risa invadía el lugar, la alegría de compartir esta última fiesta en compañía de sus hermanos y hermanas. Las fogatas en cada tienda de campaña mantenían cálidos el espíritu y el corazón.
Las melodías más alegres sonaban fuertemente y todos bailaban al son de estas.
Pero a pesar de todo, algo tenía muy nervioso a Yorudan.
Fingía reír, escuchaba las viejas historias contadas por sus barbudos compañeros. Se paseaba por todo el campamento buscando la respuesta de esta sensación tan extraña, una sensación que jamás subiría al corazón ni la mente de un guerrero experimentado y preparado para la batalla. Finalmente, Royson el rey, logró terminar con su inexplicable sensación:
– “Veo a mi gente, mi pueblo, mis guerreros y sé que todo resultará bien. No conozco el día en el que me fallaron y juro por mi espada que ese día jamás llegará”. (Exclamó el Rey).
Yorudan se integró a la celebración después de un suspiro que pareció llevarse sus preocupaciones.
Era una celebración, sin embargo, estos salvajes guerreros estaban muy conscientes de la responsabilidad que tenían al día siguiente, por tanto, sabían que, al escuchar la última melodía, aquella que nadie quería escuchar ya que calaba en sus corazones, callando hasta al más parlanchín de todos. El sonido de una flauta comienza a deslizarse lentamente por el lugar, como un cálido soplido en los oídos. Era como el cantar de un ángel, o al menos eso sentían algunos. Tristeza escurría por sus notas, lamentos en cada soplido. Finalmente concluye aquella bella y desgarradora tonada y todos se disponen a despedirse, para afinar los últimos detalles, a descansar para mañana estar prestos en el frente de batalla.
El silencio poco a poco comienza a apoderarse del campamento. Las tiendas de campaña antes vacías, ahora murmuran suavemente con sus huéspedes en su interior.
Royson contempla la luna llena a los pies de su tienda, la observa como si fuese suya, orgulloso guerrero, confiado en la victoria, como si supiera que la muerte no estuviera interesada en él, ni en lo más mínimo. El joven rey se encontraba satisfecho de su vida, de la gloria que alcanzó a tan temprana edad, al punto de que el mañana no era algo desconocido para él.
Yorudan por su parte no acepta la compañía de sus admiradoras, hermosas doncellas que se entregarían a él voluntariamente, persiguiendo su linaje, disputando quién de ellas ganaría conservar en su vientre su legado. Prefiere la comodidad de sus pieles, cazadas por el mismo. Solo así logra meditar sobre su vida y su pasado incierto. Su lealtad, como todos, es hacia su Rey y su pueblo, su vida daría sin pensarlo, es más, espera poder darla en el campo de batalla, no sin antes llevarse con él un par de decenas de sus enemigos a la muerte. Finalmente logra conciliar el sueño, duerme prácticamente con sus enemigos como vecinos, aun así, no es algo que le preocupe en absoluto. Sin embargo, a las pocas horas su dormir se interrumpe con un ahogado grito. No logra recordar tal terrible pesadilla, pero la sensación de terror si perdura y lo rodea cual llamas ardientes.
Así transcurría aquella noche en territorio Yoldiano, sin embargo, cruzando las colinas rocosas del Monte del Trueno, la situación era considerablemente distinta.
El ejercito enemigo logró cruzar el Puente del Destino y se estableció de momento en las tierras de Yodl. Esto de por sí ya se consideraba una victoria, dado que pocos son los que se atreven siquiera a acercarse a los bordes del abismo que separa ambos territorios. Estruendos terroríficos provenientes del interior de la tierra alejan a cualquiera que ose acercarse al abismo o aquel puente de tierra forjado por la naturaleza, el cual era lo único que impedía que estos territorios de separen. Allí solo se arrojaban a quienes cometían los más horrendos crímenes. Jamás lanzaban rocas ya que el abismo las devolvía envueltas en llamas.
La avanzada de los Pangianos era mucho más estricta y carecía del ánimo festivo de sus enemigos. Una fortaleza improvisada, mas no ordinaria, albergaba a Braligan, rey de Pangea, y a sus generales. Este estricto rey intentaba a toda costa mantener vigente su reinado, a pesar de los largos años que lleva en el poder y que lo acusan constantemente llevándolo incluso a cometer injustas medidas contra su propia gente. Borracho de poder, sentía un fuerte deseo aberrante de hacerse oír y respetar, los gritos del Rey se escuchaban entre los pasillos y las paredes:
” ¡Quiero a estos apestosos Yoldianos muertos y borrados de la historia para cuando la luna llena termine, será eso o sus cabezas, mis queridos generales, ocuparan sus asientos!”. (Exclamó airadamente el Rey).
En aquella mesa las miradas se cruzaban temerosas y nadie se atrevía a contradecir al Rey, sino que rápidamente les mostraban los planos junto a las estrategias de batalla. Algunos de estos pomposos generales, al igual que su rey, jamás pisarían el campo de batalla, más bien encargaban esa labor a soldados que basaban su lealtad en el terror y no en el amor por su rey o su nación.
El ejército de los Pangianos contaba con elaboradas corazas, adornadas con sus escudos y el nombre su nación grabada en el pecho, símbolo de su orgullo y fanatismo ciego. Las espadas brillaban en la oscuridad de la noche producto de la elaboración y pulido a cargo de los mejores herreros, trabajo realizado detalladamente y por miedo a desagradar a los generales o peor aún, al mismísimo rey. Los equus, bestias del doble del tamaño de un hombre, eran preparados para ser montados por la división de ataque de elite. El propio Braligan montaba el suyo después de que sus hombres ganaban sus batallas por él, recorriendo el campo, sin importar si pisoteaba los cuerpos de sus enemigos o de su propio ejército caído en batalla.
Flechas, arcos, escudos, espadas, corazas, cascos, todo era revisado previo a cada encuentro con sus adversarios.
Mientras tanto, el rey se daba un festín. Ordenaba a sus cocineros preparar las más finas carnes y platillos, en tanto sus hombres comían alimentos de segunda categoría, muchas veces mezclado con las sobras que dejaban los altos mandos. Solo el rey y los generales podían traer mujeres consigo a las campañas, no precisamente para servir en los quehaceres sino para saciar sus lujuriosos deseos. A los soldados y capitanes no se les permitía contar con la compañía femenina, ellas debían quedarse en casa atendiendo las labores y cuidando a los pequeños, lejos de la protección de sus esposos, padres o hermanos. Misma suerte corría la reina Ávida. De todas, ella era la más hermosa, vestida de finas telas blancas traídas desde lejanas tierras. Su cálido rostro siempre regalaba una sonrisa a quien se le cruzara. Ella pasaba los días junto a sus hijos y sirvientas, sin siquiera pensar en su viejo esposo, sin mostrar interés en si volvería a casa o no.
El general Forch por su parte, a pesar de mantener su lealtad al rey Braligan, sabía que sus hombres merecían un trato mejor, después de todo gracias al sacrificio de ellos, el imperio se pudo expandir a los territorios de Baikalia.
Forch era un general de bajo perfil, al menos eso deseaba, más sus victorias y hazañas se lo impedían. Los soldados sentían un profundo respeto y admiración hacia él, algo que podría traerle una atención indeseada frente a un rey que exigía toda la gloria para él solo. No siente mayor interés en las sensuales mujeres que tiene a su disposición, más bien su corazón y su mente giran en torno a una que no puede poseer. La nostalgia que siente por su hogar, reflejada en su rostro e iluminada por la luz de la luna, es aún más pesada en vista de que allí reside aquel amor prohibido. Mientras contempla el cielo estrellado en una fría roca alejada del campamento, su compañero de armas y amigo, el general Jarik, interrumpe bruscamente sus románticos pensamientos y suspiros:
-” Ya no te angusties más. Seguro encuentras en una Yoldiana el amor que tanto buscas”. (Le dice Jarik entre risas).
-” El amor que persigo no se encuentra de Yodl idiota”. (Responde Forch mientras se retira).
-” ¡¿Entonces dónde?! No me contaste que tenías al alguien. ¡No escaparas de mi Forch!” (Le grita Jarik).
Los preparativos son interrumpidos por el sonido melodioso de una campana, indicando que el ejército debe dirigirse a sus tiendas de campaña para descansar y presentarse al día siguiente antes de la salida del sol a sus capitanes, en filas bien formadas y desfilar frente al Rey para marchar hacia la batalla.
Ya es de mañana pero el sol es eclipsado por una densa bruma. Al rey Braligan lo despiertan suavemente para no provocar su ira. Bellas sirvientas, entrenadas para satisfacer sus deseos, traen su desayuno. A vil rey poco le importa lo que está por ocurrir, segado por una confianza que no es digna de un líder ni de sus respetables adversarios.
Los soldados afuera ya comienzan a formarse poco a poco en sus posiciones de batalla. Los generales y capitanes montan sus equus atravesando el campamento para dar instrucciones a sus hombres.
Se puede oír el golpeteo de los metales, las lanzas chocando unas con otras, el galopar de las bestias montadas por la división de elite. El primer compás de los tambores de guerra advierte a los soldados que ya no hay tiempo que perder.
El general Forch, preparado ya desde muy temprano, se dirige al encuentro con sus hombres. De camino se encuentra con su gran amigo. Caminando hacia sus puestos comparten algunas ultimas sensaciones:
-” ¿Listo para darle otra victoria a nuestro gran Rey?” (Pregunta Jarik en tono sarcástico)
-” ¿Con ‘gran Rey’ te refieres a su tamaño?” (Responde sonriente Forch)
-” Un día harán que te corten la cabeza. Procura evitarlo. No me quiero quedar sin amigos” (Le dice Jarik)
-” Ni yo sin cabeza” (responde Forch)
-” Bueno, si eso llega a ocurrir, sería buena idea que me dijeras quién es su amada secreta, así puedo cuidar de ella” (ironiza Jarik)
-” Concéntrate en la batalla, esta oportunidad no cuidaré tu trasero como la última vez” (elude Forch)
-” No me dejarás olvidar aquello ¿verdad? (pregunta Jarik)
-” Jamás” (sonríe Forch)
El admirado general comanda las tropas, como se ha hecho costumbre en las últimas contiendas. Con él al frente los soldados no temen nada, una sensación de seguridad los envuelve y les comienza a ebullir la sangre por sus venas de solo pensar que lucharán a su lado una vez más. Murmuraciones de admiración surgen espontáneamente a medida que su líder pasa a través de ellos. Estando todo listo y los hombres dispuestos, Forch exclama con vigorosa e inspiradora voz:
-” ¡Avancen!”
La banda de guerra marca el paso y los alienta a entonar su aterradora tonada marcial:
-” Marchamos al frente
Espera mi enemigo
Mi daga ya sientes
Entrando por tu ombligo”.
“Marcho con pasión
Soy hijo de Pangea
Será tu corazón
Quemado en la hoguera…”
La suerte está echada. Comienza la marcha hacia el punto de encuentro con sus enemigos. Avanzan a paso firme y constante. El suelo a las faldas del Monte del Trueno vibra a medida que se acercan los pangianos. Un sonido grave como el de un trueno lejano es percibido por algunos, parece venir del gran Monte, mas no le dan mayor importancia dado que una gran batalla les espera rodeando aquella montaña.
Del otro lado, las tropas de Yodl, están listos para la batalla. Hay silencio, pero solo es el trance en el que entran estos experimentados guerreros. No hay nada que discutir, saben que todo se reduce a pelear y darlo todo, si, hasta la propia vida. Alistan sus armas y escudos, claro, mucho más primitivos que las de sus adversarios, pero su espíritu guerrero es de acero puro.
El rey Royson cruza confiado a través de sus hombres para tomar su lugar al frente. Él comandará el ataque, nadie le quitará el privilegio de atravesar el corazón del primer soldado enemigo. Ya prontos a partir, dirige fervientes palabras a su ejército:
-” ¡Yoldianos!
¿¡Están listos para pelear!?
-” ¡Siii!” (responden al unísono)
-” ¡Hoy nuevamente demostraran si son dignos de defender esta tierra, hoy demostraran que son hijos de Yodl y hoy le demostraran al perro Pangiano quien manda en Baikalia!”
-” ¡Siii!” (responden nuevamente)
-” ¡Los campos están secos! ¡¿Quién vendrá conmigo a regarlo con la sangre de mis enemigos?!”
-” ¡Yooo!” (le responde hasta el último hombre)
Royson y sus hombres emprenden marcha hacia el frente de batalla. Sus esposas e hijos los observan orgullosos irse. Confiados en que volverán a reunirse, en vida para celebrar o en el salón de la Muerte para discutir si han sido dignos o no.
Ya llegando al Monte del Trueno, Yorudan recuerda aquella sensación que parecía olvidada. El mismo trueno lejano y que recorría lento el camino a sus oídos, se escucha en territorio Yoldiano. Al igual que sus enemigos, no le prestan mayor atención. No así Yorudan, a quien un escalofrío le recorre toda la espina, causando incluso temblor en sus piernas y brazos, al punto de tener que apretar fuertemente su escudo y espada para que no cayeran de sus manos. Sabe que algo no anda bien. Afuera solo se oyen los pasos de la marcha de los guerreros y el soplido de los cuernos, pero en su interior escucha gritos aterradores, seguido de un agudo sonido que le atraviesa de oído a oído. Un sudor frio recorre por su rostro, a la vez que intenta disimular su pálido semblante.
Finalmente, después de un corto tiempo, Royson detiene la marcha con un gesto y los cuernos cambian inmediatamente su melodía.
Han llegado a su destino…
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