En las Tierras Nyumbani, donde habitan los Wananchi, existen lugares sagrados, donde los antepasados construyeron sus hogares y juraron proteger dicha tierra, décadas después estas tierras fueron siendo pobladas hasta construir aldeas, existen 18 aldeas sagradas a lo largo de todo Nyumbani, en una de ellas vivía Balth’a Sam’hga, un joven de apenas quince años que se dedicaba a la crianza de vacas junto con su padre, quien lucía más joven para sus cuarenta años de edad, Balth’a era discriminado por sus vecinos y «amigos» durante la niñez debido a la marca de nacimiento que tenía en su mentón, dos líneas gruesas que eran (según las ideologías Wananchi) «la márca de la muerte», que se dice que aquel que porte esta marca está condenado a caminar junto a la muerte por el resto de sus días, por eso la gente evitaba tocarle o mirarle, por miedo a ser muertos por su mirada.
Una noche, mientras Balth’a descansaba desnudo en su choza, unos brutos llegaron a saquear la aldea, eran enormes con densas musculaturas y escasa armadura, portadores solamente de un casco puntiagudo que no dejaba ver sus rostros que huelga decir que no eran hombres ni mujeres, sino una especie extraña y subdesarrollada en inteligencia pero claramente no en musculatura, el corto pelaje anaranjado que cubría su cuerpo rayado que recordaba a las viejas leyendas que se contaban sobre un pueblo salvaje que habitaba el sur a cientos de kilómetros, su padre, como todos los demás hombres de la aldea, salió a pelear portando su peculiar arma hecha de palos y oro, pues como todo Pairon sabe, los nyumbani son los mejores forjando metales y en sus tierras abunda el oro, dejó a Balth’a junto con su madre, una mujer delgada y hermosa de piel oscura y cabello lacio muy largo, raro para la raza, pero que para muchos era lo más hermoso que habían visto, con gran estruendo entre golpes sordos, gritos, el chirrido de los huesos y la madera rompiéndose cuando una de esas bestias derribó la puerta de entrada de la casa de Balth’a, los ojos rojos de furia, paró unos segundos hasta que decidió asesinar a todo quien se le acercase, corrió directo hacia los ligeros sollozos de Balth’a y su madre ocultos dentro de un armario donde guardaban algunas pieles, ayudándose de su potente brazo la bestia tiró de la pierna de la mujer, quien no opuso resistencia con tal de salvar a su hijo, arrastrándola hacia la sala y terminando con su vida empuñando una fuerte hacha hecha de hueso, el joven armado más de miedo que de valor corrió hacia la bestia y con un fuerte impulso embistió al gigante apenas moviéndolo hacia un lado a pesar de que le doblaba la estatura y pudo escapar hacia la sabana, corrió sin parar hasta que sus piernas y el llanto le derribaron, quedándose dormido en el suelo, entre el dorado pasto oscurecido por la noche.
A la mañana siguiente volvió tímidamente hacia el pueblo, sin esperanza de encontrar a nadie vivo, pero sí de dar entierro a su familia como es debido, asomándose a la puerta de su casa se encontró con su padre con una profunda herida de hacha que le cruzaba todo el pecho hasta el abdomen, estaba arrodillado con su madre en brazos, no había alma viva, los brutos habían asesinado a sus familiares, amigos y vecinos, el suelo forrado de cadáveres tanto de brutos como de sus hermanos y hermanas le demostraban que casi había sido una batalla justa, a pesar de superarlos en fuerza, los wananchi eran más veraces y hábiles en batalla pero no lo suficiente, su padre fue el último hombre en pie, miró los detalles de cada escena entre el pánico, el shock y la curiosidad sólo para darse cuenta que su padre había muerto no por el filo sino por pérdida de sangre y que caminó hasta su casa para sostener a su mujer antes de morir por tal enorme herida en el pecho. Balth’a se mantuvo cuerdo, enterró a los Wananchi en su pueblo como dictaba la tradición y a los brutos los descuartizó e hizo sus propias armas a partir de los huesos de sus atacantes, durante años cuidó de las vacas, incapaz de venderlas por su marca, por la que era discriminado, fue cocinándolas una por una, durante las noches charlaba con los dioses de las estrellas, ellas le respondían con un pequeño resplandor, un recuerdo o un sentimiento, así sabía que no estaba solo. Un día casi como cualquier otro sucedió algo muy extraño, los dioses silenciaron sus voces, lo abandonaron pensó, noches después escuchó como los cráneos de las bestias comenzaron a tambalear, muy asustado se asomó para darse cuenta que querían hablarle, cada uno tenía una historia diferente que contar, como si fuera visitado por un nuevo espectro que le hablaba a través de los cráneos que mantenía colgados para hacerle compañía.
Fue desde ese momento en que descubrió sus verdaderos poderes, la marca de la muerte era una señal de poder que algunos de los dioses le habían regalado de nacimiento, no era ni una maldición ni una bendición, sólo un obsequio, finalmente lo descubrió, ahora era capaz de invocar a una horda de espíritus que le hablaban y obedecían, juró proteger a los demás pueblos de la destrucción, juró evitar que alguien más viviera lo que el sufrió. Pensando que había sido abandonado por los dioses, siguió su camino, sin embargo, los dioses tenían algo preparado para el, lo llevaron a un camino oculto, que dirigía a la fuente del héroe, una estatua de un caballero sosteniendo una larga espada le aguardaba, y a sus pies, una poza llena de sangre, de la que bebió, entonces escuchó la verdadera voz de los dioses, ya no en las estrellas, ya no en el agua ni en los cráneos, ahora en su alma, los dioses le daban la bienvenida a la senda de los campeones, le dieron el honor de ser su héroe, el poder de ser el protector… y el lo aceptó.
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