La última vez que lo vi, sus pasos eran débiles.
Su mirada, ya no era alegre como antes.
Cargaba el dolor de los años,
los viejos amores,
los amigxs ausentes.
Esa tarde, me invitó un mate cocido.
Su mano, arrugada y llena de lunares temblaba.
Su voz, lenta y pausada parecía lejana.
Su memoria, se volvió efímera.
Y las charlas que teníamos otrora
se volvieron una seguidilla de frases repetidas.
Cuando no me miraba, lo veía y sonreía.
Su cuerpo envejecido, se estaba despidiendo,
y bastó cruzar nuestras miradas para entenderlo.
Lo vi, por última vez, un catorce de diciembre para su cumpleaños.
Ya casi no hablaba. Pero recibió mi abrazo y sonrío.
Después se sentó en su sillón, como todas las tardes.
Ya no me sirvió el mate cocido,
ni preguntó las mismas cosas.
Cuando llego abril, mi mes preferido,
un día de sol, ese sol otoñal que los abriga,
decidió marchar.
Su cuerpo cansado,
con el dolor de los años,
los viejos amores,
los amores ausentes
de despego de este plano.
Se fue.
Pero quedó su abrazo.
El recuerdo de su mano arrugada,
y su voz lenta y pausada.
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