Con una presa entre las fauces, y ese fuerte olor a sangre invadiendo su olfato constantemente, el regreso al refugio siempre resultaba más complicado para mamá gata. Además, últimamente, conseguir comida requería de más esfuerzo. Muchas de sus presas habían dejado de refugiarse o anidar cerca, obligándola a buscar cada vez más lejos. En esta ocasión la víctima había sido una ardilla.
A pocos metros, bastaba con su vista para reconocer el lugar –una casa abandonada–. Pronto podría alimentar a su pequeño. Pero algo andaba mal. Soltó al animal muerto y olfateó el aire. Detectaba uno…, y otro…, y otro olor. No olían como los sucios perros ruidosos que a veces la molestaban, tampoco como las palomas que solo iban al techo a hacer caca. Eran nuevos y peculiares, aunque extrañamente similares a Compañera grande. Mientras se acercaba, notaba que ya no estaban ahí, solo sentía sus rastros, pero ningún ruido. Ninguno. Caminó despacio, en silencio, y conforme avanzaba hacia la casa, con el instinto le invadía una sensación de pérdida. Siguió el olor de su hijo hasta el lavadero, donde era más fuerte, pero su cuerpo no estaba ahí. El silencio casi absoluto del lugar, excepto por el viento, acrecentaba sus temores. Sin embargo, una brisa proveniente desde la colina contigua le acarició con el aroma aún fresco, aunque apenas perceptible de su pequeño. Iba mezclado con el de los intrusos, y sus esencias marcaban un sendero. Era la señal que necesitaba, y como si el mismo viento le diese instrucciones, se dirigió veloz rumbo a aquella dirección.
Cruzó el riachuelo del valle chico saltando en los guijarros. Subió colina arriba con destreza felina, abriéndose paso entre el camino de rocas, elevaciones y vegetación. Era la ruta más complicada, pero la más rápida. Llegó al punto más elevado, siempre atenta a su alrededor. En la cima había una gran piedra rectangular.
Era una tumba. La gata subió de un salto en la parte central y se sentó a observar las incrustaciones al frente. Para ella, en la lápida no había ningún nombre –la escritura humana no tenía ningún significado en los felinos–, pero reconocía aquel sitio perfectamente. Levantó su oreja derecha, prestando atención a algo, maulló agradecida, luego bajó de la piedra y continuó su camino. Era su segunda señal.
El camino comenzaba a convertirse cada vez más en campo abierto. Ahora, lejos de las elevaciones, los cortos pastizales no servían como escondite, así que corría de roca a tronco, de tronco a otra roca, de roca a muro, cualquier cosa que le cubriera de la intemperie. A lo lejos, más cerca de lo que le hubiese gustado, escuchaba el sonido de la civilización. Era un mundo desconocido para ella, y significaba que debía apresurarse. La brisa acarreaba el aroma cada vez más nítido del gatito; se encontraba muy cerca. De repente, escuchó las voces parlanchinas a la distancia, que interpretó como los sonidos de los intrusos. Ya sin ninguna duda de sus ubicaciones, apretó el paso hacia aquellos murmullos.
Escondiéndose detrás de un muro de piedras, observó a los tres seres. Tenían una forma extrañamente familiar. Sin embargo, lo más importante era que el más pequeño de ellos cargaba al gatito en sus miembros superiores. Quedaba esperar.
Otro soplo de brisa removió las ramas de un fresno; era la siguiente señal. Los dos intrusos mayores se voltearon jugueteando y el pequeño se quedó solo. Ella salió de su escondite, caminando segura hacia él.
—Hola, gatito. Mira, tengo un bebé aquí, es como tú. ¿Quieres verlo?
El niño se sentó y puso al gatito en el suelo. El animalito levantó la vista, reconoció a su madre y comenzó a maullar. Ésta se acercó y se dejó acariciar la cabeza.
—Puedo llevarte conmigo también, si quieres. Preguntaré a mi herma…
Sin darle oportunidad de reaccionar al niño, la gata tomó a su hijo y corrió. Los hermanos mayores acababan de regresar; uno de ellos se quitó un zapato y se lo arrojó, pero no alcanzó a golpearla. Ella solo corrió, no hubo posibilidad de alcanzarla y se perdió entre un grupo de árboles, mientras el niño lloraba.
En la cima de una colina, una gata limpiaba a su pequeño con la lengua, después de comer. Se sentía segura, y ronroneaba a los pies de una silueta casi imperceptible en el atardecer.
«Estoy orgullosa de ti. Eres una excelente actriz y te acercaste sin que sospecharan, sin lastimar al niño. Siempre supe que eras buena. Por eso aún te cuido, bonita».
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