Atenodoro de Tarso

Atenodoro de Tarso

Germayed

06/12/2025

«El que domina a los demás es fuerte, el que se domina a sí mismo es poderoso» 

Lao tsé.

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-Anécdota de Atenodoro de Tarso escrita por Plinio Joven, abogado e historiador romano en  la epístola VIII- 27 dirigido a su amigo Sura en la cual ambos se pregunta si existen los fantasmas. 

  En la actual Turquía se sitúan las ruinas de Tarso, misma ciudad donde Pablo, discipulo de Jesús, nació y creció. 

En 74. a/c vio la luz, en el seno de una famila acomodada el filósofo estoico Atenodoro, conocido por sus dotes de legislador y además por ser discípulo del maestro Posidonio, filósofo estoico, polimata, creyente en la inmortalidad del alma y en que, la naturaleza, integrada al cosmos es racional, es decir, posee un espíritu ordenador o  «Pneuma» en griego – dador de equilibrio al caos. Y quizá, pensante. Posidonio, por su estudio de la ciencia natural o Physis, fue considerado «la mente más brillante de Grecia» después de Aristóteles. 

En la epoca en que los filósofos se sentaban debajo de los árboles a pensar con suma rigurosidad intelectual, a caminar por el bosque buscando el sentido de la vida, para después, no sólo ser partícipes de los debates públicos en torno a la ética, la lógica o la metafísica, sino, también a redactar constituciones legales como lo intentó Platón en Creta – por la que se negó a concretar la escritura de leyes buenas para hombres malos-.

El espíritu estoico y a su vez legislador de Atenodoro, sumido en el análisis sociológico de su polis – Tarso-  de meditar sobre la psique de sus habitantes y cuáles serían las mejores leyes para fomentar el orden, la cooperación y las virtudes de su ciudad de nacimiento, elaboró una  constitución para regir, con prudencia y justicia, la rex publica de la patria de sus padres. 

Atenodoro emprende el viaje a Atenas con el propósito de establecerse. Tarso, ciudad de riquísimo nivel cultural, se había hecho pequeña para los inagotables deseos intelectuales de Atenodoro, pues Atenas, centro intelectual del viejo mundo clásico mediterráneo, era la capital de la sabiduría en aquél espacio geográfico, puente entre oriente y occidente, recorrido a través de viajes de exploración hacia los confines del mundo, por Heródoto y Erastóstenes. 

En la Grecia antigua, Aristóteles desde Atenas viajó a Macedonia a enseñar a varios jóvenes de la nobleza local, entre ellos a Alejandro Magno que más allá del mar, habían dos ríos, el Éufrates y el Tigris, que ningún griego había atravesado jamás. Treinta años después, el Imperio macedonio se extendía desde los Balcanes hasta la India. 

La filosofía ha sido el catalizador no sólo de las búsquedas internas del Ser, sino de  traspasar los confines del mundo para ver que hay allende del lejano y mistérico horizonte surcado por leyendas y mitos más viejos que el tiempo mismo. 

Estoico de convicción invitó a Octavio, futuro Augusto, primer emperador de Roma a recitar las letras del abecedario latino para apaciguar su ira. Este filósofo de talante apacible y de recta moral, se hizo conocido en Atenas por un suceso de ultratumba que, como cuentan los estudiosos del tema esotérico, es el primer registro histórico de una casa «maldita» por el viejo espíritu de un hombre en busca de justicia y  descanso eterno. 

Atenodoro supo de una pensión atractiva debido a su bajísimo costo de alquiler, el precio absurdo a pagar le pareció extraño, nada común para una ciudad como Atenas, con una vibrante vida cultural. Al preguntarle al casero por qué tan barato el pago de aquél aposento, él respondió que dentro de la casa, todas las noches aparecía el espíritu de un anciano arrastrando pesadas cadenas de hierro. ¿Viviría en esa casa el filósofo de Tarso? 

Atenodoro aceptó vivir allí, no por lo barato del alquiler, debido a que era un hombre de buen asiento económico, sino porque sintió que aquella advertencia sería una prueba para su carácter inefable, tranquilo y cordial digno de un estoico como él, pues la filosofía no es un menester ceñido a las cuatro paredes de un salón de clases o una disciplina vacía sin practicidad en la vida cotidiana, es, la de ejercer con rigor ético lo pensado y predicado con palabras, en la realidad.  Es asumir el sufrimiento del otro como propio, llevar sobre la espalda la pesada carga del prójimo en  palabras de Simone Weill. ¿Acaso en este mundo no abundan humanos que predican con discursos y oraciones ser buenas personas, no obstante en la práctica, son legionarios de Belcebú? 

Atenodoro se instala en esa casa. Durante el día estuvo pensando sobre las buenas costumbres en la política, y cómo hacer para construir sociedades justas mediante el ejercicio ético del oficio público. 

En el horizonte, el atardecer pincelaba las nubes de rojizo, carmesí, y azul índigo. Atenodoro, solitario, mirando al firmamento, pensaba en lo dicho por su casero por la mañana, sin embargo, como hombre de razón – la razón de la época-  daba crédito a las leyendas sobre el lugar, pues según las enseñanzas de su maestro, Posidonio, una fuerza racional invisible gobierna lo visible, no obstante, como humano, sintió algo de temor ante la aparición de aquél terrible espectro encadenado, pero como estoico, esperó la noche en paz, para saber si de verdad, aquello era cierto.

Después de cenar, Atenodoro descansó unas horas. Pasadas las once de la noche encendió sus velas, sacó del bolso de cuero de cabra sus papeles, tintas y pluma. Se dirigió a la mesa de su habitación a escribir sobre sus reflexiones del día. No había pasado la hora cuándo, de repente, escuchó el arrastre de pesadas y tortuosas cadena por el pasillo principal de la pensión. El sonido de las cadenas golpeando el piso de piedra y los pasos de ultratumba se acercaban cada vez más. Atenodoro continuó trabajado en sus obras. De repente, el ruido cesa, sintió una extraña sensación de presencia, como si alguien estuviese mirándolo fijamente. Al voltear la vista a su derecha, al pasillo desde su mesa, vio, a la luz de las velas, a un anciano envuelto en una manta gris, de cabellos blancos, largos, roídos por el tiempo, sus pies no tocaban el piso, flotaba, y además, este espectro lo miraba fijamente con sus cuencas oculares totalmente negras, así como las tinieblas de los abismos intraterrenos. 

El filósofo de Tarso tenía a su diestra al espíritu del anciano encadenado. Aún no había terminado el capítulo de su obra sobre filosofía política, continuaba escribiendo, sin inmutarse ni dirigirle la palabra a aquél espectro que yacía como una sombra oscura a pocos centimetros de su hombro derecho. 

El alma de aquél viejo de cara demacrada y cadenas atadas a sus muñecas, esperó a que Atenodoro finalizara su escrito. Buscaba en el mundo de los vivos, justicia, que se supiera cómo murió, que se le diera el respeto correspondiente a través de un rito funerario. En el más allá, incluso, no soportaba ser olvidado. 

El sabio Atenodoro, colega de Séneca, se levanta de la silla de madera, y le pregunta al espíritu en pena: ¿Qué quieres? El alma errante  no responde solo le indica que lo siga. 

Atenodoro no niega lo que ve, pues su conciencia percibe al espectro a través de sus sentidos, ni tampoco se rehúsa a ayudar al espectro porque, a pesar de que es un ente desencarnado, sigue siendo humano: ¿Acaso el sufrimiento, las pasiones, las penas y las alegrías son expresiones de la carne y no de la conciencia que los siente, conoce y los dota de- ser, de sentido? 

Atenodoro acompaña al espíritu del encadenado por aquél lúgubre pasillo. Llegan al patio trasero de la casa, a la luz de la luna, el espíritu señala debajo de un árbol. Atenodoro entiende el mensaje. El espectro, al saber que el filósofo captó la señal se desvanece en la penumbra de la noche. 

El filósofo retorna a su habitación. Cansado por la escritura de sus tesis filosóficas, va a dormir. En el intervalo entre la vigila y el sueño, se pregunta:   ¿Quién será este espíritu? ¿Por qué arrastra cadenas? «Mañana hablaré con los magistrados, excavaré debajo del árbol». 

Al despuntar el alba Atenodoro se levanta, esta vez la política y la ética pública pasan a segundo plano. Una mezcla entre compromiso ético por ayudar al espectro encadenado y curiosidad, motivan sus ánimos del día. 

Se dirige cerca de la academia, allí las autoridades atenienses le escuchan con atención. La narración de los hechos, más el testimonio del casero, les da el derecho, otorgado por las autoridades locales, de excavar al pie del árbol. El casero busca a tres esclavos tracios y les indica, según los datos aportados por el filósofo, donde sacar la tierra para buscar los restos óseos del alma en pena. Al cabo de unos quince minutos comienza a perfilarse la forma de un esqueleto con algunos pelos blancos y largos que sobresalen del pálido cráneo. «Es él» dice Atenodoro. 

Una hora después, el filósofo, el casero y los esclavos tracios ven con absoluta claridad que  esqueleto está atado a sus cadavéricas muñecas con pesadas cadenas de hierro, cadenas más largas que su estatura y pesadas de subir al patio de la propiedad. El filósofo acuerda con el casero y con las autoridades locales atenienses de sepultarlo dignamente. «Los gastos corren por mi cuenta, dice». 

Atenodoro reflexiona sobre la esclavitud, la vida, la muerte, no obstante, la aparición del alma de este hombre encadenado le cuestiona: ¿La justicia es un invento de los hombres mortales o ya, desde la razón invisible que gobierna a la naturaleza visible, existe como ley más allá del mundo de los vivos? 

La paciencia y serenidad del filósofo estoico frente a la cruel aparición del espíritu en pena de un hombre encadenado es prueba de que ante circunstancias sombrías, la calma aquieta las pasiones del miedo para invitar a la mente a pensar cándida y objetivamente y buscar soluciones reales a las insoslayables disyuntivas de la existencia.

Atenodoro dominó sus emociones irascibles, supo actuar según la modulación de las pasiones caóticas del cuerpo material, con el propósito de tomar decisiones acertadas en nombre de la verdad, que en esencia, es amor a la justicia.

Atenodoro de Tarso superó la prueba. No necesitó de la academia ni de demostrar ante otros eruditos su dotes de filósofo sino que, en la oscuridad de una casa «maldita» mantuvo la compostura y tranquilidad digna de los hombres sabios. 

La vida es la prueba máxima. Algunos repiten curso, arrastrando por décadas amarguras no superadas por temor a perdonar, lo que equivale, a conocerse a sí mismos. Mientras que otros pasan al siguiente nivel, pues han dominados la vida en la materia. Han subyugado al imperio de la razón a la ira, el miedo, la imprudencia. Han domado el caos y adquirido exquisitos conocimiento elevados. 

El espíritu del anciano encadenado encontró el camino al Hades, bebió de las aguas del río Leteo, para, después de ocupar distintos egos, sumergirse gozoso y beber, esta vez de las sagradas aguas del río Mnémosyne. El río de los recuerdos.  Su espíritu no volvió a penar por la pensión ateniense del último siglo antes del comienzo de Roma como imperio.

Atenodoro vivió muchos años más, hasta casi los ochenta. Su lección, más que una vieja leyenda guardada en los anales de la historia de la filosofía, es una invitación a reflexionar sobre el poder que ejerce la paz y claridad mental sobre el cuerpo material, causa original -la materia-  de violentos síntomas instintivos y crueles padecimientos degenerativos. 

La serena actitud ante el sufrimiento se cultiva viviendo la experiencia del sufrimiento y aprendiendo que todos los humanos, merecen gestos de empatía capaces de aligerar la angustia del existir. Y una de esas angustias, es no ser recordados por el futuro, por las generaciones venideras. Ser un número más en este océano de indiferencia y apatía.

 El espíritu del hombre encadenado, tras sus reiteradas apariciones, reclamaba a los dioses por qué fue olvidado, por qué nadie se detuvo a pensar: ¿Qué querrá este hombre desencarnado? Sólo un sabio, pensó en aquél anciano espíritu encadenado, empatizó con su sufrimiento y le dio la paz que buscaba desde hacía siglos. 

Sólo la consciencia objetiva es capaz de organizar las viscerales emociones corpóreas para vivir tranquilos, en armonía con la existencia. Y en última instancia, como objetivo fundamental de la vida: servir al prójimo. 

Germayed. 

 

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