El Japón hegemónico
Finalizada
la Gran Guerra, el Tratado de Versalles
rubricó la expansión japonesa y la consolidación de su incipiente
Imperio, admitiendo al Japón entre las cinco grandes potencias que
llevaron a cabo las negociaciones parisinas y conformaron el núcleo
duro de la nueva Sociedad de Naciones.
Para asegurar la paz, al Tratado de Versalles
se sumaron los tratados de Washington y
Londres de 1921 y 1922, que impusieron
severas restricciones al rearme general de los vencidos y unas
limitaciones muy estrictas en cuanto al número de unidades, el
tamaño y tonelaje de las principales marinas de guerra del mundo.
Una década
después, insatisfechas, Alemania, Italia y Japón emprendieron la
revisión de estos tratados, y las ambiciones niponas sobre el vasto
territorio continental de la Manchuria condujeron a su abandono de la
Sociedad de Naciones,
al mismo tiempo que lo hacía la Alemania de Hitler (1933-34). Un año
después, Tokio desafiaba a la comunidad internacional notificando
que incumpliría las restricciones navales de Washington y Londres,
además de optar por la adhesión al Pacto
Antikomintern (contra el comunismo y la URSS)
e iniciar en 1937 su ofensiva a gran escala sobre China. Con todo
ello, el Imperio del Sol Naciente fue adquiriendo el control
aeronaval sobre el mar de la China y amenazó las posesiones
británicas, francesas y holandesas, al igual que Australia y la
presencia norteamericana en las Filipinas.
Dos años más tarde, tras
el inicio de la guerra en Europa, con Francia y el Reino Unido
concentrados en combatir a la Alemania nazi y la Italia fascista,
Japón atisbo la llegada de su oportunidad de expansión definitiva
en Asia. Tokio ya había ocupado algunas islas estratégicas en el
mar de China, hostigando las líneas marítimas que van desde
Singapur a Hong-Kong y las concesiones internacionales de Shanghái,
Tianjin y la isla de Kulangsu. El propósito del Gobierno nipón, con
el general Hideki Tojo (1884-1948) como ministro de la guerra y
máximo exponente del militarismo japonés, era la expulsión de las
potencias coloniales de China y el corte de la ayuda a su enemigo, el
líder del movimiento nacionalista Kuomintang y máximo
dirigente chino Chiang Kai-sheck (1887-1975).
En represalia por las
acciones japonesas, los norteamericanos acometieron un vasto programa
de ayudas a China, combinando las acciones diplomáticas con
manifestaciones antiniponas, boicot comerciales y prohibición de sus
exportaciones, hasta que el propio presidente Franklin Delano
Roosevelt, en septiembre de 1940, aconsejó a los estadounidenses que
residían en Extremo Oriente regresar a los Estados Unidos y redujo
al mínimo su delegación diplomática en Tokio.
Pero la guerra relámpago
contra Polonia, Noruega, Países Bajos, Bélgica y Francia, brindó
al Japón nuevas oportunidades para someter a presión a los aliados,
obligando a los británicos al cierre de la carretera entre Birmania
(Myanmar) y China, obtener concesiones económicas en las Indias
Orientales holandesas (Indonesia) y realizar incursiones sobre la
Indochina francesa que pusieron en un aprieto al Gobierno de Vichy,
cediendo sus bases aéreas y navales en aquel territorio. Los
brillantes logros militares de Berlín también animaron a Tokio a la
firma del Pacto Tripartito (27 de septiembre 1940) con el Eje,
pero lo que el superpoblado archipiélago japonés necesitaba, con
más de cien millones de habitantes y un crecimiento anual superior
al millón de nacimientos, eran alimentos en abundancia, caucho,
estaño, níquel, cromo, hierro, aluminio, madera, carbón y, lo más
básico para las necesidades de la guerra moderna: petróleo.
Todo ello se encontraba
hacia el Pacífico Sur, en Indochina, Malasia, Filipinas, Sumatra,
Java, Ceilán y Borneo, de ahí que su Gobierno, con el general Tojo
convertido ya en primer ministro (octubre de 1941), se inclinase por
el recurso de la guerra, espoleado por el permanente bloqueo
norteamericano que hacía cada día más urgente pasar a la acción.
A la vista de la política de Washington, en su Conferencia Imperial
del 2 de julio de 1941, con el ejemplo de los alemanes invadiendo la
Unión Soviética, los militares japoneses decidieron seguir
avanzando hacia el Pacífico Sur, aun a costa de provocar las iras de
británicos y estadounidenses.
No en balde, a partir del
verano de 1940, los Estados Unidos habían reducido al mínimo sus
inversiones financieras y el comercio con Japón, y el archipiélago
ya estaba falto de capitales y los necesarios suministros de
petróleo, gasolina de alto octanaje, laminados de hierro y acero,
cobre, aluminio y demás materias primas. El orgulloso Imperio del
Sol Naciente, sometido a semejante presión económica por causa de
su expansión territorial, tendría que agotar todas sus reservas de
materias primas, que iban mermando hasta el punto de hacer peligrar
la capacidad de combate del Ejército Imperial y la Armada japonesa.
Kichisaburo Nomura
(1877-1964), el almirante y embajador nipón en Washington, trató
por todos los medios a su alcance de lograr la descongelación de los
créditos a su país, la reanudación del comercio y la ayuda
americana para conseguir esas materias primas vitales en favor del
Japón. Pero Roosevelt, apoyado por los británicos y holandeses, se
negó a restablecer las operaciones comerciales hasta tanto Tokio no
replegara sus tropas de China e Indonesia, y se aviniera a respetar
la integridad territorial y política del Gobierno de Chiang
Kai-sheck. Como ambas posiciones resultaban irreconciliables, el
Gobierno nipón rehusó desprenderse de sus conquistas en China y su
hegemonía en Asia, y el general Tojo puso en marcha sus planes de
guerra.
El último intento para
evitarla lo llevó a cabo su enviado especial a Washington, el
diplomático Saburo Kurusu (1886-1954), firmante del mencionado Pacto
Tripartito, quien prolongó infructuosamente las conversaciones
con los norteamericanos sin obtener ninguna concesión, pese a su
buen conocimiento de la política de la Casa Blanca y el estar casado
con una estadounidense a la que había conocido durante los seis años
(1914-1920) en que estuvo destinado como cónsul japonés en Chicago.
El ataque a Pearl Harbour
Imitando a la Blitzkrieg
alemana (Guerra relámpago), los militares nipones esperaban
conseguir sus objetivos militares, políticos y económicos mediante
una guerra corta y limitada. Para ello planearon un ataque por
sorpresa a la única flota que les hacía sombra en el Pacífico, la
de la US Navy en su base de Pearl Harbour. Esperaban conseguir el
dominio naval que les abriera el camino para proseguir sus conquistas
en el Sudeste asiático. Y una vez logrados sus objetivos,
levantarían un perímetro defensivo tan fuerte que resultaría
demasiado costoso en recursos y vidas humanas intentar destruir su
Imperio.
Sus planes de agresión
habían comenzado casi un año antes, pero la acción bélica sobre
la base de Pearl Harbour se fraguó en los meses de septiembre y
octubre de 1941, y los días 5 y 7 de noviembre llegaron las órdenes
del despliegue para la Armada Imperial referentes a los ataques
aeronavales contra Pearl Harbour, en la isla Oahu del archipiélago
de Hawái, seguidos por los asaltos combinados a Malasia, Filipinas y
las Indias Orientales. La campaña de Pearl Harbour se llevaría a
cabo por sorpresa y sin la previa declaración de guerra, de manera
que, si fracasaba, el emperador Hirohito (1901-1989) pudiera repudiar
a su primer ministro, como si este fuera un fanático irresponsable.
El 22 de noviembre,
mientras Kurusu y Nomura, posiblemente sin saberlo, continuaban con
sus negociaciones en Washington, una impresionante escuadra japonesa
se concentraba con gran sigilo en la bahía de Tankan, en las islas
Kuriles ─hoy de soberanía rusa─. Aquella flota estaba formada
por un total de 32 unidades, al mando del vicealmirante Chuichi
Nagumo (1887-1944), un marino fogueado en el combate naval, reuniendo
a seis portaaviones, dos acorazados, dos cruceros pesados, catorce
destructores, ocho buques nodriza y algunos sumergibles. Al amanecer
del 26 de noviembre, todos los buques pusieron rumbo al norte del
archipiélago de Hawái, bajo las órdenes estrictas de no romper el
silencio de la radio con sus comunicaciones. Seis días después de
una navegación silenciosa e ininterrumpida, el hombre que había
planificado la operación, el almirante Isoroku Yamamoto (1884-1943),
radió a Nagumo la señal cifrada de atacar Pearl Harbour: Niikata
Yama Nobore (Subir al monte Niikata), y la flota japonesa se
encaminó veloz hacia su objetivo.
Aunque el servicio de
Inteligencia naval americano conocía los códigos militares nipones
y estaba descifrando un gran número de sus mensajes encriptados,
nada sabía sobre la armada de Nagumo. Pero alarmados en la Casa
Blanca por la presencia de otra escuadra anfibia japonesa en el golfo
de Tailandia, el presidente Roosevelt, en un último esfuerzo para
evitar el conflicto, envió un telegrama personal al emperador
Hirohito el sábado 6 de diciembre, solicitando su mediación. Pero
ya era tarde. El domingo 7 de diciembre de 1941, amaneció tranquilo
y soleado en Honolulú. A las 6:00 horas en punto de esa madrugada, a
394 millas náuticas al norte de Oahu, decenas de aviones japoneses
despegaron de los seis portaaviones del vicealmirante Nagumo con
rumbo a Pearl Harbour.
La base aeronaval
norteamericana se encontraba tranquila y su general al mando, Walter
C. Short, no había enviado ninguna patrulla naval o aérea de gran
alcance por las aguas de alrededor de la isla Oahu, ni estaban en
alerta los buques del contraalmirante Husband E. Kimmel, atracados en
el puerto, ni los aviones de caza o de patrulla estacionados en sus
aeródromos, y ni siquiera las baterías antiaéreas. Sólo por
fortuna, los principales objetivos japoneses, los portaaviones de la
US Navy, habían zarpado con sus buques de escolta para unos
ejercicios navales en las proximidades de las islas de Wake y Midway.
A eso de las 7:00 horas, los operarios de la estación de radar
existente en Opara, cerca de la población de Haleiwa, al norte de
Pearl Harbour, detectaron una gran formación de aviones que se
aproximaban en su rumbo. Cuando se lo comunicaron al oficial de
servicio, el teniente Kermit Tyler, este les dijo que lo olvidaran.
Esperaban aquella mañana la llegada de una docena de fortalezas
volantes B-17 procedentes del continente y Tyler estaba
convencido de que eran aquellos aparatos los que detectaba la
pantalla del radar.
El piloto y capitán de
fragata Mitsuo Fuchida (1902-1976), uno de los aviadores más
experimentados de la Rengo Kentai (la Flota Combinada) mandaba
la primera oleada de ataque de los aviones japoneses e iba a bordo
del aparato guía cuando volando a unos cinco mil pies de altura, una
hora y cuarenta minutos después de haber despegado del portaaviones
Agaki, divisó con sus binoculares la costa norte de Oahu y
virando a su derecha, contempló el puerto y la base de Pearl Harbour
despejada de nubes. Eran las 7:49 horas cuando su radiotelegrafista
transmitió a todos los pilotos de la formación de cazas y
bombarderos su famosa orden: ¡Tora, Tora, Tora! (¡Atacad,
Atacad, Atacad!).
Dos oleadas de aparatos
con un Sol rojo pintado y reluciente en sus fuselajes se precipitaron
sobre Pearl Harbour a las 7:55 y a las 8:40 horas, convirtiendo aquel
lugar en un terrible infierno llameante. Para las 10 de la mañana, hora
de Hawái, todo había terminado. De las 94 unidades de la flota
norteamericana del Pacífico ancladas en el puerto, los bombarderos
japoneses hundieron o averiaron nueve acorazados, dos destructores,
un minador, dos cruceros ligeros y un buque auxiliar, además de
otros muchos navíos dañados que tuvieron que ser reparados. De los
231 aviones disponibles en sus cuatro aeródromos, 95 fueron
destruidos y 159 averiados y dejados fuera de combate. Las bajas
americanas sumaron 2.403 muertos, 1.178 heridos y 960 desaparecidos.
Los japoneses apenas perdieron cinco pequeños sumergibles y 29
aviones, pereciendo sólo 55 hombres.
Ese mismo día, fuerzas
de asalto anfibias desembarcaron en Malasia y Tailandia, y el
almirante Thomas Phillips capitaneó la flota británica que salió a
interceptar esas unidades de desembarco japonesas. Su buque insignia,
el nuevo acorazado Prince of Wales, de 35.000 toneladas, y su
escolta, el crucero acorazado Repulse, de 32.000, ambos
orgullo de la Royal Navy, zarparon del puerto de Singapur en compañía
de cuatro destructores pero sin llevar protección aérea. Submarinos
nipones y aviones de reconocimiento descubrieron a la escuadra
británica y hundieron en combate a los acorazados con bombas y
torpedos en lo que supuso un desastre sin precedentes. A partir de
esta derrota épica, la Armada británica no supuso ninguna amenaza
para los japoneses y Singapur se rindió el 15 de febrero de 1942,
capturando los nipones a unos 70.000 prisioneros.
Por su parte, Fuchida se
convirtió en un héroe nacional tras su regreso al Japón y resultó
condecorado por el mismísimo Emperador. Al final logró sobrevivir a
la guerra tras resultar gravemente herido en la batalla de Midway. El
7 de agosto de 1945 incluso se atrevió a realizar un arriesgado
vuelo de inspección sobre la bombardeada ciudad de Hiroshima,
redactando así los primeros informes acerca de los efectos
devastadores de la bomba atómica.
La guerra del Pacífico
Para
derrotar al enorme Imperio japonés, que nunca antes había sido
vencido en una guerra, los Estados Unidos tuvieron que hacer un
esfuerzo aeronaval sin precedentes, con un impresionante despliegue
de buques, recursos, tropas y sistemas de armas cada vez más
sofisticados, en los que la aviación y los portaaviones jugaron un
papel esencial. Los estrategas navales del periodo de entreguerras
habían abordado la construcción de cruceros y acorazados como el
mejor despliegue de sus armadas, potenciando además la flota
submarina, pero dudaban de la idoneidad de los portaaviones, debido a
su elevado coste y el hecho de que la aviación no alcanzó su pleno
desarrollo hasta finales de los años treinta, demostrando su validez
ofensiva y su capacidad de bombardeo durante la Guerra Civil española
(1936-39). Tampoco resultaba un problema menor el diseño de unos
buques que superaran los 250 metros de eslora, cargados con más de
cinco mil toneladas de aviones y tanques de combustible para los
aparatos, por no hablar de los motores necesarios para navegar a no
menos de 30 nudos a plena carga. No obstante, no todos los analistas
navales pensaban así, y el almirante William Sims, que fue el
impulsor de los portaaviones estadounidenses, estaba convencido de
que una armada provista de ellos tendría el dominio del aire y por
tanto podría imponerse a la escuadra enemiga.
Lástima que
esta apreciación fuera desoída durante demasiado tiempo y, al igual
que las grandes marinas de Occidente, la japonesa se centró en la
construcción de cruceros ligeros o pesados, por encima de las diez
mil toneladas, además de enormes acorazados de treinta mil toneladas
en adelante. La diferencia entre ambos tipos de navíos residía en
su velocidad, mayor en los cruceros, el grosor de los blindajes y el
calibre de sus cañones, de 155 mm. y 203 mm., respectivamente.
Con visión
de futuro, el entonces capitán de navío Isoroku Yamamoto ─luego
comandante en jefe durante la SGM─, impulsó a partir de 1929 la
construcción de los primeros portaaviones japoneses y enunció la
teoría del combate de los navíos a corta distancia con cañones de
tiro rápido, más ligeros que los de largo alcance que resultaban
más pesados y armaban a los acorazados. Sin embargo, sopesando la
posibilidad de enfrentarse a las unidades similares de la Royal Navy
y la US Navy, artilladas con piezas de 203 mm., el mencionado marino
Chuichi Naguno, otro de los impulsores de los portaaviones, consideró
que los acorazados japoneses debían volver a contar con los cañones
de 203 mm., como armamento principal. Así, la decena de estas
unidades que estaban en servicio en diciembre de 1941 habían sido
modernizadas y constituían la más poderosa fuerza naval acorazada
del mundo, con buques tan notables como el Mutsu
y su gemelo Nagato, de
más de 39.000 toneladas y 207 metros de eslora (botados en 1920 y
1921), considerados como el máximo exponente de su ingeniería
naval. Y por si ello fuera poco, esa flota se vio reforzada con otras
dos unidades
sobresalientes: el Yamato
y el Musashi, navíos
de 71.800 toneladas a plena carga y 242 metros de eslora (botados en
1941 y 1942), siendo los buques de guerra más grandes construidos
hasta entonces del mundo y artillados con los descomunales cañones
de 460 milímetros.
De ahí que
iniciado el conflicto, con éxitos similares a la Blitzkrieg
alemana, las
eficaces ofensivas aeronavales japonesas de 1941-1942 sorprendieron y
arrinconaron a los países aliados con presencia en el Pacífico.
Pero muy pronto, las fuerzas del Imperio del Sol Naciente iban a
convertirse en víctimas de la conocida «tiranía de las
distancias». Es decir, que los nipones no supieron reconocer los
límites naturales impuestos a su esfuerzo de guerra por la inmensa
geografía marítima, y cuanto más se expandían por ese inmenso
océano, más lejos estaban de sus bases y mucho más se debilitaban
y dispersaban sus fuerzas armadas. Seguramente, les habría ido mucho
mejor si se hubieran contentado con crear un anillo defensivo en
torno a las Marianas, las Filipinas y Borneo, en lugar de avanzar con
arrogancia hacia las Midway, Aleutianas, Salomón, Australia y el
nordeste de la India. No obstante, el desafío japonés a la
hegemonía anglo-americana en Asia oriental y el Pacífico, que había
comenzado durante la década de 1930, eclosionó con una violencia y
una furia similar al divino viento Kamikaze
que desde siempre había protegido al archipiélago de sus enemigos y
que inspiraría el nombre de sus pilotos suicidas.
Por todas estas razones, la guerra en el Pacífico
resultó muy distinta a la guerra en Europa y, pese a la crueldad
desplegada en la contienda germano-rusa del frente oriental, el
enfrentamiento de los Estados Unidos contra el Japón superó todos
los márgenes y horrores conocidos. Varios factores conformaron uno
de los escenarios más brutales y salvajes de toda la SGM: desde el
inmenso océano Pacífico, los cientos de archipiélagos, las
condiciones climatológicas extremas, las enfermedades tropicales, o
la férrea voluntad japonesa, empujaron a los contendientes hacia los
extremos de su propia resistencia y crueldad, provocando un
escalofriante número de bajas que, en el caso de los estadounidenses
supero los 250.000 muertos. Pero lo que más la distinguió fue la
intensidad con que ambos enemigos se lanzaron a una guerra total y
sin cuartel, denominada por muchos historiadores como «la guerra sin
compasión». La única que hasta hoy terminó con un holocausto
nuclear. Baste recordar el odio racial expresado con el lema del alto
mando respecto al deber de todo soldado americano, resumido en el
famoso cartel que colgaba en el cuartel general del almirante William
F. Halsey (1882-1959): «Matad japos, matad aún más japos. Si
hacéis bien vuestro trabajo ayudaréis a acabar con los cabrones
amarillos».
Ocho meses
después de Pearl Harbor tuvo lugar la trascendental batalla de
Midway, en la que sólo participaron los portaaviones. Librada en las
inmediaciones de las islas Midway del 4 al 7 de junio de 1942, los
norteamericanos se vengaron por Pearl Harbor y la derrota japonesa
marcó el inicio de la ofensiva aliada sobre Guadalcanal a partir de
agosto de ese año. El frente del Pacífico se dividió entonces en
dos grandes zonas de combates. La principal, comprendía el Pacífico
Norte, Central y Pacífico Sur, al mando del almirante Chester Nimitz
(1885-1966). Por su parte, el comandante del ejército
estadounidense, el general Douglas MacArthur (1880-1964), fue el
responsable del Pacífico Sudoeste, con una fuerza de ataque
considerable compuesta por los Marines
y unidades australianas y neozelandesas que, avanzando desde Nueva
Guinea, lograron aislar la gran base aeronaval de Rabaul, un bastión
de los japoneses situado en la isla de Nueva Bretaña (Papúa Nueva
Guinea), llevando posteriormente sus tropas hasta alcanzar las
Filipinas, al tiempo que William F. Halsey ─apodado Bull
(Toro)─, comandante de la III Flota y del
Pacífico Sur, se ocupaba de atacar Rabaul desde las islas Salomón,
partiendo de Guadalcanal. Ambas campañas iban a resultar tan largas
y sangrientas que despertaron serias dudas respecto a su desenlace
final entre los aliados, debido a la encarnizada resistencia que
durante todo el conflicto ofrecieron las fanáticas tropas japonesas,
imbuidas del viejo código samurái, ético y filosófico, del
Bushido (Camino del guerrero).
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