La «Operación Barbarroja»
En el verano de 1940, cuando los nazis
ya se enseñoreaban de Europa y tenían acorralado al Reino Unido,
Adolf Hitler decidió su marcha hacia el Este y la conquista de
Rusia. El por qué de esa decisión sigue siendo materia de discusión
entre los historiadores. De haber lanzado la Wehrmacht contra el
Oriente Medio, reforzando el avance italiano hacia Suez, o enviarla
al norte de África atravesando España ─con el beneplácito de su
aliado Francisco Franco─ y arrebatando así Gibraltar a los
británicos, tal y como le aconsejaron sus generales y ministros,
podría haber quedado victorioso sobre el Reino Unido al cortar las
comunicaciones de su Imperio. En lugar de ello, se obsesionó con la
invasión de la URSS, movido quizás por su odio al bolchevismo y el
deseado pangermanismo de buscar «espacio vital» y materias primas
en su Drang nach Osten (Marcha hacia el Este), formulado por
otros dirigentes alemanes como el general Ludenforff.
Desde el pacto germano soviético de
agosto de 1939, los soviets habían demostrado ser aliados leales de
los nazis y el camarada Stalin había prestado al Führer un valioso
apoyo político y económico. Moscú envió a Berlín más de un
millón de toneladas de grano, novecientas mil de petróleo, medio
millón de mineral de hierro y otro tanto de fosfatos. Los rusos
incluso actuaron de agentes para Alemania, comprando materias
esenciales a otros países que transportaron por tierra al Reich
eludiendo así el bloqueo naval británico. Stalin deseaba además
formar parte del Pacto Tripartito de septiembre de 1940, al igual que
Italia y Japón, pensando que la Unión Soviética debía participar
y beneficiarse del Nuevo Orden internacional que las potencias
del Eje querían imponer al mundo. A mediados de noviembre de 1940,
el camarada Molotov, responsable de Exteriores, viajó a Berlín para
pactar con Hitler y su homólogo Ribbentrop la partición del Imperio
británico y poder canalizar la expansión soviética hacia el golfo
Pérsico y el océano Índico. El 25 de noviembre Stalin propuso a
Hitler la ampliación del Pacto Tripartito incluyendo a Rusia, para
transformarlo en un acuerdo de las cuatro potencias. A cambio de su
participación, el Kremlin pedía a Berlín que retirara sus tropas
de Finlandia y a Tokio que cancelara sus establecimientos en el norte
de la isla de Sakhalin (Sajalín), al tiempo que Bulgaria y Turquía
hicieran concesiones a Moscú cediendo algunas bases militares a la
URSS.
El Führer rechazó estas propuestas
con vagas promesas a Molotov sobre el futuro reparto del Imperio
británico y Stalin mantuvo su alianza con los alemanes hasta casi el
último momento. En mayo de 1941, tan sólo un mes antes de la
invasión de su país, incluso acordó reconocer al gobierno pro-nazi
de Irán. Pero lo que el sátrapa ruso ignoraba y sus servicios de
inteligencia no supieron descubrir, es que apenas unas semanas
después de sus propuestas, el 21 de diciembre de 1940, el Estado
Mayor alemán completaba el histórico Directorio número 21,
más conocido como la Operación Barbarroja ─en
honor al emperador Federico Barbarroja, del
Sacro Imperio Romano Germánico─ que fijaba la fecha de invasión
de la Unión Soviética para el 15 de mayo del año siguiente. El
Directorio diseñaba
una campaña relámpago de cinco meses de duración que destrozaría
al Ejército Rojo y pondría fin al Estado de los soviets. Las
vanguardias alemanas penetrarían en profundidad en territorio ruso,
cercando y destruyendo a las tropas bolcheviques, evitando así que
cedieran espacio a cambio de tiempo, tal y cómo había ocurrido en
el pasado con la invasión napoleónica, retirándose los rusos a sus
vastos espacios de tierra adentro.
Pero
la invasión se retrasó cinco semanas como consecuencia de la
resistencia yugoslava, griega y británica a la ofensiva alemana en
los Balcanes y la costosa campaña de Creta (mayo de 1941) en tiempo
y recursos militares. Aquellas cinco semanas iban a resultar
decisivas para frenar los avances de la hasta entonces imparable
Blitzkrieg. La Operación Barbarroja
dio comienzo a las 5:30 horas de la mañana del sábado 22 de junio
de 1941, con 135 divisiones alemanas, finlandesas y rumanas
penetrando al unísono en un amplio frente fronterizo de unos 2.500
kilómetros de extensión, abarcando desde las orillas del Báltico
hasta el Mar Negro. Winston Churchill y el presidente Roosevelt ya
habían advertido a Stalin del inminente asalto, pero el llamado Zar
Rojo no lo creyó y los soviets
fueron cogidos por sorpresa. Los atacantes se dividieron en tres
grandes cuerpos de ejército. El del Norte, con base en la Prusia
Oriental, iba al mando del mariscal Wilhelm von Leeb y su misión era
la de sitiar Leningrado. El del Centro, a las órdenes de Fedor von
Bock, debería avanzar directamente hacia Moscú, a través de Minsk
y Smolensko, partiendo de Polonia. El del Sur, conducido por Karl von
Rundstedt, penetraría en Ucrania y la cuenca del Donetsk para
alcanzar el Cáucaso, en donde los soviets tenían su granero y los
mayores yacimientos de petróleo, carbón y mineral de hierro. Por su
parte, el Ejército Rojo respondió disponiendo apresuradamente unas
dieciocho divisiones al mando de los mariscales Kliment Voroschilov
por el Norte, Semion Timoschenko en el Centro y Semion Budienni en el
Sur.
Pese
al desastre y el descalabro inicial, con cientos de miles de soldados
rusos capturados por los alemanes, la propia lista de bajas y la
resistencia soviética hicieron fracasar la prevista campaña alemana
de los cinco meses. A renglón seguido, primero fueron las lluvias de
otoño y el barro de las estepas ─la famosa Raspútitsa─,
seguidas por el frío polar y la nieve del invierno ruso, los que
consiguieron parar a las divisiones Panzer y el Führer, sin saberlo,
comenzó a perder la guerra llegando ese primer invierno con sus
tropas a las mismas puertas de Moscú. El camarada Stalin se negó a
abandonar el Kremlin para infundir valor y esperanza al pueblo ruso
y, tras la derrota de los alemanes en Stalingrado (2 de febrero de
1943) y la siguiente batalla de Kursk (julio-agosto de 1943), la
realidad demostró que Alemania no estaba preparada para afrontar una
guerra de desgaste tan brutal como la que había desencadenado con su
ansiada Marcha hacia el Este.
El
África Korps de Erwin Rommel
A
medida que la guerra en el Mediterráneo se torcía para Mussolini, y
el ejército italiano era derrotado en Libia por los británicos,
causándole la pérdida de unos doscientos mil hombres, los alemanes
tomaron la iniciativa para frenar y golpear a los británicos en el
norte de África. En enero de 1941 la Luftwaffe se estableció en
Sicilia y sus bombarderos pronto volvieron intransitables los
estrechos existentes entre Sicilia y el cabo Bon, en el golfo de
Túnez. Las pérdidas de los convoyes de la Royal Navy fueron en
aumento y la isla de Malta, que prestaba su apoyo aéreo a estas
unidades navales, fue bombardeada día y noche, inutilizando este
bastión británico en el Mediterráneo. Y para ennegrecer aún más
este panorama tan adverso para el Imperio, el mariscal Erwin Rommel,
héroe de la invasión de Francia en 1940 por haber liderado a la 7ª
División Panzer, y considerado como uno de los mejores tácticos
sobre tropas blindadas de toda la SGM, fue nombrado el máximo jefe
de todas las fuerzas combinadas del Eje para el Norte de África.
Rommel
era un general astuto, osado y ortodoxo, que conocía muy bien la
esencia de la guerra móvil y que había entrenado a sus propias
tropas para afrontar las duras condiciones del desierto de Libia y
Egipto. Su ejército expedicionario, conocido cómo el África
Korps (Deutsche Africa Korps o
DAK), sería el protagonista de una de las campañas más famosas de
toda la SGM. Nada más aterrizar en un aeródromo de Trípoli, el 12
de febrero de 1941, con la misión de evitar que Libia cayera en
manos de los Aliados y sin hacer caso a las advertencias de
contención y diplomacia con el mando italiano, esgrimidas por el
Estado Mayor alemán, más ocupado en sus planes de invasión para
los Balcanes en marzo de 1941, Rommel lanzó un ataque por sorpresa
sobre las posiciones británicas de El-Agheila, atrincheradas en el
Golfo de Sirte.
Los
ingleses, debilitados por haber tenido que mandar tropas a combatir
en Grecia y Creta, enseguida tuvieron que ceder terreno, superados en
maniobra y táctica por las fuerzas italo-germanas, que entraron
triunfales en la población de El-Aghelia el 24 de marzo. Una de sus
vanguardias, interceptó incluso a una columna británica en
retirada, capturando nada menos que a los tenientes generales Richard
O´Connor y Philip Neame, máximos responsables de la tropas de la
Commonwealth en África y artífices del descalabro italiano,
disparando así todas las alarmas y sembrando el mayor desconcierto
en Londres. En apenas dos semanas, al mando de unos 46.500 hombres,
de los que 9.500 eran soldados alemanes y el resto italianos y tropas
libias coloniales, Rommel había empujado a sus enemigos al otro lado
de la frontera egipcia, reconquistando toda la Cirenaica y
Tripolitania, a excepción del puerto de Tobruk, al que rebasó y
puso cerco. En total, unos 23.000 efectivos, británicos y
australianos, quedaron aislados en un cerco que se prolongó durante
nueve meses.
Durante
los tres años siguientes, Rommel y su África Korps,
con muy pocos refuerzos, pusieron en serios aprietos la propia
existencia del Imperio británico en todo el norte de África.
Winston Churchill sabía que antes o después se libraría la batalla
crucial por Egipto y el Canal de Suez, por lo que procuró reforzar y
armar el llamado Ejército del Nilo, que pronto se convirtió en el
famoso Octavo Ejército, que puso al mando de otro general
legendario: Bernard Law Montgomery. Quizá el único y más
capacitado de los ingleses para hacer frente al talento esgrimido por
su enemigo: el llamado Zorro del Desierto,
el famoso apodo con el que el ya mítico Erwin Rommel ha pasado a la
historia.
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