La
marea negra del Nacionalsocialismo
Al
salir de la cárcel de Landsberg, a finales de 1924, Adolf Hitler
halló una situación tan desastrosa en su Partido Nacionalsocialista
(más conocido como Partido Nazi) que cualquier otro dirigente
hubiera dimitido y retirado de la vida pública. En efecto, todo el
partido y su prensa estaban proscritos, al tiempo que sus antiguos
camaradas se hallaban en pugna y cundía el desánimo entre las
bases. A Hitler mismo le habían prohibido hablar en público,
siendo, como era, un orador muy elocuente. Sin embargo, la
publicación de Mein Kampf (Mi lucha), el libro que había
dictado en prisión a su compañero Rudolf Hess, supuso un revulsivo
para su desesperada situación. El líder nazi no se descorazonaba
fácilmente y sabía esperar su oportunidad. Prueba de ello es que
trabajaba febrilmente en la reconstrucción del partido en una escala
de aspiraciones sin precedentes.
Hacia
finales de 1925 los afiliados del Partido Nazi apenas alcanzaban los
27.000 miembros, pero cada año hacían algún progreso: 49.000
militantes en 1926; 72.000 en 1927; 108.000 en 1928; 178.000 en 1929;
superando los 200.000 en 1930. Con Mein Kampf Hitler no engañó
a nadie, mostrando a las claras su ideario y lo que pensaba realizar
si alcanzaba el poder. En las elecciones de 1930 sus logros fueron
todo un éxito y, en las de 1932, los nazis obtuvieron trece millones
y medio de votos, frente a los diecinueve del viejo mariscal Paul von
Hindenburg y los tres millones y medio del dirigente y fundador del
KPD (Partido Comunista Alemán) Ernst Thälmann ─fusilado en
Buchenwald por orden de Hitler en 1944─.
«Nunca
haré a este cabo austríaco canciller del Reich alemán», había
sentenciado Von Hindenburg. Pero después de una serie de intrigas
políticas de la aristocracia financiera e industrial alemanas,
capitaneadas por Franz von Papen, uno de los dirigentes más
destacados de la República y el industrial Fritz Thyssen, sumadas a
las presiones de su hijo Oskar y otros miembros de la camarilla
palaciega, el mariscal acabó por ceder. Tenía 86 años y estaba
cansado de tanto luchar. Lástima que estos próceres de la patria,
creyendo que el exaltado líder del Partido Nacionalsocialista era un
patriota más de extrema derecha, al igual que muchos de ellos y que,
en definitiva, podrán manejarlo a su antojo, su error resultó
monumental. Aunque por entonces, ya se presentía la ruina y
descomposición del régimen democrático que representaba la
República de Weimar.
De
ahí que alrededor del mediodía del lunes 30 de enero de 1933, Adolf
Hitler prestaba juramento como nuevo Canciller del Reich. La marea
negra del nacionalsocialismo había comenzado y desde uno de los
balcones del lujoso hotel Kaiserhof, en Berlín, Hermann Göring,
Josef Goebbels, Ernest Röehn, Joaquin von Ribbentrop y otros
dirigentes nazis celebraban su éxito. Habían alcanzado el poder
tras catorce años de luchas políticas y callejeras no exentas de
violencia. Su siguiente paso, fue el incendio provocado del Reichstag
(Parlamento) en la tarde del 27 de febrero de 1933, y una vez
disuelta la Cámara, el Canciller se convertiría en el Führer que
reunió en sí todo el poder del Estado.
El
Imperio del Sol Naciente
Tras
la victoria japonesa contra la Rusia zarista de 1905 y su
intervención en Siberia desde 1919 a 1922, Japón inició su
autoproclamado Imperio del Sol Naciente. Victorioso en la Gran
Guerra, firmante del tratado de Versalles y el pacto de la Sociedad
de Naciones, el Imperio nipón ambicionaba su dominio sobre las
antiguas colonias de Occidente en el área del Pacífico, restando
influencia a las decadentes democracias europeas. De ahí que en
febrero de 1933, al retirarse de la Sociedad de Naciones, el
representante japonés Matsuoka declaró a los delegados
occidentales: «Hemos tenido mucha paciencia hasta ahora… Ustedes
crucificaron a su Cristo, pero no podrán crucificar a la nación
japonesa ni menospreciar a nuestro Emperador».
El
famoso «viernes negro» del 25 de octubre de 1929 hundió la bolsa
de Nueva York y como una mancha de aceite, la crisis capitalista se
extendió por más de medio mundo. Una de sus más sonadas
consecuencias, además del cierre de todo tipo de empresas, fue el
paro obrero y la grave situación económica, que agravaron los
problemas políticos de toda la civilización occidental. En paralelo
a la crisis económica y social, el totalitarismo comenzó a ganar
terreno y sólo trece años después de terminada la Gran Guerra, los
cañones volvieron a tronar en el Extremo Oriente, con la invasión
japonesa de Manchuria, el más claro antecedente de la próxima
guerra mundial.
Al
Japón, dado que era un país de escasos recursos naturales y
sometido a un crecimiento demográfico espectacular, cifrado en un
millón anual de habitantes, la Gran Depresión lo golpeó de lleno.
Sus nuevas industrias dependían de mercados recién adquiridos y de
fuentes de energía y materias primas que de repente se habían
esfumado. Como las condiciones económicas y financieras empeoraban
casi a diario y el desempleo alcanzaba cifras de récord, el pánico
se instaló en la clase política que se mostró incapaz de atajar la
crisis. En su defecto, los militares y militaristas (Gumbatsu)
prometieron soluciones draconianas a los problemas de la Nación,
formando un Gobierno autoritario y capaz de realizar las conquistas
necesarias de recursos y materias primas allende sus fronteras. Los
Gumbatsu suprimieron los partidos políticos y en alianza con
los monopolios industriales y financieros, los llamados Zaibatsu,
formados por las cuatro grandes corporaciones: Mitsui, Mitsubishi,
Sumitomo y Yasuda, se lanzaron a la conquista de la región china de
Manchuria, para ganar mercados, materias primas y «espacio vital»
en el continente asiático.
La
beligerancia política y militar nipona comenzó el 18 de septiembre
de 1931, aprovechando el creciente sentimiento antijaponés de la
China del Kuomintang y el Gobierno nacionalista de Chiang
Kai-shek, acusado de haber volado la vía férrea del ferrocarril
sud-manchuriano, construido por empresas niponas y protegido por
soldados japoneses. En tan sólo 48 horas, el ejército Imperial
ocupó todo el sur de Manchuria y Pekín se vio abocado a pedir la
intervención del Consejo de la Sociedad de Naciones, que comenzó
sus debates inoperantes mientras Japón prosiguió con sus avances
hasta completar su anexión de Manchuria en los inicios de 1932.
La
Sociedad de Naciones y las grandes potencias occidentales
permanecieron inactivas, contentándose con lo que el presidente de
los Estados Unidos, Herbert Hoover, calificó de «sanciones
morales», de las que hicieron caso omiso los Gumbastu,
entendiendo que tenían las manos libres para apropiarse de Manchuria
y de paso, meter en cintura a la propia sociedad japonesa. Más
adelante, Tokio crearía en esa región el Estado títere del
Manchukuo, reconocido por las dos potencias del Eje Roma-Berlín.
A
partir de entonces, Japón fue distanciándose de sus antiguos
aliados y amenazando los intereses occidentales en el Extremo
Oriente. También como consecuencia del manifiesto apoyo
anglo-americano en favor de China y su resistencia a la hegemonía
nipona en Asia. Y, mientras las democracias occidentales veían con
preocupación la invasión italiana de Etiopía, la ocupación
alemana de la zona del Rhin, la anexión nazi de Austria y el inicio
de la Guerra Civil española, el Japón se adentró aún más en su
camino imperial, denunciando el Tratado Naval de Washington y
abandonando la Conferencia Naval de Londres, lo que le dejaba las
manos libres para construir y equipar una poderosa flota naval.
Los
sentimientos pro alemanes y antirrusos reinantes en la
sociedad nipona, llevaron a Tokio a la firma del pacto anticomunista
con Berlín del 25 de noviembre de 1937, además de continuar con la
conquista de Manchuria, explotando la debilidad interna de China para
convertirla en su vasallo político y económico. Todo ello, despertó
la animadversión de Washington y la sociedad estadounidense hacia el
Imperio del Sol Naciente, que parecía imparable en su extensión por
el Pacífico, y el presidente Roosevelt denunció la política de
agresión japonesa en un discurso pronunciado en Chicago el 7 de
octubre de 1937. Pero un año después, en el otoño de 1938, el
Pacto de Múnich que firmaron con Berlín, Londres y París, demostró
a Tokio que si los europeos toleraban la agresión nazi sobre
Checoslovaquia y tan cerca de su casa, no podrían contener la
expansión japonesa en Asia, lanzándose el ejército nipón sobre
Cantón.
La
reacción norteamericana no se hizo esperar, y Roosevelt cortó los
créditos financieros, el suministro de material de guerra, las
piezas de recambio de la maquinaria industrial y, finalmente, los
envíos de gasolina de alto octanaje, los suministros de acero,
laminados de hierro y petróleo. Hasta entonces, los Estados Unidos
exportaban al Japón más de la mitad de sus pertrechos de guerra,
pero a medida que todo esto empezó a cortarse y crecer el boicot a
los productos nipones en Norteamérica, se inició el ambiente
prebélico que conduciría de forma inevitable a la agresión
japonesa en Pearl Harbor y la entrada de Estados Unidos en la SGM. La
fecha: 7 de diciembre de 1941, un día para la historia del siglo XX.
La
anexión de los Sudetes
La
república Checoslovaca, surgida del Tratado de Versalles (1919),
englobó en su territorio a una población alemana de algo más de
tres millones y medio de habitantes, afincados en los llamados
Sudetes, pertenecientes a los bordes de la llanura de Bohemia. Esta
colectividad germánica, no siempre bien tratada por Praga,
representaba casi la cuarta parte de la población total de país,
uno de los más cultos y prósperos de la Europa central. En junio de
1937, después de la fácil anexión de Austria al Reich alemán,
Hitler concibió el llamado Plan Verde, nombre en clave para
lograr la autodeterminación de los Sudetes y su incorporación a la
soberanía alemana. A los siete millones de austriacos sumados al
Reich, el canciller aspiraba lograr los tres millones y medio de
germanos checos y una buena parte de Bohemia.
Desde
hacía algún tiempo, Konrad Henlein era el dirigente del partido
proalemán que representaba la minoría de los Sudetes y reclamaba la
autodeterminación de esa población. Siguiendo las instrucciones de
Berlín, Henlein no dejaba de acosar al gobierno checo con sus
reclamaciones de autonomía y desafíos al presidente de la República
Eduard Benes, quien rechazaba de plano la independencia de los
Sudetes temiendo, eso sí, la intervención alemana. Hitler tardó
poco en reclamar un referéndum de anexión de los Sudetes tal y como
había sucedido con El Sarre, pero frente a la negativa de Praga, a
finales de mayo de 1938, la amenaza de invasión alemana resultó muy
veraz. De ahí que los checos comenzaran a movilizarse y el
presidente Benes reclamara los apoyos de Francia y el Reino Unido, a
los que pronto se sumó la URSS, declarando su intención de ayudar
militarmente a Checoslovaquia si ésta resultaba agredida.
Semejante
oposición, obligó a Berlín a dar un paso atrás y el canciller
negó que tuviera planes de anexión de los Sudetes, pero
secretamente, Hitler ordenó al Estado Mayor de la Wehrmacht que se
preparara para invadir esa región el primero de octubre. Los
militares alemanes se alarmaron por estas órdenes, sabiendo que
Checoslovaquia tenía un poderoso ejército mecanizado de casi dos
millones de hombres, unas fortificaciones fronterizas superiores a la
Línea Maginot francesa, y una industria militar puntera y
bien organizada, que poseía la segunda factoría europea de
artillería y municiones, marca Skoda. Calculaban que para
forzar la defensa checa necesitarían unas 35 divisiones, sin contar
la reacción de franceses, británicos o rusos.
Hitler
hizo caso omiso de las advertencias de sus generales y mantuvo la
orden de invasión para el 1 de octubre, dedicándose, febrilmente, a
fortalecer la Línea Sigfrido e incrementar las fuerzas
terrestres de la Wehrmacht y las escuadrillas de la Luftwaffe. Ante
el temor del inicio de la guerra, un grupo destacado de generales
bajo el liderazgo de Von Beck, Stulpnager y Witzleben, contando con
el apoyo encubierto del almirante Canaris, máximo jefe de la Abwehr
(la inteligencia militar), comenzaron a planear el derrocamiento de
Hitler. Pero en agosto de 1938, abrumados por el riesgo cierto de una
nueva guerra en el corazón de Europa, franceses y británicos
presionaron a Praga para que apaciguara los Sudetes y Londres envió
al diplomático lord Runciman para entrevistarse con el presidente
Benes, tratando de llegar a algún compromiso. El mandatario checo,
así forzado por sus propios aliados, ofreció al pronazi Henlein
satisfacer sus demandas de autonomía, resumidas en la llamada
Karlsbad. Sin embargo, ni Hitler ni Henlein deseaban la
conciliación y en lugar de ello, provocaron la revuelta armada de
los Sudetes del 7 de septiembre.
Sin
más remedio, el gobierno checo decretó la ley marcial y sus tropas
aplastaron dicho levantamiento. Henlein huyó a Berlín y se quitó
la careta. Ya no se trataba de una minoría sudete descontenta con
Praga, era la ambición del Reich sobre Checoslovaquia y la extensión
de sus fronteras para satisfacer el pangermanismo. El lunes 12 de
septiembre de 1938, en Núremberg, el Canciller se dio un baño de
masas renovando sus demandas de «autodeterminación» para los
Sudetes, al tiempo que Italia y Japón anunciaban abiertamente su
apoyo a las tesis del Reich. Tres días después, el premier
británico Neville Chamberlain viajaba a la residencia de Hitler en
Berchtesgaden, para ver «si quedaba alguna esperanza de salvaguardar
la paz con Alemania».
El
canciller lo recibió con frialdad y le hizo saber que si no eran
aceptados los «derechos de autodeterminación» y de «retorno al
Reich» de los Sudetes, Alemania invadiría Checoslovaquia aún a
riesgo de una nueva guerra en Europa. El británico regresó a
Londres persuadido de que Hitler hablaba en serio, pero también
convencido de la necesidad de ceder, una vez más, para evitar el
conflicto. Reunido con su Gabinete, acordaron buscar el beneplácito
del primer ministro francés, Édouard Daladier, para ofrecer a
Berlín la propuesta de cesión de los Sudetes amputando
Checoslovaquia a cambio de garantizar sus nuevas fronteras con un
pacto de las cuatro potencias: Alemania, Italia, Francia y el Reino
Unido, siempre y cuando Praga renunciara a la protección que le
ofrecían sus tratados de defensa con Francia y la Unión Soviética.
La
oferta fue ofrecida al presidente checo Eduard Bernes el lunes 19 de
septiembre, haciéndole saber que su rechazo podía significar la
guerra, en tanto que franceses y británicos se abstendrían de
acudir en ayuda de su país. Benes recurrió a la Unión Soviética
como última esperanza, y el Kremlin se la ofreció a cambio de
permitir la entrada de tropas rusas en Checoslovaquia. Alarmados los
miembros del conservador Partido Agrario checo, estos se opusieron de
forma rotunda a la presencia soviética en su país, amenazando con
el estallido de una guerra civil. Benes, contrario a ser el
responsable de una guerra europea o un conflicto civil, capituló y
el 21 de septiembre se sometió a las leoninas condiciones
anglo-francesas.
Al
día siguiente, jueves 22 de septiembre, Chamberlain regresó a
Berlín con la capitulación de Benes, pero el Führer aumentó sus
exigencias presentándole el Memorándum de Godesberg, donde
se pedía la inmediata anexión a Alemania de todas las tierras de
los Sudetes, con todas sus instalaciones y propiedades industriales
intactas, además de la presencia de las tropas germanas en aquel
territorio a partir del 1 de octubre. Chamberlain rechazó el
memorándum por entender que era un ultimátum y una vez más,
franceses y británicos se encontraron al borde de la guerra. Sin
embargo, el lunes 26 de septiembre, el presidente norteamericano
Franklin Delano Roosevelt intervino en el conflicto, enviando una
súplica personal a todas las potencias implicadas para que hicieran
uso de la razón en lugar de la fuerza para resolver sus diferencias.
La iniciativa de Washington resultó bien acogida por la opinión
pública de franceses y británicos, que no se mostraban muy
decididos a luchar por la unidad y defensa de Checoslovaquia.
La
ocasión fue aprovechada de inmediato por el Duce Benito Mussolini,
ansioso por ejercer su protagonismo internacional, concertando una
conferencia en Múnich de las cuatro potencias interesadas,
excluyendo a Rusia y Checoslovaquia. «No quiero que los checos estén
presentes para oír su sentencia de muerte», dicen que afirmó Adolf
Hitler a su homólogo Mussolini. Y el viernes 30 de septiembre, con
la presencia de Chamberlain, Daladier, Hitler y Mussolini, se firmó
el vergonzoso «Pacto de Múnich», otorgando al Führer cuanto
pedía. A su regreso a Londres, mostrando públicamente a la prensa
el documento firmado, Chamberlain declaró: «Esta es la segunda vez
que la paz vuelve con honor de Alemania a Downing Street. Creo que es
la paz de nuestro tiempo». Siendo saludado con vítores de alivio.
De
la réplica a esta indecencia se encargó el político Winston
Churchill, entonces en la oposición. Churchill resumió aquella
derrota de las democracias europeas pronunciando una frase que ha
hecho historia: «Habéis preferido el deshonor a la guerra, y ahora
tendréis las dos cosas». Pero el comentario más amargo lo hizo el
escritor checo Karel Capek, señalando: «Los tratados se hacen sólo
para que los respeten las naciones débiles» Y el más lúcido, se
lo debemos al presidente Benes: «La libertad no pertenecerá nunca a
quienes no saben morir por ella».
El
Pacto de Múnich sumó al Reich 28.500 kilómetros cuadrados de
territorio, en el que vivían dos millones ochocientos mil sudetes
alemanes y otros ochocientos mil checos. El 1 de octubre Hitler ocupó
los Sudetes y sus generales disidentes, sorprendidos de esa nueva
victoria milagrosa e incruenta, desistieron de su conspiración
contra él. En el mes de diciembre, Eslovaquia y Rutenia proclamaron
su independencia de Praga y el 14 de marzo de 1939 Berlín se apoderó
de lo que quedaba de Checoslovaquia, creando los protectorados de
Bohemia y Moravia, dando comienzo al exterminio de su población
judía.
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