Érase una vez Gabriel, que se metió en una madriguera como conejo y salió por una boca de Metro convertido en hombre.

Pasado el susto inicial, lo primero que notó es que no le pesaban las orejas. Al buscarlas, en lugar de manotear el aire por encima de su cabeza, encontró un sombrero.

La segunda noticia de su nuevo aspecto la sintió en sus piernas, ahora débiles y rectas como cañas. “No voy a correr mucho así” –pensó– por lo que aminoró la marcha que, en honor a la verdad, no era muy rápida.

La tercera novedad fueron sus dientes, diminutos hasta hacerlos casi inútiles; la cuarta, unas gafas delante de sus ojos; la quinta, que ya no era su pelo el que lo protegía del frío, sino un traje “bastante bien cortado”, según juzgó al pasar delante del cristal de una tienda.

Luego de la tienda vino una verdulería, y allí la sorpresa fue la indiferencia hacia las zanahorias. “Bueno, no están mal, dicen que son buenas para la vista”, se dijo obviando que, después de toda una vida como conejo, ahora como hombre llevaba gafas.

Entró en su oficina (no supo ni cómo ni por qué, pero supo que era su oficina), se sentó en su mesa (no supo ni cómo ni por qué, pero supo que era su mesa), cogió un folio en blanco de la pila, lo puso en la máquina de escribir y comenzó a teclear con sus flamantes dedos largos, ágiles y delgados.

Ocho horas; 53 folios; dos viajes al baño; tres cafés de la máquina del pasillo; un menú diario de dos platos, postre y café en el bar de la esquina y una charla de fútbol con sus compañeros después, Gabriel dio por terminada su jornada laboral. Se puso su sombrero, salió a la calle y caminó hasta el Metro.

Pensando en qué iba a cenar en cuanto llegara a su apartamento; en que antes tenía que comprar pan; en que luego tendría que sacar la basura; en que hoy le tocaba a él leer un cuento a su hija antes de dormir; en que antes de dormir se iba a lavar los diminutos dientes, leer cuatro páginas de una novela y dar un beso de buenas noches a su mujer, Gabriel bajó por las escaleras del Metro, sin sospechar ni por un momento lo que le iba a suceder al salir de allí.

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