ÁNGELES
CON ALAS
ROTAS
El autobús estaba lleno hasta los topes, lleno de gente empapada, paraguas chorreando, sonrisas congeladas y mentes completamente secas. Era un lunes horrible y yo regresaba otra vez al aburrido trabajo en mi oficina esperando recibir la dichosa llamada del mecánico para que me dijera de una vez por todas si el coche estaba listo. Atrás había dejado una semana visitando a clientes en diversos puntos de la península, con días irregulares, tensiones al límite, contratos colgados peligrosamente de un hilo, reuniones aburridas y noches de mucho descontrol y desenfreno, por supuesto que a costa de la empresa. Igual de descontroladas encontré las cosas en la oficina. El viernes por la tarde habían despedido a mis compañeros Lucas Bernal, Pedro Movilla y Carlitos Becerra. A Mariana Bermúdez, el gerente le prometió un traslado a otra sucursal porque su trabajo dejaba de serle útil aquí, pero le aclaró que le seguía siendo muy útil en el pisito de la calle Doctor Fleming donde él tenía un nidito de amor pecaminoso. Ana vino corriendo y entre pucheros y lágrimas me recitó de carrerilla las malas noticias. Hacía tiempo que no empezaba una mañana tan desmoralizado. Llamé a Julita y le pedí una aspirina para el dolor de cabeza que me veía venir. Ella me trajo un calmante y me lo tomé igual, la aspirina no me iba a servir para quitarme las sorpresas que me esperaban ese día. Presiones por la mañana, presiones por la tarde, arden los dedos en los teclados de las maquinas de escribir y Julita tiene adoración y amor por su bebé, tiene un montón de fotos pegadas en la pared detrás de su mesa. Yo más bien pienso que el bebé es bastante feo, tan feo como fea es la vista que tengo desde mi ventana. Y la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, es que el bebé realmente es horroroso y se parece a ella que dice que es clavado al padre quién dice con una mirada estúpida y cayéndole la baba que es la viva imagen de la madre. Julita es mi secretaria, nada del otro jueves, pero eficiente, con un pésimo gusto al vestir, pero bastante discreta en sus modos, totalmente aburrida y sin ninguna gracia, pero cumplidora y ordenada. De esas secretarias que ya quisieran todas las esposas para sus maridos. Julita está preocupada por su papada y también, como todos, por los nubarrones que se avecinan en la oficina y porque el futuro se le antoja más que incierto. Tiempos difíciles, épocas de vacas flacas y de ajustarse el cinturón, tiempos de limpieza general que por lo general empieza por los empleados de menor antigüedad. Reducción de gastos porque los presupuestos no cuadran, caída de las ventas, competidores desleales, que si la tecnología y los ordenadores que hacen más rápido el trabajo, en fin, de todo se comenta por los pasillos, entre cafés descoloridos, porque ahora en el café también hay que ahorrar. Ya nadie habla de subida de sueldos, de horas extras, de días tranquilos. Ahora somos víctimas de la evolución tecnológica como dice el pelota de Luis Meléndez, marido de Julita, mi secretaria. Y este mal ambiente es una razón para que algunos de los que están en puestos superiores se cobren viejas revanchas.
Durante todo el día fueron llamando uno por uno a los empleados y uno por uno fueron pasando por el despacho de Don José María García Rodríguez como corderos camino al matadero. Este, con gran soltura e impúdica sonrisa, controlaba en su despacho el jugo de la ruleta, de mala fortuna para unos y de mejor fortuna para otros, porque de momento, usted se salva Luis Garrido, pero no se haga ilusiones por mucho tiempo, que aquí nadie es indispensable, ¿me ha oído bien? Al final de la procesión, Don José María ya tenía los nombres escritos en un papel lleno de garabatos con las cinco nuevas víctimas. Llamó al jefe de personal y sin más, le mandó de inmediato hacer las liquidaciones. Para despedir a alguien no hay que tener corazón, ni vergüenza, ni lástima. Solo se necesita una pizca de palabras falsas, una elaborada excusa asada en su punto con una buena dosis de guarnición de metas no cumplidas, se saca luego del horno muy caliente, se sirve en un plato y se manda al paro como corresponde y listo el pollo. Después viene la catarata de chismes, el alivio para unos, el aluvión de preguntas para los otros. Los muchos cuánto lo siento, que harás ahora, tómatelo con calma, fíjate, a mi no me ha tocado pero puedo ser el próximo. Meléndez, infeliz, nunca digas a los cuatro vientos que a ti no te echarán, eres un Judas, te delata la mirada, tus palabras huecas, te vendes por unas pocas monedas de chocolate, tus carcajadas forzadas de los pésimos chistes del jefe no cambiarán tu destino y ya no te quedarán genios a quién recurrir para pedir tres deseos y colorín colorado este cuento se ha acabado porque tarde o temprano estaremos todos bien juntitos y bien apretados en la misma cola de la serpiente de los desempleados.
Y la estúpida de Susana va y se saca de la manga de su ingenuidad un ¿y a donde vais a ir este verano?, porque nosotros pensamos ir a la playa, nos gusta mucho, a mi Ricardito le encanta el mar. Pues yo prefiero la montaña, responde otra ingenua y más estúpida aun llamada Araceli, allí Pepe y Jorgito respiran pura naturaleza. Es natural, pienso yo, siempre están los que hablan por hablar y no son conscientes de la realidad que se vive en estos tiempos, siempre ocurre igual entre los miembros de estas tribus de oficinistas carroñeros, envidiosos, vende patrias, falsos, ilusos, mea pilas, inútiles, mentirosos, pelotas, enchufados, perdedores y rencorosos. Rencor, mi viejo rencor… suena en la radio una voz de tango en este restaurante de mala muerte donde algunos de la oficina nos juntamos a comer, el locutor ha dicho que el que canta es un uruguayo, un tal Julio Sosa. Y que sosa esta la sopa hoy doña Asunción, grita alguno. A esta sopa de letras le falta sal y medio abecedario, cacarea otro. No se quejen jovencitos, que por lo que usted paga por este menú, en otro sitio no le van a poner ni el plato, somos los más baratos de la zona y si no les gusta, pues ya saben dónde está la puerta. Se nota que son los más baratos, añadí yo sabiendo que no me haría ni caso. Y es un caso serio esta zona, llena de oficinistas en pie de guerra por un hueco para aparcar. Esta parte del centro de la ciudad es un hormiguero de gente, personajes de medio pelo disfrazados de ejecutivos que se creen importantes, que sueñan en el autobús o mientras deambulan por las aceras con baldosas rotas. Con ilusiones y posibilidades que se esfuman al despertar, cuando no les queda mas remedio que pensar en el sueldo que no alcanza, en las cuotas del televisor de última generación, en la hipoteca, en las tarjetas de crédito agotadas, en el colegio, en la playa de Ricardito, en la montaña de Pepe y Jorgito. La vida es una lotería y a ellos jamás les toca y terminan bajando por un tobogán que termina en un charco de barro.
Voy de regreso a la oficina y al doblar la esquina me doy de bruces con Mariana. ¿Tomamos un café?, me pregunta y yo para nada convencido le contesto que bueno. El mío cortado por el encuentro, el de ella con una lágrima de leche y muchas más lágrimas mientras me explica lo de su traslado. El traslado es mejor que el despido le digo y con un veré que puedo hacer por ti, me hago el invisible mientras ella sigue hablando. Doy el último sorbo y le dejo caer que me esperan en una reunión y que tengo que volver urgentemente a la oficina, y ella, sin querer pero con mucha rabia, me deja caer sobre el pantalón beige claro todo su café con lágrimas. Y otra vez en mi cueva, Julita me pasa un par de llamadas, una de ellas era de Lucas pidiéndome entre nervios y ahogos que hable con algún conocido para recomendarlo en cualquier trabajo. El otro es de Clara, la novia de Pedro, para proponerme un encuentro en el hotel de siempre. Me quedo confundido, Clara todavía no sabe nada, ahora me sale con que aprovechemos esta tarde porque Pedro está fuera de la ciudad en una feria en Barcelona. Qué convencida estaba ella, que mal le venden las mentiras en estas rebajas de oficina cuando las verdades importan tan poco. Mariana tomando café me contó que Pedro y Lucas hacía tiempo que se entendían. Yo no le entendía nada. Y que Lucas durante un tiempo se entendió con ella. Ajá, ahora empezaba a entenderla un poco. Y ella a su vez se entendía con el Gerente. Ajajá. Y el Gerente también lo hacia con la ex mujer de Lucas. Ajajajá, ahora me quedaba más claro este rompecabezas de amor y traiciones. Y que claro, como Pedro no se ocupaba de Clara, ella estaba segura que esa mosquita muerta tenía una aventura con alguien y que ya descubriría con quién era el asunto. Puse mi mejor cara de no pensaras que pueda ser yo, ¿verdad? Pero Mariana era demasiado rápida, ya se imaginaría que algo tendría yo que ver con Clara. También había sido mi amante durante algunos meses, y antes de liarse con el gerente, había sucumbido en los brazos de Carlos que acababa de ser dejado por Clara que se había ido a vivir con Pedro quién también estaba enamorado de Lucas y que éste sabía desde hace tiempo de las relaciones de su ex mujer con alguien de la empresa y que el gerente también estaba muy al tanto de los juegos prohibidos entre Pedro, Lucas, Mariana y todos los demás, per sécula seculórum, amén. Por lo visto la oficina estaba llena de almas infieles, era un terreno propicio para ciertas libertades, era una cadena de engaños y yo me negaba a ser un eslabón más. Pedro, Lucas, Clara, Rosa, García Rodríguez, Carlos, Luis Meléndez, Mariana Bermúdez, el gerente, Julita y su papada, Ana, Jorgito, Pepe, Ricardito, Susana, Araceli, el jefe de personal, Garrido, todos, absolutamente todos, eran ángeles con alas rotas. Relaciones que vienen y van por una misma avenida, semáforos en verde, pasos de cebras acosadas por leones hambrientos, suicidas del asfalto que no respetan el tiempo y ahora, demasiado tarde, ven como les llega la hora, el si te he visto, no me acuerdo; sálvese quién pueda pero yo el primero, los demás a la cola y maricón el último. Y al final, se les clava en el alma una espada de angustia que les deja esa sensación de que ya nada será de color rosa.
Rosa adornando el florero de su mesa de trabajo y yo queriendo ser el agua que acaricie esas bondades. Rosa que no me hace ni caso, sabe lo mío con Clara y conoce a mi mujer desde que iban al colegio. Rosa vestida de espinas y a mi se me clavan todas. Y Rosa vestida sin escrúpulos y a mi nada de nada. Rosa tentación igual que Clara, que Mariana, que Ana, que cualquier jovencita al alcance de mis manos, de un juego de palabras convincentes y un rosario de promesas que nunca llegarán a cumplirse. Ellas eran el pecado y yo el pecador que vivía en un paraíso terrenal sin manzanas, ni peras.
Sonó el teléfono y como una bofetada me volvió a la realidad. Era Mariana desde el bar con la lengua pesada, trabada, quejosa, triste, viperina, pegajosa, peligrosa, suplicante, amenazante y con un sin fin de historias. La conocía de sobra en esas circunstancias, ya había utilizado conmigo ese truco en otras ocasiones. Y bebida era un peligro, por eso fui rápido a su encuentro, a echar cubos de agua en ese incendio antes de que ardiera el monte. Me faltó muy pero que muy poco para reconocerle a Mariana que yo era ese hombre infiel que rondaba en días de luna Clara. Se quedó con la última palabra y se guardó la duda para una mejor ocasión y cambió de tema, yo pedí cambio para llamar por teléfono y anular la cita del hotel, pero ya era tarde, al otro lado nadie contestaba y Clara se iba a quedar esperando en vano su ración de placer y maldiciendo mi estampa por mucho tiempo. Luego no me quedó más remedio que aguantar el resto de las mil y una noches y toda una suerte de reproches lanzados como dardos por Mariana. Ráscate el bolsillo y paga la cuenta, me dijo, o me pareció entenderle, ya que las rondas de whisky a mi también me habían hecho efecto, y cansado y bastante aburrido, le pedí que apagara esos ojos llenos de rabia porque me estaban encandilando. Vete a tu casa que es muy tarde, Mariana será otro día le dije y la metí a empujones y despaché en un taxi. Del bar a mi casa hay cinco calles, tardé una eternidad en llegar esquivando las siluetas dobles que se me cruzaban. Entré a casa intentando no hacer ruido, en todos los relojes de la ciudad eran las dos y media de la madrugada. Me pareció que la mesa del comedor estaba sin retirar, con los cubiertos de plata, el mantel de hilo, la vajilla de porcelana, dos candelabros con velas. Seguí hasta el salón y me pareció ver a mi mujer dormida en el sofá, talvez con un vestido nuevo. En uno de los sillones había un paquete envuelto con amor y una tarjeta escrita que decía: A pesar de todo, feliz aniversario, te amo siempre, Pilar. Fui a la habitación, me tumbé sin tan siquiera desvestirme y me quede dormido profundamente. A la mañana siguiente desperté con un dolor de cabeza espantoso. Giré mi cuerpo hacia la derecha buscando los ojos de Pilar. Ella no estaba en la cama. Me levanté, fui al comedor y me encontré todo ordenado, oí ruidos en la cocina, solté un tímido Pilar y del otro lado de la puerta me respondió como de costumbre el buenos días chillón de Catalina, la asistenta. Le pregunté por Pilar, por el regalo, no vaya a ser que hubiera tirado la tarjeta. Y ella, con los ojos abiertos como dos soles me respondió con un pausado y melancólico: la señora hace tres años que no pisa esta casa señor. Volví a la habitación, volví a la realidad, cerré la puerta y me puse a llorar. Pensé en lo sólo que me sentía, en el tiempo que había perdido engañándome cada vez que engañaba a Pilar, cada vez que engañaba a todas. Comprendí entonces que yo también era otro ángel con alas rotas, sin rumbo, en tierra de nadie, encadenado en una ciudad sin mar y llena de rascacielos.
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